Enfocar los linchamientos – asesinatos en todas sus formas –  de delincuentes supuestos o reales desde la hipótesis de una regresión a la horda primitiva es una falacia. Es hora de comprenderlos como una cultura emergente a tono con el odio social de esta modernidad tardía.

Hace ocho años lincharon en una calle del barrio Azcuénaga, de Rosario, a David Moreira, de 18 años, tras perseguirlo por haber robado un bolso.

Sobre ese horror escribí en Facebook dos posteos, con diferencia de unas cinco horas entre uno y el siguiente.

Mi obsesión no se limitaba a repudiar el crimen vengativo sino que iba más al fondo: rechazaba lo que considero una falacia, la hipótesis de una #regresión a la horda, e instaba a comprenderlo como una cultura actual, emergente, bien a tono con el odio social de esta modernidad tardía.

No he cambiado de perspectiva y tampoco veo que la agenda punitiva haya cambiado.

Por eso repito.

1.

La lapidación contaba en la antigüedad con un respaldo legal o religioso que, al perecer, proscribía su espontaneidad: #sólo la orden de la autoridad – jefe, soberano, sacerdote o magistrado – habilitaba a la muchedumbre a perpetrar el homicidio.

Aun cuando, mediante este crimen legitimado, la turba desahogaba sus odios, impotencias y resentimientos – igual que ahora en la modernidad tardía -, lo espontáneo se limitaba a la participación; la orden descendía de la autoridad.

Antes, en la horda paleolítica – término hoy reemplazado por “banda de cazadores-recolectores”, mucho más riguroso – el homicidio por desahogo #no contaba con legitimación; solamente la autodefensa, el miedo y, por sobre todo, la lucha por recursos escasos, hacía concebible el homicidio. Pronto – como se sabe – fue prohibido y sancionado, junto con el incesto, justamente los dos aceleradores de la división de la horda en tribus más pequeñas y homogéneas.

Más tarde, en la horda mongólica, se observa ya la expropiación de la violencia privada por parte de la autoridad. Sabrán los juristas e historiadores del derecho cuáles son los orígenes remotos del “ius puniendi“; yo apenas los sospecho.

Por eso rehúso mirar la acción de la turba de cobardes asesinos contemporáneos desde la perspectiva de una “regresión” al Paleolítico. No lo creo; el humano mata en defensa de la cría o del territorio, no por la fruición del desahogo punitivo.

Esto viene con la cultura, no con la naturaleza.

Lo cual me lleva a pensar, por lo contrario, en una “progresión” hacia una etapa superior del odio social o de clase con ignición espontánea. Los perpetradores no actúan por instintos básicos individuales sino desde un “ethos” que parece gozar de legitimidad social.

El hecho de que el brutal linchamiento de un ladrón, desde la atroz asimetría numérica, se haya mantenido en las orillas del flujo informativo constituye una banalización altamente peligrosa.

El hecho de que la Argentina no haya puesto el incidente en el centro de la discusión es alarmante. Deberíamos estar cubiertos de duelo y de vergüenza, deberíamos reunirnos a reflexionar en las escuelas y las facultades, en los colegios de abogados y en las asociaciones de magistrados; deberían oírse voces de dolor y repudio en el Congreso y las Legislaturas. Los medios y los comunicólogos deberían poner al tope de la agenda la multiplicación asqueante del número de asesinos a lo ancho de los foros transversales.

Si escribo esto desde la ficción de un observador, desde la impostura intelectual del que pretende la mayor racionalidad posible, es porque si soltara mis sentimientos únicamente podría llorar y gritar con desconsuelo, con un dolor y un desespero social incoercibles.

Quien no se sienta obligado a pedir disculpas, en nombre de nuestro cuerpo social, a la memoria de David Moreria, de 18 años, y a su familia, y a reclamar además justicia y sanción para los homicidas, debería pensar si no está actuando como un débil moral o un idiota político.

Ni todos somos Moreira, ni todos somos ladrones de bolsos, ni todos somos asesinos. Pero todos somos responsables hacia el futuro.

El que así no lo sienta, que no se asombre cuando la banda de cazadores punitivos venga por él.

2.

La “violencia natural” no es otra cosa que un mediocre artificio intelectual mal parido por pseudo doctos que leyeron a Hobbes en diagonal.

La única violencia impresa en la parte reptiliana de nuestro cerebro es reactiva y obedece al instinto de supervivencia. En el nivel mamífero aparecen también la defensa de la cría o del territorio.

Defensa que nunca es ciega. Cuando la presa es más grande de lo que puede comer por sí solo, el lobo ofrece su cuello al congénere o a la jauría, como señal de apaciguamiento e invitación a compartir.

Ni siquiera la horda mataba con furia instantánea y descontrolada.

Ergo, no llamemos a la asociación ilícita de cobardes asesinos hijos de puta “justicieros”, ni “vengadores, ni “vigilantes”, ni “paciencias rotas”, ni presas de instintos básicos que no existen. Es cultura, es decisión, es propósito, es alevosía, es conciencia plena del acto, es discurso y obrar punitivos sin ninguna raíz en la naturaleza. O sea, no es un atavismo sino producto de la modernidad actual.

No busquemos en la protohistoria palabras que nos sirvan de metáfora para llamar a estas bandas urbanas, porque no las hay.

En todo caso, las etiquetas están en la modernidad: escuadrones de la muerte, linchadores, patotas. Que se hayan constituido una semana antes o un minuto antes es un detalle menor; la cultura instituyente – y celebrante, y apologética – del crimen de odio precede al acto.

Como dicen ellos mismos, cárcel a los asesinos. No hasta que se pudran, como dicen ellos. Lo que sea justo, y con garantía del debido proceso, ese garantismo que repudian y al que, sin embargo, tienen derecho.

Porque los miserables también tienen derecho, aunque no lo sepan.

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