Alex Campo tenía 16 años, ayudaba en los merenderos de una organización social y ayudaba a parar la olla de su casa cazando liebres con perros. Lo atropelló deliberadamente con su camioneta Rodolfo Sánchez, dueño del campo donde cazaba. “Bien muerto está por venir a robar”, dijo frente a los testigos del crimen. Está imputado por homicidio agravado por alevosía, un delito penado con prisión perpetua.

Sus amigos siguen al lado de él. Pero Alex hace ocho horas que no respira. Es domingo, el forense no tiene apuro. La primera que vio el cuerpo fue Claudia, la mamá. Y con ella se acercaron dirigentes del MTL. “Era un pibe nuestro”, cuenta Mario Miceli el martes, recién llegado del entierro.

Sin su familia, sin los que lo querían, sin la organización en la que participaba, el crimen del chico de 16 años hubiese sido presentado como “Justiciero en Cañuelas: valiente reacción de un productor rural harto de los robos en su campo”. Pero la policía no llegó a plantar ningún arma. Y los propios chicos que habían acompañado a Alex impidieron la fuga del asesino, dieron testimonio de cómo fueron los hechos y relataron la mentira del matador:  dijo que “estaban llevándose un ternero”.

La dolorosa despedida de familiares y vecinos.

Alex Campo no era un delincuente. Alex estaba jugando a comer. Perdices, cuises, liebres. Cazar con galgos, hábito frecuente por esas geografías, tenía doble premio para él: entretenerse y llevara algo para la olla.

Clara Albisu, trabajadora de prensa de la TV Pública, recuerda haber visto a Alex en un acto de la Federación Sindical Mundial en San Telmo en junio del año pasado. El dato no parece relevante. Lo que me comenta como al pasar Clara, sí. “El nene estaba con la gente del MTL”.

El nene. El nene. El nene. ¡Era un nene!

Alex ayudaba a los merenderos de su organización. Militaba con otros pibes de su edad. Jugaba al fútbol en el club del barrio y estaba contento porque había conseguido su primer empleo: ayudante de albañil.

Su asesino es Rodolfo Sánchez. Tiene 57 años. Lo llaman “productor rural”. En su campo, la escena del crimen, no hay sino tierra yerma. Cuentan que se dedica a la cría de caballos pero que sus ingresos provienen de oscuros negocios, no siempre legales, con el juego.

Sánchez mató con toda la violencia que separa a los de arriba de los de abajo. Mató desde un vehículo valuado en tres millones de pesos. Mató desde una 4×4, imponente, elevado, superior. Mató con cobardía, mató sin atreverse a mirar a los ojos a su víctima. Simplemente lo pisó. Pero antes lo corrió, lo persiguió, le hizo sentir su superioridad, le hizo sentir miedo y peligro. Le tiró encima todo el odio del desprecio de clase y dos mil quinientos kilos de hierros y plástico.

“Bien muerto está por venir a robar” declararon los testigos que dijo Sánchez. Pero el asesino negó todo ante el juez. La fiscalía lo imputa por homicidio agravado por alevosía, delito penado con cadena perpetua.

Rodolfo Sánchez, el “productor agropecuario” asesino.

Y si Alex se estaba robando un ternero ¿qué? No estaba robando nada. Pero si lo hubiera siquiera intentado, ¿qué? ¿Desde cuándo la propiedad privada tiene más valor que la vida? ¿Desde cuándo rige la pena de muerte en la Argentina? ¿Qué derecho se arrogan los dueños de todo hasta para imponer sus propias leyes?

Porque hay vidas y vidas hay muertes y muertes. Con excepciones honrosas, el crimen de Alex pasó de largo para la industria del periodismo comercial. La angustia de no poder tomar un café en La Biela o no poder salir del country a comprar sushi concentraron las verdaderas preocupaciones de nuestros próceres de la pantalla y los diarios. También lo ocurrido en Villa Azul, donde, como brutal cinismo circular, un periodista de América 24 dispara “ahí hay mucho pibe, mucho delincuente”.

Es convocante, razonable y hasta poético endurecerse sin perder la ternura. Con ternura venceremos, decía otro luchador por los derechos de la infancia. Pero la ternura se escapa como arena cuando los puños se cierran de bronca e impotencia. Y así seguimos, con ganas de fusilar al mundo para que esto cambie de una vez.

Debemos nombrarlo para que la muerte no mate dos veces. Alex Campos, 16 años, estudiante, trabajador. Y un nene. Dice una de sus hermanas, Soledad, que después de haber sido atropellado los amigos le preguntaron al chico si estaba bien.

“Sí”, contestó. Y se durmió.

Trabajemos para que los sueños que le quitaron sean la pesadilla de los arrebatadores.

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