El capitalismo es un relato que se basa en la confianza de que todo será igual: en la continuidad ininterrumpida del crecimiento. En tiempos normales, el aprovechamiento óptimo de los recursos disponibles le confiere una ventaja con respecto a otras formas de organización. El secreto de su éxito es invertir todo lo que hay en la producción de lo que vendrá. La pandemia de Covid-19 ha puesto en cuestión este relato. (Foto de portada: Alejandro Andam)

Los virus son, en promedio, unas cien veces más pequeños que una bacteria. En el punto final de esta oración se podrían acomodar unos cien millones. Con la excepción de algunos extraordinariamente grandes, no se pueden ver con el microscopio óptico. No comen, no respiran, no se mueven por sus propios medios. No perciben, no procesan información alguna. No tienen siquiera metabolismo, o una estructura celular. Consisten en unas cadenas de ADN o ARN encerradas en una cápsula de proteínas y, en algunos casos, una capa de lípidos. Son poco más que un trozo de información genética desnuda.

No tienen gran cosa que podamos llamar “una vida”, excepto por dos capacidades elementales: evolucionar y reproducirse. Aún lo segundo no lo pueden hacer solos, sino que necesitan secuestrar los recursos de una célula huésped para lograrlo. Por eso se los llama “organismos en el borde de la vida”.

No pueden, por lo tanto, ser “malignos” más que en un sentido metafórico. No tienen intenciones ni instintos ni conductas: decir “el virus me infectó” es como decir “la mesa me golpeó”. El lenguaje nos impone, sin que lo advirtamos siquiera, un cierto animismo, que le atribuye agencia a unos seres que no pueden tenerla.

Foto: Sandra Cartasso.

Una sola neurona es una estructura de tamaño y complejidad descomunales al lado de un virus. No se puede imaginar criatura más estúpida. Y sin embargo toda nuestra inteligencia se encuentra, al menos de momento, impotente ante esta partícula de materia prácticamente inerte.

Nosotros también somos porciones de información que se reproducen. Somos, por supuesto, mucho más que eso (¡mucho más que un virus!): respiramos, sentimos, comemos, nos movemos… Tenemos, por añadidura, la curiosa capacidad de adquirir información del entorno, procesarla y actuar en base a ella. Recordamos lo que sucedió, detectamos regularidades, observamos diferencias, y nos anticipamos a lo que sucederá. Es lo que llamamos “inteligencia”. Pero, desde cierto punto de vista, e incurriendo nosotros también en una dosis de animismo, podemos decir que todo eso forma parte de las complicadas estrategias que tienen nuestros genes para reproducirse.

La inteligencia es nuestro truco especial: la ventaja adaptativa que nos permitió abandonar las estepas de África y conquistar el mundo entero, convertir a todos los paisajes en terrenos fértiles para nuestra vida y reproducción: es decir, en incubadoras de humanos. Cada ecosistema se presenta como un problema que resolvemos con distintas combinaciones de tecnologías y estrategias de organización. La inteligencia es un recurso sin duda exitoso. La capacidad general de manipular información de cualquier tipo nos da la sensación de que podemos abarcarlo todo: nos confiere la sensación de una cierta omnipotencia. Pero, como podemos comprobar ahora, esa impresión es ilusoria: a veces la inteligencia tropieza ante lo más sencillo.

Para el virus (para los virus humanos en general) nosotros somos el terreno fértil. Por medio de nuestros cuerpos (y de nuestra afición a viajar) está conquistando el mundo. En estos momentos nuestras múltiples actividades y funciones han quedado opacadas por una capacidad que no teníamos en cuenta: somos incubadoras de virus. Y no solo biológicos. Con el cese de nuestras ocupaciones, parece que el papel activo ha sido transferido a entidades simples, que se reproducen a costa de nosotros: algunas materiales, cuya amenaza se cierne sobre un espacio público que ya no nos pertenece y tenemos que desocupar, y otras virtuales, que proliferan más que nunca en ese otro espacio público, más aséptico, que es la mente colectiva de la red. Ante ellas nos sumimos en una tentadora pasividad, reducidos a una extraña condición de substancia nutritiva o lecho de cultivo. Dejamos de ser predadores máximos y volvemos a ocupar nuestro lugar en la cadena de la vida.

El virus sin duda nos ha dado un empujón en el camino que ya veníamos transitando, y que varios pensadores e historias de ciencia-ficción anticiparon: una sociedad de cuerpos apartados y mentes unidas, un estado paradojal de soledad hiper-comunicada. El escenario presente hubiera sido imposible antes de Internet, y parece hecho a medida para vencer nuestras resistencias atávicas y sumergirnos más en ella. Practicamos el sedentarismo y la soledad física. Aprendemos a toda velocidad a trabajar, educar y sociabilizar a distancia, en el espacio deslocalizado de la red. Es un cambio de hábitos que seguramente persistirá en mayor o menor grado cuando la emergencia haya pasado.

Por cierto, se habla mucho de “estupidez” en estos días: en las redes sociales y los medios de comunicación se arroja ese adjetivo contra toda la gente que viola restricciones, ignora cuarentenas, y en general insiste en continuar con su vida como si nada pasara. Son aquellos que, por ignorancia, inercia o egoísmo, no han comprendido que en pocos días todo cambió: que la normalidad ha quedado suspendida. Del otro lado están los que percibieron de inmediato la necesidad de una acción colectiva para frenar, o al menos demorar, la propagación del virus. Ante un enemigo exterior, razonan, los humanos debemos responder como un solo cuerpo. Lo vemos, al menos en Argentina, en la repentina y asombrosa armonía de todo el arco político: muchos temas que solían dividirnos han sido puestos entre paréntesis. Presenciamos la veloz formación de una paradójica comunidad de los aislados: un propósito común de poner distancia entre los cuerpos que de pronto unifica a los humanos. Excepto, claro está, a los estúpidos: junkies de la normalidad.

Como consecuencia de la necesidad de apartarnos los unos de los otros, asistimos a un espectáculo inquietante pero también extrañamente bello: el cese de todo lo incesante. El virus es la finísima arena que ha conseguido frenar la gigantesca rueda del capitalismo. Vivimos como inesperada realidad lo que hasta hace poco era inconcebible: la interrupción general de todo lo que parecía que no podía parar nunca. De pronto, todo está en suspenso: los viajes, los compromisos, la presión de las fechas tope, la carrera por el ascenso, los proyectos de expansión. Es un descanso forzado que tal vez nos proporcione al fin el tiempo necesario para pensar qué estaba pasando, e incluso soñar con algo distinto.

Foto: Télam

El capitalismo es un relato que se basa en la confianza de que todo será igual: en la continuidad ininterrumpida del crecimiento. En tiempos normales, el aprovechamiento óptimo de los recursos disponibles le confiere una ventaja con respecto a otras formas de organización. El secreto de su éxito es invertir todo lo que hay en la producción de lo que vendrá. El crédito, por ejemplo, es la generación de un estado de falta presente (una deuda) en función de una (supuesta) abundancia futura. Pero su fortaleza es también su fragilidad. Un tropiezo en la continuidad de los planes de desarrollo hace saltar todo por el aire: una cultura del riesgo deja escasos márgenes de seguridad. Lo verificamos ahora, que los estados nacionales se ven llamados a intervenir, porque en esta circunstancia la llamada “inteligencia de los mercados” se revela completamente inútil: no pueden hacer más que entrar en pánico. El secreto inconfesado del sistema es que descasa sobre un supuesto ficticio: la estabilidad del mundo.

No está en cuestión que ese sistema produce niveles de desigualdad históricamente inéditos, y que la responsabilidad de sus consecuencias más destructivas descansa en relativamente pocas manos. Es fácil denunciar eso. Pero en estos momentos de angustiosa inquietud acerca de lo que vendrá, podemos constatar que todos somos accionistas del sistema: nos guste o no, nuestras vidas están invertidas en él. Nuestros sueldos, ventas, jubilaciones y subsidios dependen de la continuidad de su funcionamiento. Si algo lo pone en peligro, todos estamos en peligro. Tal como están dadas las cosas, una catástrofe del capitalismo es, para cada uno de nosotros, una catástrofe personal. Por eso es tan difícil pensar su fin, o tan siquiera su transformación paulatina.

Eventualmente encontraremos la forma de intervenir, desde las alturas de lo macroscópico, en el diminuto combate entre el virus y nuestras células. Después de una interrupción angustiosa, la inteligencia habrá ganado una vez más la batalla. El enemigo exterior habrá sido derrotado. Con algunas reparaciones y ajustes, la máquina se pondrá en funcionamiento una vez más.

Mucho más preocupante, a largo plazo, es lo siguiente: ¿cómo podrá la inteligencia combatir contra su estupidez inherente? ¿qué solución encontrará cuando ella misma es el problema? Después de todo, es un mecanismo adaptativo especializado en resolver problemas, aprovechar recursos y superar obstáculos. Se especializa en enemigos externos. No está orientado a preservar el entorno del que extrae esos recursos. No suele atender a la sostenibilidad de sus propias estrategias. Se resiste incluso a ver que hay un problema como resultado de su manera de operar.

Hace décadas que diversas voces vienen advirtiendo que el modelo de crecimiento perpetuo no puede sostenerse. Pero la degradación del medio ambiente y la emergencia climática son desastres en cámara lenta, difuminados en el tiempo y el espacio. Su escala planetaria los enmascara con más eficacia que la escala diminuta del virus. A pesar de la evidencia cada vez más abrumadora, ciertas personas pueden todavía negarlos, y probablemente seguirán haciéndolo hasta que ya sea demasiado tarde. Como resultado de la pandemia, podemos abrigar tal vez la remota esperanza de que nuestra inteligencia instrumental quede suspendida y cuestionada durante el tiempo suficiente para que aprendamos que la maquinaria capitalista puede y debe ser detenida antes de la catástrofe. Vivimos un ensayo general para el fin del mundo, o para su transformación.

La máquina de crecimiento perpetuo funciona gracias a los movimientos de nuestros cuerpos. Si nos quedamos quietos, la máquina se detiene. Si elegimos movernos de otra forma, la máquina cambia: hace otra cosa. Es cierto que muchas veces somos incubadoras pasivas de ideas, proyectos y deseos venidos de fuera, que reproducimos tomándolos como propios. La producción de necesidades es tan esencial al sistema como la producción de bienes: en eso consiste la “creación de valor”. La humanidad es el humus del capitalismo. Pero eso no es excusa para acomodarse en el lugar de víctimas: somos agentes activos (¡no somos virus!) Cada una de nuestras elecciones, desde la más pequeña, incide en la dinámica del sistema. La máquina no es una entidad distante y ajena, como la nave madre de una invasión alienígena: al contrario, funciona por nosotros y en nosotros.

Somos refugiados de una súbita guerra mundial contra un enemigo no humano. La vida se ha detenido, pero no estamos muertos. Permanecemos en un estado espectral, en una estupefacción que nos despoja de nuestros hábitos y rutinas y nos deja en suspenso, a la espera de que alguien haga algo, de que algo pase, de que el virus pase y podamos retomar las cosas donde las dejamos. Pero esta animación suspendida también puede ser, si queremos, el umbral de algo nuevo.

Del otro lado de la ansiedad, la incertidumbre y la claustrofobia tal vez nos aguarde la oportunidad de convertir el encierro en un laboratorio, para observar todo lo que empieza a moverse en nosotros cuando nos quedamos quietos, considerar sentidos de la vida distintos de la carrera por el éxito, revisar nuestras relaciones con otros humanos, adquirir habilidades nuevas, intentar ensambles constructivos con las tecnologías digitales, y degustar placeres de bajo costo en términos económicos, energéticos y ecológicos.

Foto: Pablo Cuarterolo.

Este es el momento de concebir lo inconcebible: de entender que todo aquello que se nos presentaba como inevitable y necesario puede detenerse, y que el crecimiento perpetuo no es una ley de la naturaleza. Es el momento de probar como sería decrecer. Eso quiere decir muchas cosas en distintos niveles, pero en la escala del individuo, que nos ocupa ahora, “decrecer” significa, por ejemplo, privilegiar la calidad sobre la cantidad: hacer menos cosas, pero hacerlas mejor. Decrecer es pensar menos en poseer y consumir, y más en crear y crecer, dedicándonos a prácticas que nos conecten con otros y enriquezcan nuestras vidas. Decrecer es concentrarse: quedarnos con aquello que nos gusta hacer, disfrutar de hacerlo y de brindarlo a los demás, y abandonar la pretensión agotadora de tener todo, probar todo, vivir todo. Estas propuestas pueden tener poco sentido para muchas personas cuyas posibilidades de vida están reducidas al mínimo por la exclusión y la necesidad material. Pero muchos de nosotros incurrimos, aún sin darnos cuenta, en distintos tipos y escalas de derroche: de dinero, de tiempo, de trabajo, de preocupación o de desgaste emocional. Todo ello en pos de imágenes impuestas de cómo deberíamos ser, y de cosas o personas que no lo merecen, que no multiplican la felicidad. En contra de todo lo que predica la gran máquina productiva, podemos trabajar para que todo sea más pequeño y más lento, pero también más cuidado, hermoso y honesto.

 

Este texto fue escrito entre el 23 y el 25 de marzo de 2020, durante los primeros días del aislamiento social preventivo y obligatorio decretado por el gobierno argentino para todo el territorio nacional. Se pueden encontrar algunas otras reflexiones sobre las formas de vida que conocemos y las que podemos imaginar en Después del proyecto.

Otros textos en http://solaas.com.ar/texts.html

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