Qué culpa tiene el tomate para que El Pejerrey empedernido le dedique toda una columna con diferentes maneras de ponerlo en la mesa: asados, en variopintas ensaladas, en salsas para carnes y pastas. Es cierto que – gracias a Cambiemos – están caros pero qué no está caro en estos días.

Era pebete, ni de jamón y queso, ni de sólo jamón y menos de queso sin compañía. Mucho menos de salame y queso y tajeado por la mitad, como me contaron hace tiempo ya y de inmejorable fuente, tal cual decían los periodistas, cuando el periodismo existía y no era un burdel empelotado de truchos y truchas, que no de río ni de lagos, al mejor postor, que el gran poeta, sí, Leónidas Lamborghini, le pidió un día a la pebeta que atendía un barsucho de allá por la avenida Belgrano, cerca del Bajo porteño, desde el cual el Plata apenas si parece una ilusión; y ella le contesto oronda que sí, aunque podría ofrecerle uno entero con un cuchillejo a su lado, le clavó. Era pebete, escribía, este vuestro Pejerrey Empedernido, es decir una joven promesa sin tantas frustraciones y errores sobre sus pieles plateadas, como las sienes de los varones humanos con un tantito así de calendario, el día que escribió lo que a continuación les soplará al oído con ciertos opus nuevos, aunque no se ilusionen que no serán versos de amor, más mejor dicho estrofillas de resistencia. Imaginemos que a Mark David Chapman le salió el tiro por la culata y le quedó la jeta desmadejada, pedazo de loco mierdoso, que ni cruzar de vuelta al Central Park pudo. Imaginemos que nunca existió la caverna de Liverpool. Imaginemos que John prestó atención a los consejos de su tía, obsesionada con la poca fortuna de aquella guitarrita. Imaginemos que la japonesa nunca existió. Imaginemos entonces que, hijo de desocupado, John tuvo la peregrina idea de emigrar a la Argentina y se instaló en Villa Lugano, por mencionar un barrio cualquiera de nuestra misteriosa Buenos Aires, tan embadurnada hoy de caca cambiemita. Aunque pensándolo mejor, también pudo haberse afincado en Usuahia o en San Miguel de Tucumán, por ejemplo. Y allí se hizo viejo el viejo Lennon, no sin antes haberse casado con Lucy O’Conell, otra inglesita acriollada que, con el paso de los años aporteñados, por todos fue conocida como doña Lucy. Ella era muy buena en la cocina y famosa por sus tartas de malvaviscos. Viajaba en taxis de papel de diario y todos los días regaba su árbol de mandarinas. Una tarde, doña Lucy se cruzó hasta la verdulería de la esquina para comprar un kilo de tomates. Con el tiempo, el viejo John se había hecho adicto a las milanesas con ensalada roja como los labios de ella en esas noches ¡Uy si me acordaré! – ¿Sabés viejo cuánto pagué por estos tomates?… ¡Setenta mangos! A él casi se le caen las medias del susto, pero como pese a los avatares de la existencia nunca había dejado la guitarra en el ropero, una vez más decidió componer una cancioncita para su mujer, cosa de ir contrarrestando la tristeza que suelen provocar los aumentos en el costo de la vida. Y así fue como el viejo John cantó picture yourself in a boat on a river, with tangerine trees and marmalade skies. Somebody calls you, you answer quite slowly, a girl with caleidoscope eyes. Cellophane flowers of yellow and green,  towering over your head. Look for the girl with the sun in her eyes, and she’s gone. Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds, Lucy in the sky with diamonds….- ¿Pero te parece John qué estamos en edad de hacernos los psicodélicos…? – Psico…pero no délicos son ellos, los que hacen que un kilo de tomates cueste casi lo que una mueca de diamante, más todavía que esta bolsa con el noble producto de la tierra americana al que tan bien supieron cantarle Tirso de Molina y Marcela de San Félix, la hija de Lope de Vega. La ensalada nuestra de esta noche no será de tomates sino de diamantes, mi amada Lucy. Y en perfecta lengua runflera de tablones, el viejo Lennon recitó ¡Oh anascote, oh caifascote, oh basquiña de picote, oh ensaladas de tomates, de coloradas mejillas, dulces a un tiempo y picantes… (Tirso de Molina en “Amor médico”); y alguna cosa fiambre quisiera, y una ensalada de tomates y pepinos… (Marcela de San Félix en “La muerte del apetito”). ¡Qué pepinos ni qué carajos! Quienes consideramos que los temas gastronómicos no empiezan en la cocina ni en los restaurantes de moda, ni mucho menos en las recetas paquetísimas, sino a la hora de hacer las compras, somos los mismos quienes prestos sostenemos que lo culinario debe ser para todos y no para unos pocos de galera, bastón y tarjetas de crédito indestructibles. Unos tomates rojos asados en el horno, con una pintada de aceite de oliva y orégano fresco, o crudos en rodajas salpimentadas con cominos suaves y pimentones dulces, o triturados para darle destino de salsa, para calamares adobados, pizzas o gnocci, no importa, unos tomates así, decíamos, a ese puto precio, como llegaron a pagarse en la Santa María de los Buenos Aires en las últimas semanas, parecen darle la razón a nuestro John Lennon imaginario, Imagine other people, el inventor de la ensalada de diamantes. Pero qué culpa tiene el tomate, que crece tranquilo en la mata. En su larga historia americana se lo conoció como tomatl, y en noviembre de 1519 Bernal Díaz del Castillo, el soldado escriba de Hernán Cortés, lo describió como la bermeja baya que hacía las delicias de Moctezuma. Luego pasó a Europa y los italianos no sólo engrandecieron al Renacimiento sino que también fueron adivinos: solamente imaginando lo que sucedería con su precio en la aldea de Carlos Gardel, varios siglos después, es que pudieron llamarlo pomodoro, que es algo así como papa de oro. Dicen que los precios del tomate y de otros productos de la huerta sufren avatares como los de la estacionalidad, por ejemplo, y es cierto. Pero no acusen de exagerados a quienes afirmamos que también hay algo más. ¿Se imaginan los precios del tomate el día que la madre tierra deje de producir alimentos para convertirse en destilería de petróleo vegetal, por ejemplo, o como ya sucede con ese verso de Argentina que hace morfi para cuatrocientos millones de personas, cuando de verdad lo hace, pero de soja para los chanchos chinos? Usted, doña Lucy, que ya está en el cielo con una ensalada diamantes, prepárese, si es que no nos espabilamos y estos turros siguen aquí, en el sufrido mundo, sin que los pobres y atorrantes, los saquemos a patadas en culo, con pasaje de ida al planeta Marte, y que allí se jodan los marcianos, pues no jodan a los Pejerreyes con eso del amor universal. ¡Salud!

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