El fin de la Historia, la desaparición del sujeto social en los discursos, la concepción de lo colectivo como suma de individualidades, la política como cuestión de profesionales, el mero voluntarismo como acción política forman un coctel que desde hace más de tres décadas opera como obstáculo para el cambio social.

Hoy estamos asistiendo a un tiempo en el que, la supuesta realidad del presente se eterniza en sí misma, prescindiendo de todas las determinaciones que fueron la base para llegar hasta este sitio. Dejando de lado el pasado, el futuro se torna sumamente lábil.  Ambos entrarían así en una realidad cercana al mito. No es por cierto que la historia haya desaparecido, sino que los grandes aparatos de construcción de subjetividad, se propusieron desde hace al menos tres décadas, establecer al fin de la historia como percepción dominante. La historia no acabó, pero se vive como si ello hubiera sucedido.

De esta forma, el universo de comprensión de la realidad -que siempre les sirvió a los activistas y militantes para orientar su práctica-, cayó en saco roto. Nadie podía pensar hasta hace unas décadas atrás, la acción política –siempre que se trate ella de una actividad transformadora- prescindiendo de caracterizar al sujeto social, a saber la fuerza que impulsa los cambios. Se podrá señalar que tanto en determinadas organizaciones de izquierda al igual que en el ámbito académico se sigue hablando de ello. El problema es que esas elaboraciones no llegan a los movimientos sociales o sindicales, quedando relegados estos, a la demanda de reivindicaciones estrictamente corporativas.

Se intentará en lo que sigue no entrar en pesadas abstracciones y mostrar algunos elementos que sean comprensibles para aquellos que lean con intenciones de encontrar una cierta guía para la acción. Nos interesa principalmente señalar que, prescindir del sujeto social, en la práctica política implica caer en el voluntarismo propio de las democracias liberales, en las que más que la acción de los sectores populares, interesa más  la supuesta buena voluntad de los que hacen política en los marcos restringidos del actual sistema de representación.

No se trata por cierto de desechar las acciones electorales ni la gestión de espacios institucionales, sino ver de qué manera el mismo régimen político va subordinado ciertas voluntades para quitarles cualquier margen de ruptura. En las actuales democracias no existe ningún lugar para un sujeto social a menos que se lo considere  como un mero elector pasivo.

Resulta complicado definir al sujeto social en una sociedad que se concibe a sí misma como la extensa suma de individualidades en las que cualquier diferencia más que remitir a una estructura, se concibe como algo maleable por las voluntades y los méritos que se hagan para vivir mejor.  Si bien hay quienes saben lo dicho y hablan de voluntades colectivas, en los hechos todos vivimos inmersos en aceptar que es el destino individual quien decide sobre nuestras vidas, enfrascadas en una frenética competencia entre pares.

En la sociedad existen diversos actores que nunca son individuales. Son conjuntos de individuos que viven en determinadas condiciones objetivas de las cuales se forma parte sin haberlo elegido. Aunque hoy se intente mostrar lo contrario -a partir de la promoción de la meritocracia-  es casi imposible salir de ahí. Sería casi como el intento individual de algún integrante de una determinada  especie animal por intentar vivir bajo condiciones ambientales o climatológicas adversas a su genética.

El sujeto social vendría a ser el actor o el conjunto de actores que no sólo ocupan un lugar estratégico en la formación social sino que a la vez su sujeción o disconformidad producen alteraciones significativas del estatus colectivo. Si bien algunos pretendan señalar que hablar de sujeto social es propio del marxismo, su caracterización como veremos formó parte de diversos menúes políticos.

Cuando Karl Marx definía a la clase obrera como el sujeto de la historia, partía de dos características diferentes pero a la vez simultáneas. Uno era el lugar en la producción y otro su capacidad operativa. Cuando esa clase tomaba la rienda de la revuelta social daba toda la sensación de que el sistema político tambaleaba y podía ser suplido. El proletariado contaba con herramientas propias de su lugar en la economía que podía hacer vislumbrar una sociedad mucho más avanzada sólo con poner en marcha un proyecto que debía prescindir de los capitalistas como tal, en tanto ellos mismos eran el principal obstáculo para el desarrollo.

En la Argentina cuando surgió el peronismo, la clase obrera fue su principal sostenedor y para su líder, esa parte de la sociedad iría a ser la columna vertebral del movimiento. Su cabeza era el reducido grupo de militares que desde la centralidad del Estado armonizaba una supuesta comunidad organizada. El sujeto social en las sociedades más complejas nunca es un sólo actor, sino un abanico de ellos que en conjunto pueden mover y transformar las estructuras sociales. Lo plural invita a que su sostenimiento sea realizado por la hegemonía de uno de ellos.

La hegemonía es un término bastante utilizado pero poco comprendido. No es solamente la conducción sino principalmente el hacer parte a las demás partes de una resolución de sus problemas a partir de un determinado punto de vista que es el de quien hegemoniza. Cuando Lenin en la revolución de Octubre planteaba la unidad obrero campesina, nunca dijo que los campesinos debían subordinarse a los obreros sino aceptar en la unidad el punto de vista de estos últimos. Por ese motivo no se les impedía contar con la propiedad de la tierra y esta última llegaría a ser socializada en un largo proceso de transformación de las estructuras sociales. De hecho hasta ese momento los campesinos aceptaban la hegemonía de  sus antiguos amos. En la Argentina de hoy, los sectores agropecuarios en general están hegemonizados por la fracción más concentrada de la especulación financiera.

En las últimas décadas a partir del proceso de reconversión del capital, propio del neoliberalismo, se viene asistiendo a nivel planetario a lo que los más entusiastas pensadores de las derechas denominan el fin del proletariado. Es un ciclo en el que el sujeto del que hablara Marx, fue perdiendo densidad por la paulatina destrucción de trabajo. En el plano de las conformaciones urbanas no es lo mismo un cinturón urbano en el que crecen asentamientos de desplazados que los viejos cordones industriales en donde germinaban formas insurreccionales.

Sin dudas que la relación capital trabajo no se ha acabado, sino que la acumulación histórica de plusvalor que efectuaban los capitalistas sobre los obreros, hoy no es la única fuente de ganancias con la que cuentan los más poderosos magnates planetarios. La especulación financiera, las economías sumergidas e incluso la delincuencia económica forman parte del diverso menú que el marxista británico David Harvey denomina acumulación por desposesión.

Caída por el momento la posibilidad proletaria para dirigir un proceso de transformaciones sociales, sorprende que algunos autores posmarxistas como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe hayan intentado enmarcar dentro de la teoría la posibilidad de una cierta hegemonía sin proletariado. Vale señalar que durante el segundo cuarto del pasado siglo, en China, Mao Tse Tung ideó ante la ausencia significativa de obreros, una estrategia de poder en el que los grandes protagonistas fueron los mayoritarios campesinos. Sin embargo para Mao el proceso se realizaba bajo la hegemonía de la clase obrera, a saber, el campesinado lo hacía de acuerdo al punto de vista proletario. El problema actual es saber qué sectores populares hoy son capaces de poner en marcha un verdadero proceso de cambio social. En una próxima nota se intentará dar vueltas sobre este asunto.

De todas maneras hay que convenir que para las actuales derechas, aunque no lo digan, existe un sujeto que vive cobijado, apuntalado y extremadamente protegido por el principal reglamento social imperante. La defensa de la gran propiedad privada y su libertad para realizar cualquier maniobra impune para acrecentar su poder, hoy se despliega pornográficamente en cualquier marco institucional. Es así, el principal obstáculo que tienen los gobiernos populistas o socialdemócratas para torcer los modelos económicos instalados hace ya varias décadas.

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