Hasta hace poco el rechazo al sistema, la protesta en las calles y el cuestionamiento del poder eran monopolio de la izquierda. Pero desde hace un tiempo, sea contra la cuarentena, la inmigración y las vacunas, la derecha es la que se enfrenta al poder. Una tendencia en germen en la Argentina, pero que se afianza cada vez más,

Es la historia de un pobre diablo, alguien que podría caer en el horrible término white trash [basura blanca] que los estadounidenses encontraron para definir a los blancos pobres y socialmente despreciables. Arthur Fleck es un payaso  de baja estofa que tiene una enfermedad que lo hace reír de manera descontrolada, con diferentes tonos, como si se burlara todo el tiempo de sus interlocutores.  Paradójicamente, su intento de hacer reír a otros como comediante es un fracaso; los otros no se ríen de su risa.  El rechazo social, el bullying, la marginación y una sucesión de acontecimientos lo conducen por el sendero de la locura y, al fin, del crimen.  En  Joker, la película de  Todd  Phillips, el  Guasón no es ya el archienemigo de  Batman, sino el líder inesperado en una rebelión de los marginados de  Ciudad Gótica contra los ricos y poderosos, una rebelión que no se sabe si ocurrió en la realidad o solo se fraguó en la mente oscura del  Guasón.  Pero esta película, que fue una de las revelaciones de 2019, con más de mil millones de dólares de recaudación, no solo presenta una línea de tensión entre lo real y lo imaginario.  También habilitó, en un sentido amplio, dos lecturas polares: ¿se trata de una crítica progresista al capitalismo y sus iniquidades o, más bien, de una reacción típica de los hombres blancos pobres enojados que terminan apoyando a la extrema derecha y por eso su mensaje debería ser rechazado?

Desde la izquierda, muchos leyeron la película como una crítica contra los multimillonarios y las políticas de austeridad

El cineasta y escritor M ichael  Moore dijo que  “el mayor peligro para la sociedad puede ser que no vayas a ver esta película”, en referencia a las críticas l iberal- progresistas de que el filme era una suerte de apología de la violencia. “La historia que cuenta y los problemas que plantea son tan profundos, tan necesarios, que si apartas la mirada del ingenio de esta obra de arte perderás el regalo del espejo que nos ofrece.  Sí, en ese espejo hay un payaso perturbado, pero no está solo, nosotros estamos ahí a su lado”.  En un diálogo crítico con  Moore, el cinéfilo  Slavoj  Žižek (2019) sostuvo que “la elegancia de  Joker reside en cómo el paso de un impulso autodestructivo a un ‘nuevo deseo’ de un proyecto político emancipador está ausente del argumento de la película: nosotros, los espectadores, estamos invitados a llenar esta ausencia”.

En ambas lecturas está implícito un “nosotros” que cuestiona al sistema “por izquierda”.  Pero a propósito de la película hubo otro “nosotros” posible: el que tratan de construir y movilizar las llamadas derechas alternativas, constelaciones de fronteras difusas, pero que se proponen capturar el inconformismo social en favor de distintas salidas políticas antiprogresistas.  Así, Joseph  Watson, que participa en las redes de medios de la  altright, describió la película como “uno de los momentos culturales más auténticos de los últimos diez años”, porque “todas las personas esperables la odian:  The Guardian,  Slate,  Wall  Street  Journal”. “¿Por qué el establishment le tenía tanto miedo a esta película?”.  Entre otras cosas, respondió,

porque la forma en que nos han lavado el cerebro para vivir y consumir crea un caldo de cultivo para la soledad, la desesperación y la enfermedad mental.  Porque se nos ha enseñado que la gente que piensa diferente es un peligro para la sociedad y que debe ser condenada al ostracismo, intimidada y censurada ( Watson, 2019).

En esta perspectiva, el “nosotros” son los hombres (blancos) enojados, los jóvenes incel (célibes involuntarios, por su acrónimo en inglés) o los “machos beta”.  El FBI iba más bien por esta lectura nihilista.  En el momento del estreno se preparó no para un levantamiento revolucionario, sino para alguna acción violenta, para algo similar a la masacre que en 2012, en el estreno de El caballero oscuro: la leyenda renace, concluyó con doce personas muertas y más de cincuenta heridas en un cine de  Colorado.

No nos interesa acá discutir cuál es la lectura “correcta” de la película ni menos aún caer en el cliché de que los extremos se juntan.  Sin embargo, el ejemplo es ideal para acercarnos a la idea central de este libro: hay argumentos para una y otra interpretación.  Si toda obra de arte es abierta y polisémica, Joker es la expresión de la dificultad radical con la que nos enfrentamos hoy para dar cuenta de la orientación política y cultural de la rebeldía.

En las últimas décadas, en la medida en que se volvió defensiva y se abroqueló en la normatividad de lo políticamente correcto, la izquierda, sobre todo en su versión “progresista”, fue quedando dislocada en gran medida de la imagen histórica de la rebeldía, la desobediencia y la transgresión que expresaba. Parte del terreno perdido en su capacidad de capitalizar la indignación social fue ganándolo la derecha, que se muestra eficaz en un grado creciente para cuestionar el “sistema” (más allá, como veremos, de lo que esto signifique).  En otras palabras, estamos ante derechas que le disputan a la izquierda la capacidad de indignarse frente a la realidad y de proponer vías para transformarla.

En rigor, no se trata de un fenómeno por completo nuevo.  Un clima semejante se vivió en las décadas de 1920 y 1930 mientras el mundo se enfrentaba a la “decadencia de Occidente” y, sobre todo, a la crisis de la democracia liberal.  El historiador Zeev  Sternhell interpretó el fascismo no como una simple y pura contrarrevolución, sino como una suerte de revolución alternativa a la que promovía el marxismo. No se jugaba entonces una batalla entre el futuro y el pasado, aunque el fascismo movilizara imágenes del pasado en una clave retroutópica; se trataba de una disputa por la capacidad de construir futuros posibles y deseables.

Después de la Segunda Guerra Mundial, al menos en el mundo occidental, la democracia liberal ocupó el centro del tablero y fue expandiéndose como el único sistema aceptable, y eso se profundizó tras la caída del Muro de  Berlín en 1989 y el famoso “fin de la historia”, tesis del libro tan citado como poco leído de  Francis  Fukuyama. ¿Estamos volviendo a una situación en la cual la democracia liberal es “tironeada” por la izquierda y la derecha? Solo muy parcialmente: en verdad, las izquierdas “antisistémicas” abrazaron la democracia representativa y el Estado de bienestar o bien se transformaron en grupos pequeños y sin incidencia efectiva; mientras tanto, son las denominadas “derechas alternativas” las que vienen jugando la carta radical y proponiendo “patear el tablero” con discursos contra las élites, el establishment político y el sistema.

Y mientras escribíamos sobre todas estas cosas, llegó el coronavirus, un “cisne negro” que alimentó diversos tipos de teorías de la conspiración alrededor del globo y dio lugar a diversas protestas contra los confinamientos y las medidas de aislamiento social, e incluso contra las vacunas.

Benjamin  Teitelbaum escribió en la revista  The  Nation:

Se nos dice que el liberalismo ganó las batallas del siglo XX.  La democracia, el individualismo, la libre circulación de personas, bienes y dinero parecía la mejor forma de sostener la seguridad, la estabilidad y la riqueza.  Pero ¿qué pasa con el mundo en el que hemos entrado, un mundo donde la producción doméstica y el aislamiento social son virtudes? ¿Qué ideología está preparada para beneficiarse de esto?

Es pronto para saberlo.  Es verdad que existen movimientos sociales progresistas – ambientalistas, feministas, antirracistas– que promueven visiones más o menos prefigurativas del futuro y de cuya potencia es difícil dudar en estos días.  Sin embargo, sin negar el impacto transformador de estos movimientos, no deja de ser cierta, en parte, la provocación de  Žižek de que “todos somos fukuyamistas”.  El británico  Mark  Fisher lo expuso de manera aún más radical en su libro de ensayos  Realismo capitalista. Allí escribió que el problema actual de las izquierdas no reside solo en su dificultad para llevar adelante proyectos transformadores, sino en su incapacidad para imaginarlos).

En la década de 1990, “el discurso vacío de los políticos del baby boom” y los ecos de la “tercera vía” terminaron de diluir cualquier épica socialdemócrata. De hecho, parte del uso  impreciso y descafeinado del término “progresismo” tiene que ver con esas crisis de las izquierdas reformistas.

Hoy hay excepciones estimulantes: en los  Estados Unidos,  Bernie Sanders hizo dos campañas electorales con un programa en defensa de las clases trabajadoras y consiguió movilizar a grandes masas de jóvenes bajo el estandarte del socialismo democrático en un país tradicionalmente hostil al igualitarismo social; la desigualdad se volvió best seller en la pluma del economista francés  Thomas P iketty, y muchos activistas buscan articular las luchas por la defensa del planeta con los combates por la justicia social (articular los problemas del “fin de mes” con los del “fin del mundo”).  Pero si la historia “volvió”, fue en mayor medida gracias a los movimientos terroristas, identitarios, de extrema derecha, etc., cuyos proyectos el historiador Enzo  Traverso considera “sucedáneos de utopías”, que a una izquierda que se quedó sin imágenes de futuro para ofrecer, en parte porque el propio futuro está en crisis, excepto cuando se lo piensa como distopía.

Todo lo sólido…

La filósofa española Marina  Garcés habla de una “parálisis de la imaginación” que provoca que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”.  En ese marco, sostiene, hoy se imponen las “retroutopías, por un lado, y el catastrofismo, por otro”.  Por eso, el presente se ha transformado en “una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente” y el futuro se percibe cada vez más “como una amenaza” Ya Déborah  Danowski y  Eduardo Viveiros de  Castro, en ¿ Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, habían escrito sobre la enorme distancia que hoy existe entre conocimiento científico e impotencia política.  La capacidad “científica” de imaginar el fin del mundo supera, por lejos, la capacidad “política” de imaginar un sistema alternativo .

En una entrevista, el sociólogo de la religión  Olivier  Roy se refiere a un verdadero “cambio antropológico” en curso:

Por un lado, existen diferentes movimientos, que van del veganismo a la deep ecology o “ecología profunda”,2 pasando por la etología, que cuestionan la frontera entre seres humanos y animales sobre la cual se basó toda la antropología occidental; y por el otro, existe el desarrollo de la inteligencia artificial.

Por eso se pregunta por el lugar del ser humano: “Y nosotros ¿dónde estamos? Y a que los dos ‘extremos’ se basan en formas de determinismo (biológico o estadístico) que ignoran completamente el sentido y los valores en beneficio de una extensión de la normatividad” ( Lemonnier, 2020).

Por su parte, Garcés sostiene que el mundo contemporáneo es “radicalmente antiilustrado” y la educación, el saber y la ciencia se hunden también en un desprestigio del que solo pueden salir si se muestran capaces de ofrecer soluciones concretas a la sociedad: laborales, técnicas y económicas (¿una respuesta al  covid-1 9, por ejemplo?). “El solucionismo es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos mejores, como personas y como sociedad”.

El futuro viene provocando más angustia que resistencia y las imágenes catastróficas colonizaron las viejas utopías antropocéntricas, con sus ideologías que prometían progreso, un milenio sociotécnico y una humanidad a salvo de la naturaleza. Por eso, dice  Garcés, “nuestro tiempo es el tiempo del todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y la revoluciones”.  Pero también, el mundo que viene.

hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento.  Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad.  En definitiva, nuestro tiempo es aquel en el que todo se acaba, incluso el tiempo mismo.

 

Es claro que proyectos modernos como el socialismo (y el liberalismo) estaban intrínsecamente asociados al optimismo sobre el futuro y a una relación fuerte entre saber y emancipación. Si el futuro se clausura y el saber se disocia de la acción transformadora, la oferta discursiva de la izquierda, sea revolucionaria o reformista, pierde su atractivo.  El optimismo de antaño no era necesariamente ingenuo, era en general un optimismo condicionado, una posibilidad, como en la famosa consigna “socialismo o barbarie”, de Rosa  Luxemburgo: la barbarie era una alternativa muy real, pero la revolución podía evitarla y en esa actividad revolucionaria por evitar la barbarie residía el “optimismo de la voluntad”.  Sin ese horizonte de posibilidad de cambio social, las cosas cambian.  Como escribió el neorreaccionario Nick  Land, la izquierda se encuentra con frecuencia encerrada en una lucha por defender al capitalismo tal como es frente al capitalismo tal como amenaza con convertirse.  Para Garcés estamos ante un analfabetismo de nuevo tipo: un analfabetismo ilustrado en el que lo sabemos todo y no podemos nada (aunque quizás la pandemia relativice en algo lo primero).

Eso lo vemos en experiencias políticas muy concretas, en las dificultades de los partidos ubicados a la izquierda de la socialdemocracia, Podemos) para impulsar cambios cuando llegan al poder, incluso cambios reformistas en su sentido más tradicional.  Lo mismo vale para los límites que encontramos en los “socialistas del siglo XXI” latinoamericanos que, incluso con un fuerte control de las instituciones, siempre se quejaban de no tener “el poder”).  Pero, de manera más general, podemos identificar este problema en los declinantes márgenes de maniobra de los Estados.  Aunque “vuelva” el Estado y trate de hacer un poco de “keynesianismo” – de hecho se activó una suerte de ilusión keynesiana en 2020– son claros los límites de sus acciones frente a las dinámicas de la innovación tecnológica y la globalización de la economía y las finanzas   En espejo, observamos un extenso debate sobre la “muerte de la democracia” y sobre el hecho de que sean precisamente partidos populistas de derecha los que muchas veces atraen a los abstencionistas en contextos de fuertes declives en la participación electoral, en especial en los países donde el voto no es obligatorio.  A menudo, la centroizquierda y la centroderecha terminaron construyendo consensos que ahogan un verdadero debate sobre las alternativas en juego.

formismo, ni mucho menos.  Hoy la gente está enojada.  En los cinco continentes asistimos a protestas de diversa naturaleza.  Pero, al mismo tiempo, podemos ver una disputa por la indignación y diferentes derivas del enfrentamiento entre “la gente” y las élites. En Francia, la emergencia de los gilets jaunes [chalecos amarillos] generó polémicas similares a las de Joker: la acción de esa Francia profunda, indignada, que demanda reconocimiento social, puede beneficiar a diferentes fuerzas políticas y ser instrumentalizada de maneras muy diversas desde el punto de vista ideológico.  Y esto no es solo propio de Francia.  En los Estados Unidos, Donald  Trump podía llamar amigablemente a los votantes de  Bernie Sanders a que, ya con el veterano senador fuera de la carrera a la  Casa  Blanca, lo votasen a él, para castigar a las cúpulas elitistas y corruptas del Partido  Demócrata.  Que lo consiguiera o no es otro cantar.  En Europa,  Alternativa para  Alemania (A fD), un partido de derecha xenófobo, puede disputar votos, sobre todo en el  Este, con  La Izquierda, una fuerza ubicada en el extremo opuesto del arco político.

Esta “confusión bajo el cielo”, como diría Mao  Zedong, hizo que el progresismo se volviera más y más defensor del statu quo.  Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y más sensato parece ser defender lo que hay: las instituciones que tenemos, el Estado de bienestar que pudimos conseguir, la democracia (aunque esté desnaturalizada por el poder del dinero y por la desigualdad) y el multilateralismo. Si “cambio” significa el riesgo de que nos gobierne un  Trump, una  Marine  Le  Pen, un  Viktor  Orbán, un  Bolsonaro o un  Boris  Johnson, parece una respuesta razonable.  Si cuando el pueblo vota gana el Brexit, o triunfa el “No” a los acuerdos de paz  en  Colombia, ¿no será mejor que no haya referendos?  Si los cambios tecnológicos nos “uberizan”, ¿no será mejor defender los actuales sistemas de trabajo y añorar el mundo fabril?  Y así podríamos seguir.  Pero precisamente en esta razonabilidad reside también el riesgo de caer en el conservadurismo y renunciar a disputar el sentido del mundo que viene.

Hace poco, Alejandro G alliano publicó un librocuyo título plantea en formato de pregunta una tesis fuerte: ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?  Este nosotros, otra vez, hacía referencia a la izquierda en un sentido amplio. “El error – dice– fue dejar de soñar nosotros, regalarle el futuro a un puñado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios”.  Y añade:

El realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos movilizados.

Podríamos parafrasear ese título y preguntarnos “¿ Por qué la derecha puede ser audaz y nosotros no?”. Se puede desechar rápidamente esta pregunta y decir que la audacia de la extrema derecha se sustenta, sobre todo, en su demagogia, en su irresponsabilidad, en que puede decir “cualquier cosa”, sin necesidad de sostener sus propuestas en datos ciertos, y en su falta de pruritos morales para mentir sin escrúpulos.  En que puede echarle la culpa a los migrantes o inventarse teorías de la conspiración absurdas.  Al menos eso diría un socialdemócrata alemán o noruego, y no es falso. Pero también es verdad que el progresismo se quedó cómodo dando su batalla en “la cultura”, en sus zonas de confort morales y en su adaptación a un capitalismo más hipster, además de sentirse agobiado, a menudo, por cierto “peso de la responsabilidad” que lo obliga a dar cuenta de lo complejo que es todo mientras pierde gran parte de su mística política.  Esto no significa, de ningún modo, que las izquierdas no puedan seguir ganando elecciones; significa que pueden muy poco cuando las ganan.

Quizás sea el momento de prestar más atención a las derechas, de analizar algunas de sus transformaciones y de indagar en el “discreto encanto” que, en sus diferentes declinaciones, pueden ejercer sobre las nuevas generaciones. Hay, en general, cierta pretensión de superioridad moral del progresismo que le juega en contra en el momento de discutir con las derechas emergentes; por una simple razón: porque la izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la “alternativa”, lee y discute con la izquierda.  Muchos, en las derechas alternativas, insisten en que la rebeldía juvenil está de su lado. Podemos responder con una media sonrisa despectiva, reafirmarnos en nuestra convicción de que la rebeldía siempre será nuestra, mencionar diferentes rebeliones progresistas o, y ese es el objetivo de este libro, aceptar la provocación e ir a ver en qué consiste esa rebeldía, qué es lo que quieren y por qué hay gente que los sigue.  Incluso un paso más: tomar en serio sus ideas aunque nos parezcan moralmente despreciables o ridículas. E s cierto que leer a racistas, desigualitarios y misóginos requiere cierto estoicismo, pero puede dar sus frutos. Muchas de estas derechas se difunden como subculturas online y se autorrepresentan como cristianos que viven, y hacen su culto, en las cavernas debido al acoso que sufrirían al expresar sus ideas en un mundo controlado por la “policía del pensamiento” progresista presente en los medios, las escuelas y las universidades, pasando por las organizaciones multilaterales o la mayor parte de los gobiernos.  Muchos de sus seguidores creen haber tomado la red pill (la píldora roja de Matrix) que les garantiza seguir siendo libres en medio de una dictadura de lo “políticamente correcto” donde ya no se puede decir nada sin ser enseguida condenado a la hoguera.  En cualquier caso, leer a un montón de gente que dice que “el mundo es de izquierda” no deja de ser un ejercicio intelectual y político interesante. Es un poco como ver la Tierra desde el espacio.  Ver el planeta progre desde la constelación de las derechas insurgentes.

Sin garantías

¿Y por qué hacerlo desde la  Argentina?  Es posible argumentar que muchos de los fenómenos descriptos en este libro pueden parecer distantes y lejanos. Pero no es difícil relativizar esta percepción.  Es cierto que en nuestro país la extrema derecha es débil, y que el “giro a la derecha” encarnado por el triunfo de Cambiemos estaba más cerca, desde el punto de vista ideológico, de Hillary Clinton que de Donald  Trump o de  Steve  Bannon.  No es menos cierto que hubo varias expulsiones y rupturas “por derecha” en las filas macristas.  Darío  Lopérfido,  Juan  José  Gómez  Centurión y  Cynthia  Hotton fueron algunas de ellas, y hoy forman parte de los referentes de las derechas “sin complejos”, involucrados en la campaña celeste contra la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo o en las lecturas revisionistas de los años setenta.  El macrismo siempre se negó a inscribirse en una tradición política e intelectual e hizo de la pospolítica su identidad. Incluso se mostró permeable a varias dimensiones de la cultura progresista. Por ejemplo, el  Teatro  Nacional  Cervantes coorganizó el evento “Marx nace”, que conmemoró en 2018 los doscientos años del nacimiento del pensador y revolucionario alemán, así como el megaevento sobre feminismos el año siguiente; el  Canal de la  Ciudad tiene una programación culturalmente progresista y el gobierno de Mauricio  Macri, aunque se opuso en su mayoría a la legalización, promovió el debate sobre el aborto.  En el plano de las costumbres, gran parte del macrismo se mostró más cerca de las tendencias new age de autonomía personal y religiosa que de un catolicismo de viejo cuño.  Recién muy tarde, cuando tras las PASO  Juntos por el  Cambio se vio condenado a la derrota, el gobierno hizo un desplazamiento a la derecha, sobre todo en la cuestión de la seguridad (con la paradoja de que uno de los artífices de ese giro fue el peronista  Miguel  Ángel Pichetto). Entretanto, la derecha dura no dejó de acusar al macrismo de keynesiano y de “populista con buenos modales”, y algunos llegaron al extremo de hablar de un “socialismo amarillo”.  El macrismo aparecía en 2015 como la opción política “moderna” que iba a dejar atrás la imagen de una Cristina  Kirchner soberbia y monárquica, flanqueada por   Julio de Vido,  Guillermo  Moreno y  Hebe de  Bonafini.  Esto es: no renegaba del progresismo, incluso prometía encarnarlo sin las rémoras populistas del pasado, en una clave antiperonista y sin los “excesos” populistas de nuestro keynesianismo periférico que en el presente representaría el kirchnerismo, como el aumento incontrolado del gasto público, la corrupción asociada a la burguesía advenediza y la cooptación de parte de los movimientos sociales y de derechos humanos.ç

No obstante, eso no quita que Cambiemos contenga una derecha “de verdad” en su seno, ni puede opacar que su triunfo fuera la expresión de un movimiento social más amplio que expresaba una suerte de “derecha existencial” sin representación política concreta.  Micaela Cuesta y  Ezequiel Ipar hablan metafóricamente de la emergencia de un “ Tea Party argentino”, en referencia al movimiento de base estadounidense que jalonó el terreno  político- cultural para el desembarco de  Trump en la  Casa Blanca.  Esta analogía tiene serios problemas comparativos.  Sin embargo, no resulta difícil observar que algunos de los cacerolazos, el movimiento celeste, la defensa de la “doctrina  Chocobar”, la denuncia del “curro de los derechos humanos”, el cuestionamiento al número de desaparecidos y la narrativa sobre los “planeros” – que termina por colocar a los más pobres en el lugar de “privilegiados”– articularon el rechazo al kirchnerismo con un lenguaje desigualitario y antiplebeyo. Por ahora, los “anticuerpos” del Nunca  Más vienen siendo efectivos para evitar una legitimación más amplia de estas visiones, y los intentos de transformar esta fuerza social más o menos difusa en un partido de derecha han fracasado (pero este fracaso no solo tiene que ver con razones de tipo ideológico: también se vincula con la forma en que funciona el territorializado campo político argentino, que dificulta la expansión de las nuevas fuerzas, y con el hecho de que  Cambiemos aparecía como la única posibilidad de contener la amenaza populista).

Dicho esto, hoy tenemos “libertarios” argentinos, con  Javier  Milei como su mascarón de proa. Este economista excéntrico, junto con diversos influencers antiideología de género, como Agustín  Laje, fueron dando forma a una subcultura de derecha con atractivo entre posadolescentes ávidos de escuchar “otras campanas”.  Y no debemos olvidar la participación electoral, en 2019, de Gómez  Centurión y José  Luis Espert, quienes, pese a sus malos resultados – producto en parte de la polarización y de sus propias divisiones y torpezas políticas– intervinieron en los debates presidenciales y muchas de sus ideas son más extendidas de lo que su cosecha electoral indicaría. ¿Quién podría asegurar que se trata de formaciones marginales, sin futuro alguno en los siguientes años?

La historia no funciona como garantía. Hasta hace poco,  España era considerada una excepción en Europa porque se suponía que la extrema derecha estaba “contenida” en el  Partido  Popular y que el recuerdo de la dictadura franquista funcionaba como un freno adicional a esas tendencias ya extendidas en el resto de  Europa.  Un “Nunca Más” español.  Sin embargo, la reciente emergencia de Vox acabó con esa excepción y sumó una fuerza virulentamente reaccionaria a la arena política ibérica. En  Alemania, la emergencia de una fuerza populista de derecha, con un ala dura que coquetea con el pasado nacionalsocialista, provocó una verdadera conmoción en una nación que pensaba que la historia “nunca volvería”.  No obstante, la presencia de Alternativa para  Alemania ( AfD) en el  Parlamento, con más de noventa diputados, erosiona de a poco los cordones sanitarios y republicanos, y su discurso se percibe como menos “anormal”.  Más cerca de nuestras fronteras, pocos habrían imaginado, hace algunos años, que llegaría al Planalto un candidato con un discurso anticomunista propio de la década de 1930, violentas diatribas contra la “ideología de género” y una exaltación de las armas y de la violencia característica de la A sociación Nacional del  Rifle de  los  Estados  Unidos.  Pero Jair Messias  Bolsonaro está ahí. En síntesis: tengamos o no en la  Argentina una fuerza política de extrema derecha, no estamos ajenos a muchos de los climas de época básicamente porque nadie lo está.

 

Anticipo del libro ¿La rebeldía se volvió de derecha? , editado por Siglo XXI.