En una sociedad argentina mayoritariamente capturada por un sentido común impuesto desde el poder y conducida por una clase política domesticada por la dictadura, cualquier resistencia es violencia. De la única violencia de la que no se es la del hambre y la exclusión, la que duele todos los días.

El sentido común instalado – porque el sentido común es el menos común de los sentidos, se lo instala e impone desde arriba – condena todo tipo de violencia y, al hacerlo, siempre desde ese sentido común (perdón por la reiteración), también se la define: violencia es la delictiva y también la de cualquier protesta, porque se las equipara.

Esta reducción de la violencia en el sentido común es una de las grandes victorias simbólicas – pero encarnadas en la sociedad – de la última dictadura cívico-militar-eclesiástica. Victoria que se plasmó en una dirigencia política domesticada, políticamente correcta (vaya con las repeticiones en este texto), que no puede ni quiera sacar los pies de ese plato en aras de su propia supervivencia.

“Violencia son los salarios congelados”, acabo de leer en una pintada de una organización que lleva el mismo nombre del partido revolucionario en el que milité en la década de los ’70. Y es una buena pintada, porque pone al descubierto lo que no se dice (no quieren decir o, más, pretenden ocultar), o lo que engaña. Denuncia lo mismo que ese verso de Los Redondos: “Violencia es mentir”.

Porque la violencia está demonizada, lo cual – pongámosle – estaría bueno en un mundo de paz e igualdad, pero ese mundo no existe, y menos aún en la Argentina de hoy.

Hay una consigna luminosa de la década de los ’70 que hoy parece olvidada: “La violencia de arriba genera la violencia de abajo”.

De eso, claro, nadie habla: la violencia manifiesta – la que se ve a simple vista, la que puede conceptualizar el precario sentido común impuesto -, la de abajo, es condenable. Se trate de la cometida por un excluido que roba por desesperación, de la delincuencia que genera deliberadamente el propio sistema para mantener su discurso y sus prácticas de criminalización o, también y más, la de aquellos que cortan calles y protestan.

La otra violencia – no la provocada sino la estructura y provocadora – está forcluida del discurso dominante: no es violencia explotar, no es violencia saquear un país desde el poder, no es violencia el hambre ni tampoco la exclusión, no es violencia prometer y no cumplir, no es violencia – sino reacción a una “mala” violencia – reprimir a quien protesta de cualquier manera.

No, eso no es violencia, eso es parte de una democracia que funciona domesticada por el poder. La democracia de lo posible, la de los pies dentro del plato (que nunca hay que sacar de ahí, según la frase del viejo general aforista), la de una clase política capturada y rentada por un sistema cada vez más desigual para que le sea obediente y funcional a sus intereses, cada vez más mezquinos.

De alguna manera, lo que se está produciendo – y está institucionalizado al punto de ser parte del sentido común – es una refutación al revés de la teoría de los dos demonios.

Hoy el único demonio socialmente visible y condenable es aquel que se rebela, de cualquier manera, al orden violento que se nos ha impuesto y que la mayoría de la sociedad – víctima de la violencia del sentido común construido desde el poder – ni siquiera es capaz de ver.

Hace hoy exactamente cuarenta años, el 30 de marzo de 1982, el pueblo salió a la calle para protestar contra todas las violencias de la dictadura genocida.

Cuarenta años después, la calle calla.

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