El oficialismo sueña con un país sin que el ejercicio del poder, en cualquiera de sus manifestaciones, se vea afectado por los seres reales que viven en el mundo como pueden. De allí que quiera un poder judicial que considere individuos abstractos y tenga a la propiedad privada, ese tótem de Cambiemos, como su razón principal de existir.

En un video subido a Facebook por Facundo Morelli se ve un operativo policial en el que se detiene a un chico que está vendiendo medias por la calle. Los vecinos se oponen a que se lo lleven, pero los agentes no dan explicaciones, lo tiran al piso, lo esposan y lo cargan en un patrullero que no tiene chapa. Hubo muchos comentarios sobre la filmación. Uno de ellos defendía a la policía porque había detenido a alguien que estaba infringiendo la ley y decía que era tan robo el vender mercadería ilegal como haber ganado millones con negocios sucios.

La cuestión tiene su miga porque coloca a la ley en un espacio de abstracción. No importa si el chico no conseguía trabajo, ni el hecho de que nadie se quejara (incluso algunos le compraron) de que vendiera medias por la calle. No, la ley es clara y no da para detenerse en esos detalles que finalmente arman el tramado de la vida social. La mercadería ilegal lo condena, sin más. Esta idea está construida sobre varias ficciones, algunas que circulan por escrito, muchas veces repetidas como un mantra que no admite discusión.

La primera, todos somos iguales ante la ley por lo tanto la ley no distingue situaciones. Allí estamos en pie de igualdad ricos y pobres, analfabetos y universitarios, profesionales y obreros. Nos cabe a todos la misma sanción si cometemos el mismo delito.

La otra es que no se puede ignorar lo que dice la ley. Aunque el chico no supiera que es delito vender mercadería ilegal (de haberlo sabido seguramente no lo hubiera hecho a la luz del día), no puede alegar ignorancia. No saber no lo exculpa.

Esta es la parte abstracta del asunto. La ley no trata con personas y situaciones reales sino que se aplica a personas y situaciones que son universalizables, ideales, que no tienen por qué existir en la práctica y de hecho no existen. Somos juzgados por una ley pensada para gente que no existe. Pero cuando se ejerce el acto de  juzgar, tal vez porque no hay otra posibilidad, se aplica esa ley a personas reales que viven en el mundo real. Como el chico que vive en un mundo en el que se venden medias de fabricación ilegal y escasea el laburo.

La parte concreta es que la policía no detiene a toda persona que venda medias por la calle. La ley les permite a las fuerzas de seguridad ser discrecionales. Caés o no en cana de acuerdo a una especie de lotería. Los designios de la cana son insondables.

En el razonamiento del comentarista de Facebook, la realidad no existe y  la ley es esa abstracción que debe caer sobre ese mundo real que él ignora deliberadamente. Cambiemos funciona de la misma manera o por lo menos eso es lo que sostiene su discurso. Todo ocurre en un  mundo amparado por la   ley que lo rige y justifica. De hecho, Macri se defendió –y Carrió lo avaló con fervor en esto- por lo de los Panamá Papers afirmando que todas las operaciones habían sido perfectamente legales. Lo cual es totalmente cierto en un mundo en el cual la ley admite que existan paraísos fiscales. El macrismo convierte a la ley, a la que presenta como palabra neutra, apolítica y asocial, en un arma política.

Estos días han sido pródigos en ese tipo de manejos. Rodríguez Larreta declara que son los partidos políticos los que deben pagar por los destrozos de la Plaza Congreso. El Estado no tiene por qué ser responsable de los daños causados por individuos que infringen la ley que prohíbe arrojar piedras a las fuerzas de seguridad.

El gobierno inicia acciones legales contra once legisladores de la oposición por “entorpecer el accionar de la Gendarmería” e impedir el funcionamiento de la cámara de Diputados.

María Eugenia Vidal se baja de un auto rodeada de guardaespaldas e increpa a un grupo de trabajadores porque cortaban la ruta. Obsesión de Cambiemos la de la libertad de tránsito:  la utopía de un espacio nacional en el que se pueda circular sin interrupciones. Un país sin piquetes.

Todas estas acciones presuponen que no existe una violencia social que excede el marco de los partidos. Como todo sucedió durante una movilización llamada por fuerzas políticas son ellas las responsables de todo lo que ocurra, como si Myriam Bregman y Leopoldo Moreau hubieran instruido a sus fuerzas cómo quitar baldosas y la mejor manera de arrojarlas para que causaran el mayor daño posible.

Tampoco que hay trabajadores desesperados por la pérdida de sus empleos y  que no encuentran una forma de hacer conocer su situación que no sea cortar la ruta. Para Cambiemos –que ha vuelto a las estrategias brutales de despidos en el Estado de finales de 2015 y principios de 2016- todo se trata de un problema de la administración encargada de que los números cierren, sea como sea. Y los problemas administrativos no se solucionan en la calle sino en las oficinas administrativas. Cada cosa en su lugar.

Hasta aquí coinciden nuestro comentarista legalista (además de tantísima otra gente) y la utopía de Cambiemos. Que la ley se aplique sin considerar situaciones concretas (de allí ese odio a lo que se da en llamar, con mucha imprecisión y un agregado de mala leche,  garantismo), que el país sea un espacio de libre circulación, que las situaciones sociales no entorpezcan los deseos individuales y que los problemas ajenos no tienen por qué ser vividos como propios. Un caso flagrante de esta parte de la utopía se vio cuando se dio de baja a una buena cantidad de pensiones por discapacidad. No faltaron los comentarios al estilo: “no tengo por qué pagar yo si tu hijo tiene síndrome de  Down”.

Pero para que esa legalidad abstracta y discrecional funcione hay que generar ciertas condiciones. Laura Alonso increpa al juez Casanello por no imputar a Cristina. Suena a amenaza, por no hablar de intromisión en el poder judicial. Macri, según Clarín, quiere cargarse a unos cien jueces durante el 2018, en primer lugar, a Daniel Rafecas, quien no falló de acuerdo a las ideas –o a laas necesidades-  del oficialismo en el caso Nisman. Todo bajo la excusa de una mejor justicia, que es por un lado una justicia dócil y por el otro debe ser una que considere a la ley como una abstracción que mucho tiene que ver con el culto a la propiedad privada, principal pilar del ideario macrista.

Un doble uso de la ley, unirse al autoritarismo individualista de una parte importante de la sociedad por un lado. Por el otro, armar un tinglado jurídico que sea hermano de sangre de la ideología del neoliberalismo criollo de la segunda década del siglo XXI.

Así, la ley será perfecta y no tendrá problemas con el poder, funcionará como su adecuada rueda de auxilio. La vida está en otra parte.