Hace rato que el oficialismo renunció a la política para entregarse a los dueños del poder, los sectores concentrados y los especuladores de aquí y de allá. La frutilla del postre es el acuerdo con el FMI que implica dejar de lado, hasta en lo discursivo, todo intento a favor de la gente.

Al día siguiente de la primera intervención pública de Nicolás Dujovne, Lanata escribía: “Dujovne y Caputo dieron un discurso técnico que bien podría haber sido un conference call entre los grupos financieros. Macri, que debía haber dado un discurso político, no lo hizo.” Lo publicó, obviamente en Clarín, que a esta altura anda fastidiado con el presidente y trata de apuntalar a la gobernadora de Buenos Aires

Finalmente, Mauricio Macri dio un discurso enfatizando que lo que estaba diciendo era palabra de presidente. Hasta se hizo poner una bandera. Volvió a armar esos esquemas temporales que tanto le gustan. Endilgó responsabilidades para adentro (el pasado populista), hacia afuera (el presente del contexto económico internacional) y promovió una esperanza a futuro, el FMI y su presidenta.

Pero, ¿fue un discurso político?

Como siempre, como buen neoliberal de segunda generación, dijo que no había alternativas: es el modo en que la política acepta que el poder está en otra parte. Cambiemos se presenta como el equipo de CEOS de la real realidad. Lo demás, cualquier otra alternativa, es pura demagogia.  Hay algo de paradójico: para vender fatalidad usan el discurso de la felicidad.

Hasta ese momento, Macri venía hablando de batalla cultural. No queda muy claro de qué se trata, pero todo parece girar en torno a las tarifas de los servicios. Por lo tanto, puede suponerse que el cambio de paradigma esperado es que se pague sin protestar y sin pedir rebajas porque el Estado no está para bancar que usemos cinco horas de gas barato para hacernos un puchero.

Si se sigue esta línea de razonamiento, la batalla se establecería entre la irracionalidad dilapidadora del populismo y la lógica infalible y siempre austera del mercado. Para hablar del discurso de Nicolás Dujovne del viernes pasado, La Nación (el vocero sin mediaciones del establishment) y Clarín (que es su propaladora) hablan de un mensaje a los mercados. Y tienen razón. Casi desde el mismo comienzo de su gobierno, Cambiemos aspira que el mercado lo considere un interlocutor casi en pie de igualdad. Por eso, cuando viene Lagarde, arma una suculenta recepción. Un gesto que va más allá de la cortesía, como se corroboraría después. Y cada vez se le reconoce menos ese lugar, aunque obedece cada vez más a lo que supone (supone bien, podría decirse) que son los deseos de ese mercado: baja de los salarios, reducción del déficit fiscal, ausencia de restricciones para la especulación financiera, entre otros anhelos.

Los anuncios del ministro buscaban seducir a un amante esquivo que incluso se da el lujo de un desplante como el artículo de Kenneth Rapoza en la revista Forbes (la que consulta la gente muy adinerada): “Todos creían en el gobierno de Mauricio Macri. Él estaba haciendo lo correcto. La Argentina iba a regresar, y de hecho ya estaba regresando a los mercados de capitales, pero la recepción ahora se está enfriando”.   O el desdén del Fondo Monetario Internacional que augura que la economía argentina va a crecer este año menos de lo esperado. Como para ratificar, Clarín aseguró que los mercados esperan más señales. No alcanza con la seducción y se cae en el ruego: Aranguren golpea la puerta de las petroleras y pide que posterguen el aumento. Y las respuestas son inversamente proporcionales a las respuestas. Suba de tasas para tratar de bajar un dólar que se empeña en seguir su trip ascendente. Renunciar a la política para ejercer la economía que propugnan los amos del mercado. En ese sentido, la recurrencia al FMI, que fue presentada como un avance (como la mejor opción, de acuerdo a Dujovne, o algo “maravilloso” según la estética de Carrió) permite también una lectura simbólica. La política cede su lugar (habría que ver hasta qué punto lo tuvo) para entregar el destino del país a gente que supuestamente sabe más de estas cosas que el gobierno. También es la voluntad de transformar una ineptitud en un logro.

Cambiemos se propuso como una alianza entre grupos concentrados de la economía y una parte de la clase media (aportada básicamente por el radicalismo) que fue la que  tomó las elecciones como parte de una verdadera batalla cultural, que incluso se libraba mucho más allá de lo meramente económico, casi como que prescindía de este aspecto de la vida social. Tenía que ver con las instituciones, con el funcionamiento de la república, con un adecuado sistema de premios y castigos, el fin de la corrupción. En alguna entrevista, Macri dijo que de haber contado lo que finalmente iba a hacer lo hubieran considerado un demente y, como consecuencia, no lo habrían votado. Claro, las promesas –incluso el gesto mismo de prometer- eran la pata radical, el PRO se ocupaba de las cosas concretas, allí donde sucedía lo real. El radicalismo era el discurso, el macrismo metía las manos y algo más en el sucio barro de la praxis. Un sistema de contraprestaciones –uno aportaba las palabras, el otro el know how del arduo mundo de los negocios. Habría que analizar las implicancias éticas de esta alianza entre las palabras y los números.  Pero en una primera aproximación, se podría decir que las palabras se vacían a medida que los bolsillos se llenan. No deja de ser una paradoja que el que fue tradicionalmente un partido marcado por su capacidad retórica prefiera el silencio mientras es espectador de lo que hacen sus aliados.

Frente a lo que ha venido sucediendo estos últimos días, el radicalismo empieza a descubrir que esa alianza afable entre las palabras y las cosas tiene sus riesgos, el más palpable el de una derrota electoral, ahora que había logrado –aunque fuera formalmente- formar parte del tinglado del poder después de casi quince años, y que aquello que deteriora la expectativa de votos es el empeoramiento de la situación social y económica de los potenciales votantes. Y salen a renegociar el tarifazo (de manera muy vergonzante, por cierto) pero un poco se le plantan a Mr. Money, tratan de poner un freno a tanta codicia, pero se dan cuenta muy pronto que poco y nada tienen para proponer ni a sus socios ni a la ciudadanía. Así, que la victoria radical se concreta en unas cuotas, con intereses, claro. No están en condiciones de ir más allá, es hasta donde les da la exigua participación societaria que aceptaron desde el mismo momento en que Sanz se bajó de la posibilidad de ocupar un puesto tan determinante como el de jefe de gabinete. Tal vez Sanz entendió que ni a él y menos aún al partido le daba el piné para semejante puesto y se conformaron con el mascarón de proa de Aguad que papelonea con la misma intensidad en comunicaciones como en defensa. Ante lo del Fondo, demostraron que es cierto aquello que el que calla otorga. Por otro lado, ¿qué tendría que decir la política, a la que sus propios aliados han acallado y despreciado en estos tiempos a lo Lagarde? Aunque no hablen con el corazón, viven recibiendo las repuestas del bolsillo.

Si los radicales son tan fáciles de conformar, sucede todo lo contrario con la patria financiera a la que se pretende vender hoy como la patria inversionista. Ante la posibilidad de pedir más, quienes pueden o podrían poner su dinero en el país exigen cada vez más, pero no dejan en claro exactamente qué quieren y cuando terminarán por sentirse conformes. Y en ese sentido, el gobierno envía señales al mercado, pero el mercado se queda mudo o, lo que es peor, redobla la apuesta. O sea, hace la suya, en un universo donde las palabras poco tienen que hacer. Hay que adivinar, presuponer sus deseos y en esa nebulosa, la economía macrista empieza a dar tumbos, como CEO en la neblina y busca refugio bajo las faldas de Lagarde.

 

No hay política porque hace rato que el realismo macrista reemplazó a la polis por la city, a la que considera como la verdadera dueña del poder al mismo tiempo que alimenta cada vez más a ese poder. Lo acepta y lo incrementa. En ese mundo, la política no tiene mucho qué decir. Salvo los mantras y el tono pedagógico a lo pastor mediático a los que apeló Macri en su discurso.

En cierto sentido, la política es el amigo imaginario del mercado. Hace que habla con ella, pero en la vida cotidiana se mueve como si no existiera. Entre tantas cosas que viene entregando el PRO junto a sus amigos radicales está la política, aunque Lanata juegue a que es una opción que sus propios patrones dinamitan.

El gobierno solo manda señales al mercado –ni siquiera le habla-, hace lo que le piden. La gente está en otra parte.