El Pejerrey Empedernido te empieza chamuyando de Spinoza y Maquiavelo para introducir los maridajes culinarios, pero en realidad lo que quiere es darte una receta de un sambayón de esos que hacían las abuelas.

El otro día me empilché de debute, para disfrazar mis escamas de Pejerrey Empedernido engalanado, con tragedia y moñito de seda italiana, tarros de lustre y raja, fieltro de bombín y paraguas, porque marché a un casorio. Y aprovecho, ahora que escribo, pues no deseo que el retruque próximo vaya a quedar de garpe en el tintero: veo una rendija de sol entre tantos días de lluvia sobre la Santa María de los Buenos Ayres, tantos que a una voz sabia le escuché decir, es que los argentinos estamos tan desfondados que ni la primavera quiso quedarse entro nosotros; y a otra que clamaba por esperanzas al sentenciar no me afloje amiga que este año los soles no fueron de mayo sino que serán de octubre, cuando su calendario esté por tocar a retirada, como las murgas que no la soldadesca, y debería ser con el fin también de cada una y amontonadas la muchas testas de los garcas que nos hambrearon: que ni cinco por uno, ahórrese la primera estrofa, porque tan sólo no tendría que quedar ninguno. Difícil que el chancho chifle, pero en fin. Y a saludar en el atrio marché, discurriendo sobre la engañosa complicidad que guardan y resguardan las letras M y P;  no sean mal pensados que no estoy por irrumpir puteada alguna, apenas si un debate interior sobre matrimonios y patrimonios, que al fin de cuentas a la propiedad refieran unos y otros, y no me corran con las celebraciones de lo políticamente correcto que los Pejerreyes libertinos somos, tanto que, entre esto del escribir, cierta vez espeté qué vivan los santos concubinatos, sin curas ni registros civiles; muerte a los salvajes matrimonios, porque quién habrá sido el genio culposito que eligió la palabra maridaje para referirse a la combinación recomendable entre la diversidad de discretos encantos del goce gastronómico. Digo culposito porque la primera acepción del verbo maridar, según al diccionario de la Real Academia Española, es “casarse o unirse en matrimonio”; por favor santurrones de todo registro y marca, no vaya a ser que el pecado meta la cola, y en vez de maridos o esposas – qué palabra gorra esa -, se nos reperfile – y esta palabra suena con origen de ábaco – aquello de la mancebía o “diversión deshonesta”, el concubinato o “relación marital de un hombre con una mujer sin estar casados”; ni mucho menos comercio carnal, que en la cristiandad del Medioevo significaba “cabalgada” o “poner la pierna encima”, cosas de amantes repudiados por el derecho canónico y candidatos al fuego del Averno. Y ni hablemos si los esponsales, las mancebías y las cabalgadas, no ocurrían entre ellos y ellas sino entre ellos y ellos o ellas y ellas. Pues sí, una vez más, a celebrar el pecado, porque se me ocurre que quienes inventaron eso de los maridajes culinarios son fulanos o fulanas que le dieron más bola al gran Maquiavelo que al genio de la filosofía expulsado del Templo y la Iglesia, al don Baruch Spinoza: el primero decía que el ejercicio del poder sólo es posible si muchos temen a unos pocos, mientras que el otro, clarividente a tal punto que Freud se las hubiese visto fulera sin él, nos explicó en el siglo XVI que todo se trata de deseo y de perseverancia en el ser. Y a mí me gustan las siguientes mancebías: colita de cuadril a la parrilla con un tinto corpulento sin exagerar, si Cabernet Franc mejor, aunque bendito sea el que haiga; faina crujiente con mimos de pimienta y aceite de oliva, y moscato bien frío; Pasta Frola de dulce de membrillo – la de batata es trucha, soy sincero -,con una taza de café cargado y sin azúcar; queso de cabra semiduro y pan del bueno, con una copa de Sauvignon Blanc, de alguno aunque sea parecido al mejor que me zampe hasta hora, del valle chileno de Casablanca, que olía, sí como debe ser, casi a meada de gato. Y después del atrio, continúo, quizá un poco zarandeado por tanto incienso. Primero marinero. Después hombre rana y una vez hasta biólogo marino. Esas fueron mis primeras vocaciones. Por último terminé siendo lo que soy, y lo que no soy, claro, y de a ratos, aunque sea una vez por semana, ustedes tienen que soportarme. Lo siento, leedme porque aquellas aspiraciones trocaron por libros y disfraces, tanto que una de mis abuelas, la que cocinaba poco pero cuando lo hacía agarrate Catalina que vamos a cabalgar, o araca la cana, pianten de aquí botones  sin ojal; decía que el mejor sambayón es el que surge de los huevos que hubiere,  con el azúcar que quedase en el frasco y el vino Marsala que la noche anterior se salvara del gaznate de mi abuelo. Dicen que este postre ambrosía, porque es manjar para dioses, lo inventó un pastelero siciliano del siglo XVIII. Otros, una leyenda mejor dicho, y divertida, que su creador fue un tal San Pascual Baylón, napolitano, como fórmula mágica que las esposas jóvenes debían mantener a recaudo entre sus fogones y faldones, porque se trataba de un dulce más que apropiado para que maridos y amantes jamás atizasen las llamas del deseo. Los diccionarios no muerden, estén escritos en la lengua que fuere, y por eso lo del Larousse Gastronomique, que lo denomina zabaglione, sambayón o sabayón; y a mí también me gusta bien frío, aunque reconozco que para los fundamentalistas ello es una herejía. Ahora, si me lo permiten, les paso una receta: batir en forma contundente seis yemas de huevo mientras les dan un baño de María, al mejunje se entiende, no a vosotros mismos, ni con María, sea virgen o no, ni con Mario o Mariano, para luego rejuntarlo en unte de pecados con tres cucharadas de azúcar, piano piano, que a los cristales blancos nada les cae tan mal como eso de andar apurados; continúes con aquello de María, con paciencia y buena muñeca, hasta comprobar que vuestro batido se hizo espuma, y zas listo está, a servirlo en copones de la cristalería de la abuela, y a gozar. ¡Azúcar…! Como en la rumba, pero con una advertencia: ojo que es un hacer difícil, como las mayonesas tiene el sambayón la puta manía de cortarse. Pero fe y valor. ¡Y salud!

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