De los países árabes a los modos de censura en China, de EEUU a Brasil y Argentina, el uso de las redes sociales, particularmente de las fake news, está poniendo en jaque a las democracias y más aun a los movimientos populares.

La aparición de las fake news (noticias falsas) en las campañas electorales a nivel mundial es una novedad relativa. Y es una consecuencia lógica de una paradoja: el poder de las redes sociales en la política del siglo XXI. Para comprender cómo aparecieron y porque son utilizadas de forma masiva por la derecha más reaccionaria hay que trazar primero el recorrido de las redes como un elemento democratizador de la palabra que trajo consigo libertades y autoritarismo a la misma vez.

Las redes sociales hicieron su debut como instrumento desestabilizador de la política tradicional durante la primavera árabe, aunque ya el uso masivo del SMS había dado vuelta la campaña electoral española en 2004 arruinado la segura victoria de Mariano Rajoy a favor del casi desconocido José Luis Rodríguez Zapatero pocas horas después de los atentados jihadistas en Madrid en la terminal de trenes de Atocha.

El uso de Facebook de forma intensiva como plataforma militante sacudió los cimientos de los regímenes árabes instalados en la franja sur del Mediterráneo en 2011, siendo la Revolución Egipcia que acabo con la dictadura de Hosni Mubarak el hecho más significativo a nivel geopolítico, seguido de la caída y posterior asesinato mientras huida de palacio del libio Muamar Kaddafi. Sus coletazos todavía se sienten ahora en la inconclusa guerra civil Siria.

En esa ocasión Facebook se presentó en sociedad como una plataforma libertaria capaz de borrar de la faz de la tierra regímenes instalados hacía más de tres décadas y que habían comenzado su andadura por la senda del nacionalismo anti israelí (como es el caso de Egipto) o a través de una revolución socialista al estilo cubano (como sucedió en Libia), pero que se habían terminado aggiornando, luego de la caída del muro de Berlin, a la hegemonía occidental en la zona y eran todos fieles soldados de las políticas norteamericanas y de la Unión Europea.

Cuando pasó la tormenta (hoy las revoluciones son apenas episodios epidérmicos que estallan y luego parecen estar condenadas a desvanecerse rápidamente), el poder occidental se reacomodó rápidamente en la zona, pero sacó una lección imprescindible del episodio que tiene vinculación directa con la reciente aparición de las fake news como arma de terrorismo lingüístico en las redes sociales en contextos de agitación política: había que neutralizar el poder desestabilizador de las redes sin herirlas de muerte, ya que las mismas redes son también instrumentos formidables de control social que, si están puestas al servicio del poder, pueden tener una eficacia mortífera para asegurar la consecución de sus objetivos políticos.

Nunca como hoy

Nunca como en el siglo XXI se había dado la aparición de una élite económica tan poderosa a nivel mundial que concentra el más del 50 por ciento de la riqueza global en manos del 1 por ciento de la población. Esa élite trasnacional que tiene su base en la especulación financiera tiene serios problemas de legitimidad política y necesita con urgencia esconder su avaricia desviando la discusión política de las políticas económicas hacia los peligrosos territorios del racismo, el odio hacia las minorías, el reclamo de orden ante un supuesto desorden de las costumbres sexuales contemporáneas y la generación de chivos expiatorios en los que desviar la frustración que provocan las desigualdades económicas.

En esa encrucijada aparecen las redes sociales como un elemento que otorga un control desmedido a los aparatos de inteligencia nacionales, ya que permiten saber con gran precisión el pensamiento de los ciudadanos de un modo impensable antes de su existencia, pero que a la vez tienen el poder de movilizar a las sociedades de forma masiva detrás de causas que cuestionan ese mismo poder concentrado. Cuando percibió el calado de la revolución facebookera el régimen de Mubarak dio un manotazo de ahogado produciendo uno de los primeros apagones masivos de Internet de la historia contemporánea, pero ya era demasiado tarde. Mientras tanto, en China, otra dictadura de partido único con gran experiencia en evitar disidencias había ya desarrollado formidables instrumentos tecnológicos para evitar la difusión de determinados temas en las redes sin que los ciudadanos perciban que están siendo objeto de una desembozada censura.

En ese contexto Facebook y otras plataformas similares desarrollan los famosos algoritmos que se vuelven una forma más sofisticada de censura ya que encierran dentro de grupos reducidos de “amigos” la difusión de algunos contenidos, mientras el resto de la red no los percibe porque directamente no aparecen en sus pantallas, sin necesidad de recurrir a medidas tan extremas como las aplicadas por el gobierno chino que bloquea directamente las búsquedas en Google (con consentimiento de la empresa) y las páginas web que pueden llegar a incomodarlo. Pero los algoritmos no eran suficientes para detener el poder de la “realidad” tal y como se presenta hoy en las redes, con difusión en directo de episodios callejeros y con amplificación y difusión en pocas horas de noticias que afectan a millones de ciudadanos.

El fin de la corrección política

Entonces aparecieron las fake news. Aunque es demasiado pronto para trazar una historia de este perturbador instrumento, podemos afirmar con cierto grado de certeza que son noticias falsas pero que tienen un asidero o bien con una porción parcial de la realidad a la que aluden o se construyen con el objeto de exacerbar ciertos sentidos comunes profundamente arraigados y de raigambre ultraconservadora. Su aparición también fue posible porque las redes y su anonimato, a través del uso de perfiles falsos o no, permitieron que voces alimentadas por el odio y que no se podían expresar libremente en la vía pública, pudieran aparecer con fuerza con su discurso envenenado ya sin los antiguos tabúes de lo “políticamente correcto” que las había logrado sujetar después de las traumáticas experiencias del nazismo y el fascismo durante la primera mitad del siglo XX.

Una de las preguntas más perturbadoras que han surgido durante los últimos días en medio de la turbulenta campaña electoral brasilera -que tenía por objeto neutralizar la ola Bolsonaro– es: ¿vos serías capaz de decir lo mismo que decís en las redes en una conversación pública? ¿Le dirías en la cara a un homosexual, a un negro, a una mujer feminista, las cosas que repetís en las redes? La difusión masiva de un whatsapp con estos interrogantes fue capaz de invertir la tendencia electoral a favor del líder ultraderechista aunque su difusión tardía no pudo impedir su victoria.

Ahora bien, además de ayudar a obtener una victoria electoral, ¿cuál es el verdadero propósito de las fake news y cómo se las puede combatir sin caer en la peligrosa trampa de la censura previa, vía que ha explorado de forma autoritaria Emmanuel Macron en Francia? En primer lugar, las fake news son una respuesta terrorista en el ámbito del lenguaje que intenta borrar las fronteras entre la verdad y la mentira de manera tal que el público que es objeto de su bombardeo no pueda distinguir con certeza qué es lo que está en juego y cuál es el verdadero eje de la discusión en el conflicto político en curso.

Ante la imposibilidad de recurrir a la censura clásica que eliminaba la palabra disidente, las fake news tapan a estos discursos con una catarata de falsedades que tienen matices diferentes, que van desde la afirmación, durante la campaña norteamericana, de forma falsa de que el Papa Francisco apoyaba a Donald Trump, hasta la terrible infamia difundida por la campaña de Bolsonaro de que los militantes del PT difundían mamaderas con una tetina en forma de pene en los barrios pobres como resultado de la supuesta “ideología de género” que pretenderían instalar.

En algunos casos se recurre incluso a conceptos que ni siquiera son novedosos, como los que sostenían los whatsapp enviados de forma masiva por los partidarios de Bolsonaro en los que se afirmaba que los “comunistas” estaban decididos a quitarles los niños a los padres para que los educaran el Estado. Una barbaridad de esta naturaleza ya se había utilizado en la Guerra Civil Española en los años treinta para desprestigiar al Frente Popular.

Efectos más que tóxicos

El efecto que producen las fake news es tan perverso que cuando a la misma gente que ha sido sometida al bombardeo se le muestran imágenes reales ¡no las cree! Una publicación online cubana que cubre las elecciones en Brasil daba cuenta en ese sentido de un curioso episodio: una mujer confrontada por el periodista ante la pregunta de por qué votar por un candidato que divide a las mujeres entre “las que merecen ser violadas y las que no” y que para consolidar su pregunta le mostró a su entrevistada el momento en el que Bolsonaro dice su famosa frase, responde: “es mentira que dijo eso, los medios mienten”.

Muchos años después de finalizada la Guerra Civil aún es posible encontrar en España ancianos que afirman que los “comunistas se comían a los niños” y no hace falta ir muy lejos para encontrar escépticos actuales que ponen en duda que los nazis hayan producido un genocidio de más de seis millones de personas en los campos de concentración. Toda esta campaña negacionista es apoyada desde las redes por youtubers ultraconservadores que explican a un público ansioso de creerles por qué Hitler y Mussolini eran de izquierda y no de derecha “como nos han querido hacer creer los historiadores que son todos izquierdistas”.

Muchas son las variables de análisis que se pueden introducir en debate a la hora de tratar de comprender el fenómeno: hay quienes lo ven como una consecuencia lógica del “fin de la historia” que intentó imponer Fukuyama luego de la caída del Muro de Berlín o quienes lo interpretan como un efecto siniestro que opera el capitalismo sobre el lenguaje que busca vaciarlo de contenido con el objeto de hacerle perder su potencial perturbador para con el poder. Lo cierto es que las fake news han llegado para quedarse y los movimientos populares deberán debatir en profundidad sobre este fenómeno y sobre el modo de contrarrestarlo si es que pretenden ganar elecciones por la vía democrática en los años venideros.