Dos pibes, una esquina, una botella de plástico que se transforma en pelota, el sueño y los temores de ser cracks jugando juntos que se acaban de golpe en cualquier calle de barrio.

El Chingolo sacó el cortaplumas del bolsillo del pantalón y empezó a limpiarse la costra de tierra que se le había formado debajo de la uña del dedo gordo que asomaba por la lona de la zapatilla izquierda. Trabajaba concentrado, con cierto método. Se veía que no era la primera vez que lo hacía. Estaba sentado en el escalón de la entrada del local de la esquina donde antes hubo un almacén pero hacía tiempo que no había nada. La cortina metálica, protegida por la sombra del árbol, estaba fría y cuando se apoyó en ella sintió que le aliviaba el calor de la espalda desnuda. Descansó un momento mirando la calle desierta a la hora de la siesta y después encendió un cigarrillo. Lo tenía entre los labios mientras se limpiaba el dedo y trabajaba con los ojos entrecerrados para que el humo no se los hiciera lagrimear. De tanto en tanto abandonaba la tarea, se sacaba el cigarrillo de la boca y bebía un sorbo de cocacola de la botella de litro que había apoyado sobre el escalón, al alcance de la mano.

Tenía quince años El Chingolo y estaba contento: esa mañana había ganado cinco pesos desmalezando el fondo de una casa y ahora tenía un paquete de cigarrillos y una cocacola. Al Chingolo le parecía que en el mundo no había nada más rico que la cocacola. Cuando los amigos juntaban las monedas para comprar una cerveza él ponía también su parte y la compartía con ellos, aunque si lo dejaban elegir no dudaba: se quedaba con la cocacola. Claro que eso no ocurría casi nunca porque los otros siempre querían tomar vino en tetra o cerveza y a él le parecía que no valía la pena discutir. Por lo menos no por cosas como ésas.

El Chingolo bebió otro trago de cocacola y se pasó la mano por la frente para secarse el sudor que le caía desde el pelo negro que le crecía con dureza de alambre. Tenía la piel, cobriza, sucia de tierra y transpiración. Había sudado mucho esa mañana dándole con la guadaña al pasto pero los cinco pesos eran un buen precio por el esfuerzo: tenía la cocacola, los cigarrillos y todavía le quedaban algunas monedas en el bolsillo. Además, a media mañana la señora de la casa le había dado un sanguche de salame para comer. Más no se podía pedir. Agarró de nuevo el cortaplumas y siguió limpiándose el dedo del pie. Tan concentrado estaba que no escuchó llegar al otro chico. Juan también tenía quince años y la piel tan oscura como la del Chingolo aunque sus ojos eran claros y el pelo, de un color rubio amarronado, le caía como llovido hasta los hombros.

Juan y el Chingolo eran vecinos, vivían a pocas casillas de distancia en la villa que se levantaba del otro lado de la vía. También iban juntos a la escuela pero ahora era verano y todo el tiempo era de ellos. No es que hubiera mucho que hacer, simplemente tenían el tiempo. Juan había cruzado la vía hasta ese barrio de casas apenas un poco mejores que las de la villa buscándolo. No tenían recuerdo de la vida antes de ser amigos y desde entonces, cuando no se los veía juntos, era que se andaban buscando. Les gustaba estar cerca y hablar. A los dos les gustaba hablar de muchas cosas. Y aunque no hablaran les gustaba estar juntos. Esta vez Juan lo buscaba por un motivo preciso, pero no se lo iba a decir así, de primera. Además, El Chingolo, concentrado en la uña y el cortaplumas, no lo había visto llegar. Juan lo sorprendió con un golpe en la cabeza y una pregunta:

– ¿Así que ahora trabajás, bolú?

El Chingolo gritó de dolor y se miró el dedo del pie: se le estaba formando una gota de sangre justo donde empezaba la uña.

– ¡Qué hacés, bolú, me hiciste cortar! – dijo levantando la cabeza.

– Ahora sos maricón también. Si no te hiciste nada… – contestó Juan mirando la herida, pero su tono era de disculpa.

Como respuesta, el Chingolo le alcanzó la botella, donde todavía quedaba un poco de coca.

– Tomá… – ofreció.

Juan se sentó a su lado y bebió un trago. El Chingolo le manoteó la botella.

– ¡Pará, bolú. No te la tomés toda! – se quejó.

Juan le devolvió la botella casi vacía. Se quedaron callados, sentados en el escalón. Cada tanto, el Chingolo se mojaba un dedo con saliva y se lo pasaba por la herida. Era apenas un pinchazo. Después de la tercera vez, sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo del pantalón, le ofreció uno a su amigo y se puso otro entre los labios. Los encendieron todavía en silencio.

– Parece que tenés guita – dijo Juan al cabo de un rato.

– Le corté el pasto a una señora y me dio cinco pesos – explicó el Chingolo; dio otra pitada y agregó: – Mañana se lo tengo que cortar a la vecina. También me va a pagar cinco pesos.

A Juan se le ensombreció la cara.

– Pero mañana es sábado, bolú… – protestó.

– ¿Y qué tiene?

– Que tenemos que jugar contra los de Estrella Roja, bolú. ¿No te acordás?

El Chingolo pensó un momento. Le costaba tomar una decisión.

– Decile al Cacho que juegue… – dijo finalmente.

– ¡No, bolú, tenés que venir vos! – lo interrumpió Juan. El Chingolo notó algo extraño en la voz de su amigo.

– Pero si el Cacho la rompe, bolú – insistió.

– ¡No! ¡Tenés que jugar vos, bolú! – le gritó Juan.

El Chingolo se quedó mirándolo, intrigado.

– ¿Y por qué? – preguntó, casi provocador.

– ¡Porque viene Francis, bolú!

La respuesta de Juan desconcertó al Chingolo. El nombre no le decía nada, pero su amigo lo pronunciaba como si se tratara de un tipo importante.

– ¿Y quién es el coso ese?

Juan lo miró como si El Chingolo fuera un marciano.

– Francis, bolú. El chabón que lo descubrió al Diego, el que lo llevó a Argentinos Juniors.

El Chingolo largó una carcajada nerviosa.

– ¡Andá a cagar, bolú! ¡Qué va a ser! – dijo, pero en el tono de su voz había una esperanza.

– ¡Te lo juro por mi vieja, bolú! ¡Qué se caiga muerta ahora mismo si no es!

Que Juan jurara por la vieja era cosa seria y El Chingolo quedó casi convencido, pero no le iba a aflojar así nomás.

– ¿Y qué si viene? – desafió.

– Nos viene a ver a nosotros, bolú. A mí y a vos nos viene a ver.

Eso era demasiado para El Chingolo.

– ¡Andá! – atinó a decir, pero miró a Juan como rogándole que le dijera que sí, que no lo estaba jodiendo. Como el otro no dijo nada, preguntó: – ¿Y a vos quién te dijo, bolú?

– Don Julio, bolú – respondió Juan, resplandeciente -. Don Julio lo va a ir a buscar a la casa con la camioneta y lo va a traer a la canchita, bolú. Le dijo que nos tenía que ver jugar, que nosotros dos juntos, yo de nueve y vos de diez, la rompemos.

– ¡No me jodas, bolú! ¡Qué le va a decir!

Ninguno de los dos habló durante un rato. Se quedaron apoyados contra la cortina metálica evitando mirarse. Juan observaba la calle pero sus ojos estaban perdidos, no veían. El Chingolo volvió a limpiarse debajo de la uña con el cortaplumas cuidando de no tocar la herida, que ya estaba seca. Después de un rato rompió el silencio:

– Vos de nueve y yo de diez… – murmuró, como si repasara una lección.

– Sí, yo de nueve y vos de diez – repitió sin repetir Juan. Su voz también era un murmullo.

El Chingolo se tomó el resto de la cocacola y eructó. Juan se quedó mirándolo y una sombra le cruzó el rostro. Demoró unos minutos en decir lo que estaba pensando.

– Vamos a estar siempre juntos, ¿no, bolú? – dijo, y más que una pregunta era un ruego.

Su amigo le clavó unos ojos sorprendidos.

– ¡¿Qué decís, bolú?!

Juan bajó la mirada y se puso a jugar con el cordón de la zapatilla.

– ¡¿Qué mierda te pasa, bolú?! – El Chingolo seguía mirándolo. Juan se encogió de hombros.

– Nada, bolú – musitó.

– ¿Por qué dijiste eso, bolú? – El Chingolo no le despegaba los ojos, preocupado.

Juan hizo un gesto con la mano izquierda, como alejando una idea.

– Por nada… -contestó.

Quedaron envueltos en una nueva ola de silencio hasta que Juan la rompió:

– Me acordé del Diego… – dijo, como dudando.

– ¿Qué pasa con el Diego, bolú?

– De cuando Francis lo descubrió…

– Lo vio jugar en un potrero – dijo El Chingolo.

– No, bolú, se lo llevó un amigo que jugaba de nueve como yo… Jugaban juntos en el barrio, igual que nosotros, el Diego de diez y el amigo de nueve.

La cara del Chingolo se iluminó.

– ¡Andá! ¡¿En serio, bolú?!

– Me dijo don Julio, que lo conoce a Francis.

– ¿Y cómo se llamaba el chabón?

– Goyo, Gregorio Carrizo, se llamaba.

– ¿Y después jugó con el Diego?

– En Los Cebollitas, me contó don Julio. Y ganaron todo, bolú. Todos los campeonatos – se entusiasmó Juan -. Estuvieron como ciento cincuenta partidos sin perder, bolú. El Diego hacía las jugadas y el chabón la metía. Se cansaron de hacer goles, bolú.

– ¡Quíiijos de puta! – se exaltó El Chingolo. Los ojos le brillaban: ya se veía con la camiseta de Argentinos Juniors haciendo goles con Juan – ¿Y después? – preguntó. Quería que su amigo siguiera contando la historia, que no parara nunca.

– Después al Diego se lo llevaron para la primera… – La voz de Juan se apagó de golpe.

– ¿Y al Goyo no?

– Lo dejaron en las inferiores…

– ¡Qué boludos, bolú! – El Chingolo no lo podía creer: si habían hecho tantos goles juntos cómo era que los habían separado – ¿Y después? ¿No los volvieron a juntar?

– No – Juan contestó en voz tan baja que si El Chingolo no hubiera estado mirándolo no habría sabido la respuesta.

– ¡Cómo que no, bolú!

– No, nunca.

– ¿Qué pasó? ¿Al chabón lo vendieron a otro club?

– No, me dijo don Julio que nunca llegó a la primera -. La voz de Juan era apenas un susurro.

– ¿Y por qué, bolú? ¿Qué le pasó?

– Se lesionó. Estaba jugando en la reserva y le quebraron la pierna.

El Chingolo se quedó con la boca abierta.

– ¡Qué cagada, bolú! – dijo finalmente – Pobre chabón…

– Sí – murmuró Juan.

– ¿Y no pudo volver a jugar?

– No.

– ¿Y qué hizo? – El Chingolo quería saber el final de la historia.

Por los ojos de Juan cruzó un relámpago de resentimiento.

– ¡Nada! ¡¿Qué iba a hacer, bolú?! – respondió – No pudo jugar más.

– ¿Y a dónde fue? – preguntó El Chingolo. Se lo notaba ansioso, quería saber qué se había hecho del Goyo.

– Se quedó en la villa. Don Julio me contó que hace changas y que chupa mucho – contestó sin ganas Juan.

El Chingolo lo miró incrédulo.

– Pero… ¿No era que el chabón era amigo del Diego?

– Sí – dijo Juan, como si escupiera. En su mirada había odio.

– ¿Y el Diego no lo ayudó?

– ¡El Diego no le dio más bola, bolú! – Juan gritó la respuesta en la cara del Chingolo. Tenía los puños apretados. El Chingolo se echó hacia atrás.

– No puede ser. Cómo iba a hacerle eso, bolú. Era su amigo – dijo como si quisiera convencerse.

Juan lo miró con lástima.

– Es la verdad, bolú. Preguntale a don Julio si no me creés – dijo.

El Chingolo se pasó una mano por la pelambre, como si tratara de acomodar la idea en la cabeza.

– ¡Quijo de remil putas! – murmuró y dejó que su mirada se perdiera en el suelo.

Juan no respondió. Se desató los cordones de las zapatillas, tiró de ellos para arriba para ajustarlos y volvió a atárselos. Lo hizo lentamente, interrumpiendo cada tanto la maniobra para observar a su amigo de reojo. El Chingolo seguía con la mirada clavada en las baldosas de la vereda mientras sus manos jugaban mecánicamente con el cortaplumas. Cuando terminó de hacerle el moño al cordón de la última zapatilla, Juan suspiró.

– Che, Chingolo… – llamó suavemente.

– ¿Qué, Juan? – respondió el Chingolo con la tristeza mandando en la voz.

– Vos no me vas a hacer lo mismo, ¿no?

El Chingolo levantó la cabeza, alarmado.

– ¡¿Qué decís, bolú?! – protestó – ¡Nosotros vamos a jugar siempre juntos, bolú!

Al escuchar la respuesta, Juan sonrió. Tenía lágrimas en los ojos.

– ¿Yo de nueve y vos de diez? – preguntó.

– Vos de nueve y yo de diez, bolú – El Chingolo también sonreía con la mirada húmeda. Estiró la mano derecha, ofreciéndosela. Juan se la estrechó.

– ¡Yo de nueve y vos de diez! ¡La vamos a romper juntos, bolú! ¡Francis se va a volver loco!  – se entusiasmó.

El pacto había aventado todas las sombras. El Chingolo se levantó y empezó a patear la botella plástica de cocacola. La atrapó entre los pies y la elevó por detrás, dio una media vuelta y cuando caía le dio fuerte, de zurda, hacia donde estaba Juan, ya en posición de arquero contra la cortina metálica. La botella golpeó contra la chapa con un ruido que les sonó a música. Juan la devolvió de un derechazo.

– ¿Compramos otra, bolú? – preguntó El Chingolo.

– No tengo guita, bolú.

– Yo tengo.

El Chingolo sacó las monedas del bolsillo del pantalón y empezó a contarlas. Juan se acercó.

– ¿Qué compramos? – tanteó.

– Una coca, bolú.

– ¡No, bolú! ¡Mejor una birra! – atacó.

– Pero es más rica la coca… – se defendió El Chingolo sin mucha convicción.

Juan no le aflojó. Sabía que tenía la batalla ganada, que el Chingolo nunca discutía por lo que iban a tomar.

– ¡Dejate de joder con la coca, bolú! Compramos una birra y listo – insistió.

El Chingolo, como siempre, se rindió.

– Ta bien… Vamos a comprarla de la Rusa.

Cruzaron la calle pateando la botella, pasándosela y saltando sobre ella. Se los veía felices. Llegaron a la esquina y doblaron, todavía jugando. Estaban a unos treinta metros del mercadito de la Rusa cuando vieron salir a dos pibes corriendo hacia donde estaban ellos. Juan vio que uno llevaba una navaja en la mano derecha y tironeó al Chingolo contra la pared. Los miró pasar como una exhalación a un metro de donde se habían quedado parados y se dio vuelta: corrían tan rápido que apenas alcanzó a verlos cuando se perdían detrás de la esquina. Entonces escuchó que alguien gritaba “¡Alto!” y un sonido seco, como el de un caño de escape al destaparse. Giró sobre sí mismo y vio al Chingolo en el suelo, boca arriba, con la cabeza destrozada. Tenía la botella de cocacola casi pegada al pie izquierdo. No entendió.

Sintió que se le aflojaban las piernas: con la espalda contra la pared, se deslizó hacia la vereda y quedó sentado junto al cuerpo inerte de su amigo. Vio venir a un policía con una pistola en la mano. Era un morocho grandote, de rostro oscuro. Vio sin ver cómo otra gente se arremolinaba a su alrededor y escuchó una voz de mujer que gritaba:

– ¡¿Qué hizo, hombre?! Estos chicos venían caminando. ¡No fueron ellos!

Y otra voz que respondía:

– ¡Y qué quiere, doña, si estos negros son todos iguales!

Se cubrió la cabeza con las manos y, balanceando el cuerpo como si se acunara, empezó a repetir una frase indescifrable:

– Yo de nueve y vos de diez, bolú, yo de nueve y vos de diez – decía Juan con la voz cortada.

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?