El mayor peligro de las conspiraciones es que pueden hacerse demasiado reales. Un periodista, un funcionario de la embajada yanqui y un ex militar confluyen para convertir un rumor en una evidencia. (Cuadro: Carlos Alonso)

El primer atentado desencadenará un proceso que nadie podrá detener – dijo el Coronel.

El Coronel ya no era coronel y Solano Arrieta había demorado una semana en encontrarse con el hombre. Un sol agonizante se escurría por entre el follaje del monte de ombúes cuando el viejo militar y el periodista detuvieron sus pasos para mirarse de frente. Habían caminado por el campo durante más de una hora y Arrieta sentía el peso del largo domingo sobre el cuerpo. Sin embargo, seguía con la mente alerta, dispuesto a recibir y acomodar la última pieza del rompecabezas que intentaba armar.

El plan era siniestro: una operación de desestabilización que podía acabar con el gobierno en menos de seis meses. Será una escalada de terror quirúrgico, había dicho el Coronel casi al principio de la conversación, y Arrieta se sorprendió apreciando la potencialidad periodística de la fórmula. El país será sometido a una cirugía del terror, rescribió mentalmente pensando en el encabezamiento de su nota. Había archivado la frase antes de seguir escuchando. Y el Coronel no lo había defraudado: paso por paso le fue revelando los pormenores y los objetivos de la conspiración; sólo había callado los nombres de los implicados. Eso, y las razones por las que había decidido poner al descubierto sus planes.

A esa altura de la tarde, cuando era evidente que a la entrevista le quedaban pocas palabras, Arrieta tenía la seguridad de que ese último dato no era imprescindible; aunque su interlocutor lo callara, sería capaz de deducirlo. O, en el peor de los casos, podría identificarlo apenas ocurriera. Sabría de qué se trataba antes que nadie. Y eso, era indudable, le brindaba una enorme ventaja sobre sus colegas.

Trató de disimular la euforia sorda que sentía bullir en sus venas: la vieja y querida adrenalina de la primicia, esa incurable adicción de los buenos periodistas.

Mirándolo de frente, con un brillo en los ojos que a Arrieta se le ocurrió divertido, el Coronel esperaba pacientemente a que hiciera la última pregunta.

 

Solano Arrieta había creído vislumbrar la sombra de una noticia el lunes anterior, poco después del mediodía, mientras alargaba la sobremesa con un funcionario de segunda línea de la oficina de prensa de la Embajada de los Estados Unidos. No le resultó extraño que Jack Reynolds lo invitara a almorzar. A nadie se le escapaba que una de las tareas de ese gigantón rubio y cordial era la de mantener relaciones fluidas con los columnistas políticos de los principales diarios del país. Y se esmeraba en lograrlo: les allanaba el siempre engorroso proceso de obtener entrevistas, enviaba con rapidez la documentación que le pedían, conseguía declaraciones oficiales y, cuando era necesario, deslizaba información off de record que jamás era desmentida. Arrieta había tenido más de una oportunidad de comprobarlo. Sospechaba también – aunque nunca se lo había preguntado, seguro de recibir una rotunda negativa – que la verdadera misión de Reynolds era otra y que cada una de las conversaciones que mantenía con sus amigos periodistas era después desmenuzada palabra por palabra y analizada en alguna oficina, no precisamente la de prensa, de la Embajada. Si era así a Arrieta no le molestaba: recabar opiniones de periodistas conocedores de los vericuetos del poder para elaborar informes de inteligencia era una tarea como cualquier otra, y alguien tenía que hacerla. Por lo menos Reynolds era simpático y siempre daba algo a cambio.

Durante el almuerzo, el norteamericano se había despachado con una larga descripción – un poco nostálgica, quizás, para el gusto del periodista – de su pueblo natal, Mobile, en Alabama, y después la conversación había sobrevolado superficialmente algunos temas de gobierno: las discrepancias entre el presidente y el ministro de Economía, los nuevos planes asistenciales para los pobres, y el nombramiento del nuevo jefe de Policía. Nada que no estuviera en los diarios de la última semana. Estaban tomando el segundo café – liviano para Reynolds, corto el de Arrieta -, cuando el yanqui entró en un terreno que puso en estado de alerta los un poco embotados sentidos del periodista:

– Dime Solano, ¿puedo preguntarte algo sin que nadie sepa que te lo he preguntado?

Arrieta pensó que era una pregunta extraña, casi un aviso de que en realidad se trataba de una revelación. Cuando levantó los ojos vio que el gigante le había clavado los suyos. Por un segundo creyó ver algo fugaz que no le gustó. También advirtió que ya no quedaban casi comensales en el restaurante. A su alrededor sólo había mesas vacías. Antes de que pudiera responder, Reynolds se apresuró a tranquilizarlo.

– Compréndeme – le dijo, sonriendo -, quiero hacerte una pregunta como amigo… si olvidas que trabajo en la Embajada -. El yanqui había tirado el anzuelo y Arrieta sabía que no le quedaba otra opción que morderlo.

– De acuerdo – respondió y esperó.

– ¿Qué sabes de un complot contra el gobierno?

A Arrieta se le cortó la respiración.

– ¿Un golpe de estado? – preguntó en voz muy baja.

– No, no es así de sencillo.

– Entonces, ¿de qué se trata? ¿Qué sabés vos?

– Nada, Solano. Es sólo algo que he escuchado. El resto deberás averiguarlo tú…  – Reynolds volvió a clavarle la mirada y Arrieta creyó ver de nuevo en sus ojos una luz fugitiva que lo estremeció -. Y recuerda, my friend, que esta conversación nunca ocurrió.

Cinco minutos después, cuando se despidieron en la puerta del restaurante, el periodista notó que el gigante le apretaba la mano con un poco más de fuerza que la habitual.

 

La información – porque Arrieta no tenía dudas: el norteamericano acababa de darle información – era una bomba, pero al mismo tiempo no descubría nada. Tampoco le indicaba por dónde seguir. En otras circunstancias habría sido apenas un rumor. Si no la desechó como una teoría conspirativa más de las que cada tanto circulaban por el ambiente se debió exclusivamente a la fuente. Ni por un momento supuso que Reynolds podía haber cometido una indiscreción. Por alguna razón que no conocía, el yanqui había decidido ponerlo alerta. No, el yanqui no, pensó. El gigante era un simple mensajero. Pasarle un dato así a un periodista no podía ser decisión de un solo hombre: era cosa de la Embajada; o más probablemente de la CIA. Pero, ¿por qué? O, mejor dicho, ¿para qué?

Mientras caminaba hacia el diario como un autómata, ajeno a lo que ocurría a su alrededor, se preguntó también por qué lo habían elegido a él entre tantos otros. Y en lugar de encontrar una respuesta se vio asaltado por otra duda: y si no fuera el único en recibir el mensaje. ¿No habrían hablado también con alguno de sus colegas? Inconscientemente, Arrieta apretó el paso.

En la redacción no le dijo a nadie lo que había escuchado. Todavía estaba a ciegas pero ya sabía que si quería llegar a alguna parte debería avanzar en silencio. Hizo tres llamadas telefónicas y concertó otras tantas entrevistas para los dos días siguientes: con un olvidado ministro de Defensa, con un general retirado y con un abogado constitucionalista que en los últimos cincuenta años se había especializado en encontrar resquicios en el texto de la Constitución para justificar que fuera violada.

Escribió a las apuradas su columna y a las siete de la tarde estaba de nuevo en la calle. En la Casa de Gobierno no había la menor señal de anormalidad. Después de las audiencias de la mañana – en la más importante había recibido las cartas credenciales del nuevo embajador de República Dominicana -, el presidente había inaugurado una fábrica textil y, de regreso, se había reunido con el jefe del Gabinete y el ministro de Economía. Todo rutina, le dijo el acreditado del diario. Antes de irse, Arrieta tiró cautelosamente de la lengua de un funcionario del ministerio del Interior pero no pudo sacar nada en limpio. Tampoco esperaba otra cosa. Esa noche le costó dormirse: manoteando a ciegas le sería muy difícil encontrar la punta del ovillo.

Durante las febriles averiguaciones de los días siguientes, la frustración de Arrieta fue en aumento. Ni el ex ministro ni el viejo general – siempre muy bien informados y dispuestos a compartir con él sus impresiones – pudieron orientarlo. Los dejó sorprendidos, preguntándose qué andaba buscando.

En la última entrevista la conversación fue más difícil, pero eso no cambió el resultado.

– ¡Deje de dar vueltas, Arrieta, y dígame de una vez atrás de qué anda! – lo apretó el abogado, cansado de las oscuras preguntas del periodista.

– No sé. Quiero comprobar una versión – le respondió.

Recostado en el sillón, detrás de un monstruoso escritorio de roble, el viejo golpista abrió los brazos mostrándole las palmas de las manos.

– Bueno, hombre, entonces dígame cuál es.

Arrieta dudó un momento, pero no se decidió a descubrir el juego.

– No puedo – contestó. Esperó que su interlocutor se irritara. Lo conocía bien y sabía que nunca soltaba información a cambio de nada. La actitud del abogado lo sorprendió.

– Usted anda a ciegas, Arrieta. Así no va a conseguir nada de nada – le dijo.

– Ayúdeme, entonces…

El anciano se sacó los lentes. Lo miró divertido.

– Vamos, hombre, usted sabe que hace rato que estoy retirado – respondió y lo despidió con una sonrisa irónica -. Qué tenga suerte…

Arrieta le dio la espalda y salió del despacho sin saludarlo. El maldito viejo sabía algo.

 

Hicieron contacto el viernes a la noche, cuando estaba en el diario. La llamada no llegó a su interno sino al de uno de sus compañeros de la sección Política.

– ¡Para vos, Arrieta! – le gritó desde tres escritorios y un mar de ordenadores de distancia el Pelado Galván.

– ¿Quién es? – preguntó, también a los gritos, por sobre el ensordecedor murmullo de la redacción en pleno cierre.

– ¡Che, que no soy tu secretaria! – otro grito del Pelado, que de todos modos volvió a llevarse el auricular al oído. Unos segundos después volvió a gritar: – Dice que es personal…

– ¡Pasámelo!

Atendió al primer timbrazo, con los ojos todavía en la pantalla del ordenador y la cabeza metida a redondear una frase.

– ¿El señor Arrieta? – Por la voz, que no pudo reconocer, se le ocurrió que su interlocutor era un hombre joven.

– Sí, ¿quién habla?

– Usted está buscando algo, ¿no es cierto?

Dejó de mirar la pantalla y se olvidó de la frase cuyo final le estaba siendo esquivo. Sintió el despertar de la adrenalina en el cuerpo.

– ¿Quién habla? – repitió, tenso.

– Usted estuvo haciendo preguntas…

– …

– Bueno, señor Arrieta, yo puedo llevarlo con la persona que puede darle las respuestas – dijo la voz.

No supo qué responder. Necesitaba tiempo para pensar.

– ¿Está ahí, señor Arrieta? – insistió la voz. Arrieta hizo un esfuerzo para contestar:

– Sí…

– ¿Todavía le interesan las respuestas?

Se recompuso lo suficiente para intentar un contraataque que le permitiera ganar tiempo.

– ¿A qué preguntas se refiere? – preguntó.

La voz hizo una pausa antes de contestar.

– Usted sabe, señor Arrieta. Se lo pregunto por última vez: ¿Quiere conocer las respuestas?

– ¿Quién me las va a dar?

– Cuando lo vea, lo reconocerá – respondió la voz y Arrieta supo que ya no tenía alternativas.

– ¿Cuándo? – preguntó.

– Preste atención – dijo su interlocutor. Y Arrieta anotó las instrucciones.

Una hora más tarde, cuando se iba, se topó con Galván, que estaba esperando el ascensor.

– ¿Tomamos algo? – lo convidó el Pelado.

Arrieta pensó que un whisky y la buena compañía de Galván podían ser una solución para el nudo que se le había formado en el estómago, pero rechazó la invitación. Sabía que si se sentaba con el Pelado en un bar empezaría a hablar.

 

– Suba, señor Arrieta – le dijo el hombre joven.

Reconoció la voz del teléfono y pensó insensatamente que el rostro del hombre no coincidía con el que había imaginado. Era de tez oscura y tenía un corte de pelo a la americana que le daba un aire militar. No pudo verle los ojos, ocultos detrás de unos anteojos negros de diseño moderno. Lo había visto descender del asiento del acompañante de la camioneta y caminar hacia él con la mano extendida. Cuando se encontraron, Arrieta se la estrechó en un gesto mecánico. El hombre lo invitó a subir.

– ¿A dónde vamos? – preguntó.

– A buscar las respuestas a sus preguntas – respondió el hombre joven.

Veinte minutos antes, Arrieta había salido de su casa y, siguiendo las instrucciones, había comenzado a caminar por su misma calle, en la dirección del tránsito, bajo el tibio sol de la mañana del domingo. Cuando el hombre joven le salió al paso ya estaba a ocho cuadras de distancia de su domicilio y empezaba a preguntarse si acudirían a la cita.

Caminaron hacia la camioneta, una Explorer negra detenida contra el cordón una veintena de metros más adelante, y al acercarse Arrieta notó que no era la primera vez que la veía. Se dio cuenta de que, en realidad, había pasado por lo menos en dos ocasiones mientras se alejaba de su casa. Controlando si me seguían, pensó. Era lógico: no podían saber si él había hablado con alguien y tomado precauciones. Que se quedaran tranquilos: la mañana del sábado había llamado a la Embajada para comunicarse con la única persona a la que pensó en informar y la telefonista le había respondido que mister Reynolds no regresaría hasta el lunes y que, lo sentía mucho, durante el fin de semana sería imposible ubicarlo.

– Suba, señor Arrieta – dijo entonces el hombre joven abriendo la puerta de atrás.

Subió y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse mientras todavía se estaba acomodando. El conductor era un individuo canoso, de espaldas anchas, con el mismo corte de pelo y los mismos anteojos que su compañero. No dijo una palabra. Cuando la Explorer arrancó, el hombre joven se dio vuelta.

– Nos espera un viaje largo, señor Arrieta – dijo al tiempo que le ofrecía un par de anteojos negros. Más grandes y de un modelo más antiguo, notó el periodista -. Por favor, ajústese el cinturón y póngase estos anteojos. Será un poco incómodo pero, usted comprenderá, es por razones de seguridad. Le ruego que no intente ver por dónde vamos… nos daríamos cuenta y deberíamos dar la vuelta. – hizo una pausa y le advirtió: – Si necesita ir al baño, es el momento de decirlo. Podemos parar ahora en alguna estación de servicio. No nos detendremos en todo el camino…

– No, gracias. Estoy bien – respondió.

Se colocó los lentes y notó que tenían los cristales cegados: sólo alcanzaba a ver, de reojo, una línea de luz a cada lado.

– Muy bien, ya estamos en camino – dijo el hombre joven y después, en tono de duda, le preguntó: – ¿Le gusta el jazz?

– Sí.

– Entonces vamos a tratar de hacerle el viaje un poco más llevadero…

Arrieta escuchó abrir un estuche – seguramente la caja plástica de un CD – y poco después comenzó a sonar la música. Demoró apenas unos compases en reconocer la melodía: How deep is the ocean, soplado por Miles Davis.

Extraño gusto para un militar, pensó.

 

En ningún momento, durante esa semana de manotazos de ciego ni durante el trayecto – también a oscuras – en la Explorer, Arrieta imaginó que al final del camino lo esperaba el Coronel. Se había quedado dormido en el viaje y despertó cuando la camioneta comenzó a vibrar sobre lo que supuso una vía de tren y después supo que era el guardaganado de la entrada de un campo.

– Puede quitarse los lentes, señor Arrieta – escuchó decir, aún no demasiado alerta, al hombre joven.

Miró el reloj y comprobó que habían pasado más de tres horas. Desde el asiento delantero, el hombre joven sonreía:

– Lindo sueñito, ¿eh? – le dijo en tono cordial – Ya llegamos.

Arrieta le devolvió la sonrisa.

El conductor llevó la camioneta hacia una arboleda y traspuso una tranquera abierta. Recién entonces vio la casa en medio de los árboles. Al final del camino esperaba un hombre vestido con botas, bombachas y campera marrones. No lo reconoció hasta que lo tuvo enfrente.

– ¿Cómo está, Arrieta? – preguntó el hombre, tendiéndole la mano.

– Buenas tardes, Coronel – el periodista se la estrechó.

– Ya no soy coronel, usted lo sabe – respondió el hombre, clavándole unos ojos acerados que a Arrieta le recordaron otros tiempos. Tiempos negros, pensó.

Era verdad, el Coronel ya no era coronel. Arrieta recordaba bien las circunstancias: estratega político de la última dictadura, cuando los militares debieron devolver el poder a los civiles, el Coronel había renunciado al ejército. El caso dio mucho que hablar: nadie lo había echado, tampoco había pedido el pase a retiro. Simplemente solicitó la baja. Por razones personales, justificó sin dar otras precisiones. Esa fue la explicación oficial. Un rumor de la época decía que al nuevo comandante del ejército le había dado una razón muy distinta: Nunca voy a estar bajo las órdenes de un civil, se decía que le dijo. Ninguna fuente había querido confirmarlo.

Tiempos negros, volvió a pensar Arrieta. Aunque, personalmente, no la había pasado mal. Por entonces era un prometedor redactor de un diario que apoyaba a la dictadura y estaba acreditado en la Casa de Gobierno. Allí había conocido al Coronel, cuya oficina se hallaba muy cerca de la del presidente. La relación no había sido de amistad – ningún civil podía ser amigo del Coronel, suponía -, pero el militar lo había tratado con cordial distancia. Usted va a ser un buen periodista, le solía decir mientras le pasaba información que Arrieta transcribía y publicaba fielmente. En ocasiones, incluso, lo había distinguido brindándole algunos datos más que a sus colegas. Y él había sabido aprovecharlos. Esa ventaja le costó varios resentimientos y, también, el mote de periodista del régimen que le endilgaron algunos. Pero, quién había sido independiente en esa época, se justificaba Arrieta.

Cuando la dictadura se derrumbó bajo el peso de su propio fracaso, el Coronel salió de escena y, pasados los rumores sobre las verdaderas causas de su renuncia, fue olvidado con rapidez. Había tenido la suerte o la habilidad de no haber ejercido ningún mando de tropa durante el gobierno militar, por lo que los procesos por violaciones de los derechos humanos que involucraron a muchos de sus camaradas de armas no lo rozaron. Ahora, como un fantasma del pasado, volvía a la vida de Arrieta.

– Usted debe tener hambre – dijo -. Hablaremos después del almuerzo.

 

Comieron casi en silencio un asado sin achuras preparado por el propio Coronel, sentados los cuatro a la larga mesa del comedor de la casa. No parecía haber nadie más.

– Vamos a caminar – dijo el Coronel después del café y, luego, como si recordara algo, cuando ya se levantaban, agregó: – Si trajo grabador, déjelo acá.

– No traje – contestó Arrieta.

Salieron de la casa, cruzaron el patio, traspusieron la tranquera y se adentraron en el campo. Un sol pálido comenzaba a caer hacia el oeste. Hacía frío. Arrieta miró su reloj: faltaba poco para las cinco de la tarde. Caminaron unos minutos en silencio. Finalmente, el Coronel preguntó:

– ¿Qué quiere saber, Arrieta?

– Todo lo que pueda decirme.

– ¿Qué es lo que sabe? – El Coronel lo miró.

– Poco, en realidad nada. Apenas un rumor sobre un plan para desestabilizar al gobierno.

– Es más que eso – dijo el militar y calló.

El periodista recorrió el campo con la mirada: una llanura de pastos amarillentos poblada por unas pocas vacas dispersas; a lo lejos, frente a ellos, un monte de ombúes. El Coronel lo observó, como sopesándolo.

– ¿Por qué quiere saberlo?

Arrieta también le devolvió la mirada, desconcertado por la pregunta. ¿Por qué quiero saberlo?, se preguntó.

– Es mi trabajo – respondió unos segundos después. El Coronel permaneció en silencio. Caminaban hacia el monte de ombúes. Cien metros más adelante, habló:

– Le voy a decir lo que sé… – comenzó.

La conspiración de la que hablaba el Coronel no tenía nada de novedoso: un grupo de civiles y militares – apoyados por grupos económicos locales ligados a capitales internacionales – intentaría, una vez más en la historia del país, hacerse con el poder. Más de lo mismo, pensó Arrieta mientras lo escuchaba, como si las condiciones políticas no hubieran cambiado en los últimos veinte años. El Coronel atrasaba en el tiempo, se le ocurrió.

– Esta vez el movimiento puede tener un gran apoyo popular – estaba diciendo el Coronel -, hay un plan de acciones paramilitares y de propaganda que irá creando el clima propicio para que la gente… Sobre todo la clase media – precisó con un rictus de desprecio – exija el derrocamiento del gobierno.

El costado militar del plan, describió el Coronel, se desarrollaría en dos niveles: por una parte, una escalada de robos, secuestros extorsivos que terminarían siempre con la muerte de las víctimas, y otras acciones delictivas que irían generando un clima general de inseguridad en la población (“la gente tendrá miedo de salir a la calle”, dijo); por la otra, una cadena de atentados contra figuras notables,  líderes de opinión o conocidos opositores  al gobierno (“terror quirúrgico”, definió con una fórmula que asombró a Arrieta).

– Las acciones de propaganda – continuó el Coronel – apuntarán a instalar una idea en la población: que los responsables de los atentados son grupos creados, dirigidos y protegidos por el propio presidente. Cuando esta idea quede instalada, la propia gente pedirá a los gritos que lo echen.

Habían llegado al linde del monte.

 

El sol, ya agonizante, se escurría entre el follaje de los ombúes. Mientras repasaba las confidencias del ex militar, una idea cruzó fugaz por la cabeza de Arrieta: el Coronel no formaba parte de la conspiración, la estaba denunciando. De otro modo, no se explicaba que hubiera revelado con tanta precisión los planes del grupo golpista. O tal vez, pensó también, quiere ganarme para la causa. No sería extraño.

– ¿Por qué razón decidió hablar de esto?

El Coronel se le había adelantado unos pasos. Caminaba mirando el suelo, como si buscara un rastro. Se dio vuelta.

– No se preocupe por eso ahora. Antes de que termine la tarde lo sabrá por sí mismo – respondió.

Desde que habían entrado en el monte, Arrieta pensaba en otra pregunta, pero un inexplicable pudor le había impedido hacerla.

– ¿Por qué me lo cuenta a mí?

– Le voy a decir la verdad. No sólo había pensado en usted, también tenía en mente a otros de sus colegas. Y me costaba tomar una decisión. Pero entonces usted empezó a hacer preguntas y me ayudó a elegir – hizo una pausa antes de agregar -. De alguna manera, se lo ganó.

Ya no caminaban. El Coronel se había llevado una mano a la cintura, como si necesitara sostenerla o lo aquejara un dolor. De pronto, Arrieta notó cuánto había envejecido. Sintió pena por él.

– ¿Cuándo empezará todo? – quiso saber.

– Muy pronto. El primer atentado desencadenará un proceso que nadie podrá detener.

Una pregunta le quemó la garganta al periodista:

– ¿Puede decirme quién será la primera víctima?

El Coronel lo miró con ojos cansados. Arrieta creyó ver un gesto de desilusión en su rostro.

– Creí que ya se había dado cuenta –  respondió antes de dispararle.

(2004)

 

Daniel Cecchini es periodista y escritor, entre sus libros, La CNU: el terrorismo de Estado antes del golpe, Contratextos y Los nuevos conquistadores.

 

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