Un pobre comerciante tunecino, desesperado por un accidente en el que pierde toda su mercadería,  se incinera a lo bonzo en una comisaría. Y allí con ese acto da inicio a una revolución que estaba en el aire.

Se desbarrancó, le patearon las estanterías, lo tumbaron en el barro junto con carro y verduras y frutas y él mismo se vino también abajo y no sabemos cómo, qué fue, si la forma en que rodaron las naranjas o la alfombra encrespada que hicieron las acelgas o el arco de bananas que lo coronó a él mismo hundido en el barro con el carro varado al lado como una ballena muerta o tal vez fue el canto del carro antes de caer, dicen que rechinó con fuerza, porque todo esto pasó lejos, en el África del Norte, pero allá también hay quienes los ejes de su carreta nunca los van a engrasar, y no sabemos entonces si fue el canto del carro o la música de su aullido arábigo -que habrá de sonarnos melodioso a los infieles pero no sería realista creer que pueda haber consistido en algo muy distinto a la concha de su madre hijos de puta dicho en la versión de esa lengua flexiva y terrorista-, es decir que puteó en el antiguo idioma de ellos o tal vez fue el signo, el arabesco que dibujó su patinada o la parábola de la caída de las mandarinas o el rayo de sol que iluminó las chauchas justo justo cuando se derramaban sobre el barro como si se hubieran rebelado a terminar siendo ensalada y se hubieran entregado a su natural destino de semilla con un arrojo de lanzas livianas cediendo felices a esa fuerza, esa gravedad que las liberó de la ensaladera adónde irían a parar. No sabemos y estamos en condiciones de afirmar que probablemente no sabremos nunca qué fue lo que lo puso en el ojo de Dios pero ahí estuvo el pobre Mohamed Bouazizi y ya se sabe, siempre se supo, y ahí en el Medio Oriente primero que en ningún otro lado, que a los dioses es mejor no verlos ni que te vean, mejor tenerlos lejos: meterles ofrendas delante de los ojos, quemárselas, hacérselas humo para nublarles la vista con eso que les gusta, las formas deformes de lo que se quema de lo que se eleva hecho humo y se mueve y cambia todo el tiempo y abajo deja cenizas: a los dioses les gusta eso y por eso somos polvo agitado y seremos polvo quieto, un día, un rato hasta que todo lo que fuimos se eleve otra vez no sabemos cómo pero ya nunca más como nosotros mismos, y con las ofrendas en la jeta se las quiere distraer a las divinidades de la tragedia del mundo como si se la pudiera hacer cesar, detener en un instante de paz a todo lo que es, que nace y muere y nace y muere con la violencia del amor y del odio de Dios por eso “ay de los mirados, ay de los elegidos”, como decía siempre la Negra Sombra acá en los bloques donde se hizo emperatriz antes de tirarse en el suelo también de barro, también de quema, con la basura del basural que fue esa tierra antes de ser barrio, la basura en combustión debajo de ese barro que es como barro del infierno mismo, como el suelo donde Dios lo tuvo a Mohamed en su ojo, en ese ojo de eternidad que es el ojo de Dios que se parece al ojo de un huracán es su parte quieta lo demás gira su furia creadora y destruye y construye violentas constelaciones todo el tiempo, el centro de eso, del universo de Dios que es Su ojo que se queda quieto está El, es esa calma sorda y ciega que arde, lo que hace nacer y morir y por eso le rezaba así la Negra: “Al fuego, leña, a Dios, candela y al cordero, la llama que flagela y quema. Así es como lo que es de Dios a Dios le llega. El olor de la carne le llega y le llega el humo, que eleva los deseos de los vivos ardiendo, ardiendo, ardiendo, ardiendo. Para la Tierra, Dios así lo quiere, es lo que en la Tierra queda. Oh Señor Tú me arrancas. Quedan huesos. Y anillos quedan. Quedan los dientes que se caen en el rechinar de dientes. Y cenizas, cenizas quedan. Oh Señor Tú me arrancas. Acéptalas, Dios mío, ardiendo. Amén”. Y Mohamed podría haber rezado lo mismo que la Negra cambiando algún detalle, después de todo es el mismo Jehová de los ejércitos el de los dos, pero no llegó ni a rezar: los canas corruptos de allá, que son iguales a los de acá, le revolearon el carro a la mierda con todas las verduras y las frutas que había comprado esa madrugada en el mercado y que estaban carísimas y que eran casi toda la plata que allá se llama dinares que tenían en el planeta él y su familia, le empujaron el carro para abajo, le dieron dos cachetazos, lo escupieron, le dieron un par de patadas a su cabeza embarrada y orlada de la saliva que al sol brilló como diamantes y tal vez fue eso lo que lo puso en el ojo de Dios porque las escupidas lo sacaron y nunca pudo volver el pobre Mohamed a sí mismo, se sacó, se volvió al rancho, agarró el bidón de nafta que se habían comprado con su mujer como se habían puesto el anillo cuando se lo habían puesto el uno al otro: como el signo de un proyecto, los hijos, las piezas nuevas para el rancho, la vejez juntos, y como los anillos, el bidón era el signo de la prosperidad, de la efe cien que se iban a comprar para mover verduras groso, les faltaban diez años calculaban ellos, que como todos los comerciantes tenían fe en una abundancia que crecía de monedita en monedita y las cuentas decían que en tres mil seiscientos sesenta y cinco días de apilar las moneditas extraídas al camino de cada madrugada de la casa al mercado del mercado a la plaza y al canto de ofertas de la melodiosa voz de Mohamed tendrían una efe cien usada pero en buen estado y ya se sabe que la prosperidad se prodiga mejor a quienes no la traccionan a sangre sino a nafta. Y también se sabe que la nafta no sólo es combustible de abundancia: también puede ser combustible de bonzo, lo que tal vez sea otra clase de abundancia, pero no sabemos en qué riqueza convierten la nafta los bonzos porque ellos nunca vuelven para contarlo y apenas si nos quedan las cenizas para enterrarlas lo más cerca que se pueda de los antepasados. Entonces Mohamed se fue a quejar a la comisaría por los destrozos que le habían hecho con los documentos en un bolsillo y el bidón del combustible en la mano y tuvo cinco horas de tiempo sentadito ahí en la comisaría cada vez más cerca del centro del ojo de Dios hasta que lo atendieron y le pegaron el empujón que faltaba, lo mandaron al kilómetro cero de la furia divina cuando se le rieron en la cara y le dijeron que se deje de joder que un vendedor sin papeles no puede reclamar un carajo de nada que pagara los peajes que sabía que tenía que pagar para no tener problemas y que se fuera a la casa antes de que se arrepintieran y lo cagaran a palos y encima lo metieran preso. Mohamed se quedó quieto un instante, el instante en que ardió dentro del ojo de Dios seguramente, un instante que habrá sido largo para él y que se les hizo largo después a los canas cuando se pusieron a pensar cómo había empezado todo y ya ardía cuando abrió el bidón y se tiró la nafta encima y la hizo combustible de su propia combustión, se prendió con un pequeño estallido Mohamed y todos los canas que se le habían cagado de risa salieron corriendo y el fuego le quemó primero el pelo y la ropa y después el cuerpo entero porque hay que ver la cantidad de nafta que cabe en un bidón de los que se podía –seguro que ya lo prohibieron en todas las dependencias públicas del mundo- llevar en la mano cuando se iba a reclamar justicia en Túnez, así que con fuego hasta en las pelotas corrió él también pero no como cuando huyen los funcionarios y los policías corruptos sorprendidos por un bonzo, corrió como corren los bonzos durante los segundos de su consumación, que dura sólo lo que la carrera, después los apagan y los llevan al hospital y se acabó, entonces encaró su última carrera como todos sus ex colegas –es un gremio que muy raramente tiene más de un miembro en el mismo momento-, con torpeza, sacudiendo los brazos y a los gritos porque no hubo otro como Thích Quảng Đức, el monje budista ese que se quedó calladito y en posición de loto mientras se quemaba vivo. Todos los demás avanzan unos metros en llamas hasta que se caen y se quedan quietos y solamente se mueve el fuego porque andar como mínimo ondulando está en su naturaleza y suele ser entonces cuando se los apaga envolviéndolos con una frazada o tal vez, allá, con una alfombra que de mágica nada porque el viaje termina enseguida en el nosocomio más cercano, donde no los espera más maravilla que la muerte, salvo que se cuente como milagro la inversión de un protocolo milenario en la región, porque él fue momia antes de ser cadáver en el hospital al que lo fue a visitar el presidente Ben Ali en un intento de apagar el fuego que terminaría quemándolo a él también luego de veinticinco años de ser El Iluminado, El Padre del Pueblo y La Luz de Túnez. Pero el ojo de Dios lo tenía en la misma mira que al pobre verdulero devenido momia y, bien visto, es probable que Mohamed haya sido su cordero, la ofrenda del pueblo a su Señor, la víctima propiciatoria, la mecha de la explosión que la historia muchas veces le pide al fuego para incendiarse. Y ese instante que se hizo largo en la comisaría, cuando Mohamed quedó en el kilómetro cero del ojo divino y pareció decidir su destino y el de su país, ese fue el instante en que Dios aceptó la ofrenda. Y agonizó Mohamed quince días, como muere meses la tierra antes de hacerse primavera: se levantó la gente contra la tiranía, hubo algunos muertos más y en otra quincena cayó Ben Alí.

Y kaput Mohamed, quien después de invertir la cronología en la que suelen sucederse cadáver y momia, conoció una fama que llega tan lejos como a nuestros ojos y fue símbolo de revolución.

 

Gabriela Cabezón Cámara es periodista cultural y escritora. Acaba de publicar Las aventuras de la china Iron, la quinta de sus novelas, luego de La virgen cabeza, Le viste la cara a Dios, Beya (novela gráfica) y Romance de la negra rubia.