¿Y si de repente el primer partido después de la peste fuera contra Brasil? El precio de ganarles terminó siendo demasiado alto. La gloria y la pena a veces son hermanas.
Nunca nadie pensó que nos íbamos a quedar sin fútbol durante tanto tiempo. La mayoría ya ni nos acordábamos cómo funcionaba el ritual de ver un partido cuando anoche, a las veintiuna horas de Argentina, volvió a rodar la pelota. El Monumental era un pueblo de fiesta. Uno cerraba los ojos y el sonido pintaba el paisaje de una de las tantas Plazas de Mayo rebalsadas que ya son tradición porteña. El cielo estaba limpio, la noche para camperita liviana. Pero ese partido en realidad había empezado un mes antes.
Hace exactamente un mes se reunía la cúpula de la AFA para digerir la noticia de que la Selección Argentina ya tenía rival para el debut. La FIFA evaluó que por fin la reducción de la pandemia en el continente generaba una ventana con condiciones para jugar la Copa América con un riesgo aceptable. Lo que nadie se esperaba cuando todo esto empezó, hace dos años, es que esta copa sufriría dos postergaciones y sería el primer campeonato oficial que se disputa desde que el virus y su catástrofe frenaron todo. Y nadie se imaginaba tampoco, que cuando volvieran a hacer el sorteo para el fixture definitivo, el primer partido sería contra Brasil. Es por eso que el planteo futbolístico del partido esta vez excedió al director técnico y se discutió con toda la cúpula, y casi se convierte en cuestión de Estado cuando a eso de las diez de la noche llamó por teléfono Alberto Fernández para preguntar cuál era la idea táctica que estaban manejando. Nadie sabía (ni en nuestra vereda ni en la de enfrente) cómo iban a responder las piernas de esos jugadores que nunca habían pasado tanto tiempo sin pisar el césped, y ya se habían acostumbrado a un ritmo de relajación y entrenamiento liviano que no tiene nada que ver con las exigencias y la presión de la alta competencia. Eran veintidós tipos que volvían del retiro. No había un mapa pero tampoco margen de error y las gotas de transpiración caían tensas desde las frentes de los mandamases, brillando con el reflejo de la lamparita que hacía foco sobre la mesa de reuniones. En una esquina oscura de la sala, alcanzaba a brillar la brasa de un cigarrillo. Todos se dieron vuelta a mirar hacia la penumbra cuando se escuchó el vozarrón de César Luis Menotti.
Si bien era el último que se había sumado a esa mesa, era el más longevo de todos, y tenía colgada la insignia más brillante que se podía exhibir: fue el primer técnico que consiguió la copa del mundo con la selección. No se sabe cuáles fueron sus palabras exactas, pero es fácil imaginarse alguna de sus frases profundas, cortas, sobre lo importante de la identidad y de las fuentes y de la idiosincrasia argentina, esas palabras rotundas que siempre tuvo y que suelen convertirse en mandatos cuando salen de su voz ronca. El asunto es que por presencia se convirtió en el capitán de ese barco que empezó a definir el equipo que salió a la cancha anoche al Monumental. Por lo menos fue el diseñador de la mitad atacante de la Argentina, inoculando algunas ideas principales.
La mitad de la cancha tenía un dueño indiscutido: Leandro Paredes ya estaba mostrando esa mezcla de calidad y firmeza que no se veía por estos pagos desde la época de Fernando Redondo. Dos volantes a su lado, pero distantes, carrileros que se abrieran mientras los delanteros se cerraban. Y en ese mecanismo imprimió su sello el Flaco: estaba obsesionado con que fueran de equipos contrarios, rivales. Y tenía los nombres. Por izquierda, un recientemente consagrado en la selección, Marcos Acuña, identificado con los colores de Racing. Por la derecha, un resistido, Maxi Meza, ídolo del Independiente campeón del 2017 y con un corto pero digno paso por una selección diezmada. Arriba, dos pesos pesados: el Kun Agüero y Lautaro Martínez, dos emblemas del Rojo y de la Academia, respectivamente. La estrategia consistía en repartir un andarivel para cada vereda de Avellaneda. Que los dos del Rojo se juntaran en el espacio reducido, mintieran juntos en alguna complicidad, se regalaran habilitaciones inesperadas. Lo mismo la dupla de Racing por la izquierda. Pero a la hora de tirar un centro, una pelota larga, un cambio de frente, que el objetivo fuera un rival. Uno que exigiera, que mirara fijo, que no perdonara errores, que obligara al compañero a dar lo mejor de sí. Que el volante sintiera la obligación de entrarle a la pelota con la calidad necesaria para conseguir un pase milimétrico, con la comba exacta, fácil de manejar. Que el delantero se tuviera que lucir con un salto sobrehumano, con un cabezazo fulminante, con una caricia que durmiera el fútbol, con una volea imposible al ángulo. Complot en el juego corto, lucha de egos en el juego largo. Y en el medio de los cuatro el enganche.
Adelante del cinco, atrás de los delanteros, con un carrilero a cada lado, necesitábamos un diez. Alguien que cumpliera con dos requisitos básicos: que pueda sacarse de encima a cualquier rival y que inspire el respeto suficiente en sus compañeros para dirigir los ataques. El apellido Messi se caía de maduro, si no fuera porque algunos síntomas lo van a tener en cuarentena por lo menos durante una semana más. Pero Menotti lo sabía bien y tenía una propuesta: el emblema del River campeón en Madrid, el apellido que ese Monumental ya se sabía de memoria: El Pity Martínez.
La propuesta cerró y ese fue el equipo que se paró a enfrentar lo desconocido en la noche del sábado. Del otro lado estaba Brasil, que además de sus cinco copas del mundo, sus playas hermosas, su buen humor, venía a ostentar una nueva virtud: su excelente estado de salud. Casi daba bronca ver a los once brasileros hacer los movimientos precompetitivos, todos inmunes a un virus que ya dejó cientos de miles de muertos alrededor del mundo y un tendal de futbolistas afectados en todos los países, entre ellos el mejor del mundo. Lo más llamativo, casi una provocación del destino, era que sus jugadores más viejos (supuestamente la franja etaria más frágil) parecían contagiados por una ola de fortaleza y agilidad renovadas. El más sorprendente era Dani Alves, ya con sus rulos íntegramente color ceniza, buscando su cuarto mundial más atlético que nunca y tirando piques que asustaban hasta a nuestros veinteañeros. Los brasileros daban miedo pero también rabia, era como si flotara en el aire una afrenta que había que equilibrar con una goleada, como si no hubiese sido suficiente justicia poética la muerte de Bolsonaro causada por una gripe común.
El arranque del partido fue intenso, con un par de llegadas a cada arco en pocos minutos. La Argentina tenía mejor la pelota y mostraba que podía lastimar, pero la selección brasilera estaba un escalón más arriba en cuanto a lo físico, y hacía sentir su rigor. Estaba muy parejo todo hasta que Tagliafico se tiró a trabar una pelota imposible sobre la línea del lateral, ganó, metió un pique de veinte metros y le cruzó un centro a Meza, que cabeceó por arriba. La siguiente jugada terminó en gol. Habilitación del Pity para Acuña en la izquierda, a la espalda de Dani Alves, que lo alcanzó y pegó un salto de metro y medio para cubrir el centro. Pero el Huevo la tiró rasante por abajo y el Kun Agüero solamente tuvo que estar en su lugar y abrir el pie derecho. Golazo. Iban treinta minutos de partido pero el golpe clausuró de facto el primer tiempo.
La segunda parte empezó como si fuera un recital de Argentina. La gente cantaba, el equipo se divertía, Brasil se desesperaba. Todos la estaban pasando muy bien menos Menotti, que sabía que con la diferencia de velocidad cualquier contra empataba el partido. No le hacían mucha gracia esos avances argentinos con siete jugadores por todo el frente de ataque, pero sabía que era mejor la vergüenza de que te empataran el partido de contra antes del sufrimiento y el desgaste físico y moral de invitarlos a venir y dejarlos crecer. El gol brasilero salió de un córner a favor de Argentina y fue una obra de arte. Diagonal de Dani Alves, pase sin mirar para Gabriel Jesús, gambeta y definición al segundo palo, a colocar, sin chances para el arquero.
Faltaban veinte minutos para el final y podía pasar cualquier cosa. La falta de ritmo se empezó a hacer notar y prácticamente todos los jugadores, de los dos equipos, se quedaron sin piernas. Cada pelotazo largo era un nudo en la garganta, en cualquier momento un defensor se quedaba sin aire en los pulmones o sin irrigación en el cerebro y dejaba al delantero rival solo contra la suerte del arquero. La multitud ya cultivaba un silencio dramático que solamente se cortaba con algún coro aliviador del fonema Uhh. A los treinta y nueve, con el corazón en la boca, Lautaro Martínez miró a los ojos al último hombre de Brasil y se la tiró larga. El defensor, con su último aliento, no tuvo más opción que aceptar el desafío. No lo alcanzó en velocidad, pero se las arregló con algo de falta y algo de oficio para empujarlo hacia la izquierda, lejos del arco. Lautaro trastabilló, pero con lo justo llegó a tirar un centro hacia lo inesperado. Solo, olvidado por su marca, apareció en el otro borde del área el Kun Agüero. Se acomodó y de aire sacudió una volea que hizo estallar la pelota contra el segundo poste. El rebote fue a dar al lateral, y el Kun al pasto. El desgarro del isquiotibial se le notaba en los ojos. Lo sacaron en camilla, con la mente en otro lugar. No se esperaba terminar su carrera tan de repente, le hubiese gustado elegir mejor el final.
En el banco argentino se conformó instintivamente una asamblea de emergencia. La ronda del cuerpo técnico entendió que la lesión de Agüero era una situación muy compleja pero que el partido no permitía otra opción. La única carta que podía jugarse era Dybala. El jugador que más afectada había tenido su salud por el virus, el único que estuvo realmente en peligro de perder la vida. Era imposible aventurar cómo iba a responder ese hombre que hasta hacía apenas dos semanas estaba internado en una clínica con pronóstico reservado y que ahora empezaba a dar señales tímidas de recuperación total. Casi dudaron, pero la actitud del jugador de la Juventus los convenció. Hizo tres aplausos de autoaliento y saltó del banco a precalentar.
En sus últimos minutos el partido siguió naufragando en ese remolino futbolístico, con veintidós atados de nervios buscando la hazaña en cualquier parte de la cancha, exigiéndose siempre de más, cometiendo errores peligrosos, desorganizando avances y retrocesos. El empate parecía una condena. A Paulo Dybala, en esos cinco minutos reglamentarios que faltaban le pesaban como nunca las miradas atentas de su familia y sus amigos. Se los imaginaba concentrados en frente de la pantalla, preocupados por su salud, después de tanto tiempo acompañando su enfermedad en la distancia. No sentía una presión así desde su debut como titular en Instituto, cuando era un pibe de diecisiete años de un pueblito perdido de Córdoba, la esperanza de su familia y sus vecinos. Por segunda vez en su vida, once años después, sintió una conexión directa con Laguna Larga y se imaginó las pocas calles, la nochecita del pueblo con los primeros mosquitos apareciendo, dos pibes tomando un helado en la plaza, señoras con la reposera en la vereda semivacía y el relato del partido, como sonido de fondo, emanando de cada ventana abierta. Se pensó tratando de escuchar las respiraciones contenidas, el silencio de sus vecinos de la infancia en frente de sus televisores. Pensó que, en algunos lugares del mundo, nada había cambiado demasiado, que el mundo no se había dado vuelta en unos meses, que no se había roto una época ni estaba empezando ninguna nueva.
Lagunero, miraba la tribuna, el cielo, y los minutos le pasaban por el costado. De repente, una pelota altísima cortó las nubes y le bajó la atención a la altura del césped. La vio pasar por arriba de su cabeza y caer a dos metros de Thiago Silva, que había quedado de último hombre. Lo vio lento y picó para primerear. Corriendo como nunca en su vida llegó a puntear la pelota con tanta suerte o precisión que le salió un caño limpio, en un solo toque, control en velocidad por entre las piernas del brasilero, y de repente quedó solo frente a mucha cancha y un arquero desamparado. Los espacios se le achicaron, el cronómetro se le enlenteció, y en lugar de encarar, calculó. Le hundió medio empeine bien abajo a la pelota dormida y desde diez metros afuera del área se la puso por arriba a un arquero que estaba recién tratando de entender la situación. El rugido del gol aturdió tanto a Buenos Aires como a Laguna Larga. Pero Dybala, eufórico, fue a gritar su propio grito, tratando de prevalecer sobre las miles de gargantas que lo apuntaban, tratando de sostener todas y cada una de las miradas que se le clavaron como flechas. La cara se le puso colorada y después azul. Las facciones se le empezaron a hinchar y quedó acostado de espaldas en el césped, con los ojos en blanco. Sus compañeros y sus rivales fueron los primeros que vieron llegar a la tragedia y corrieron a buscar una camilla. Nadie se fijó en el suplente que entró para reemplazarlo, las cámaras nunca lo filmaron. El final del partido pasó desapercibido, la atención de todo el mundo se fue del estadio con Paulo Dybala, que murió en la ambulancia camino al hospital, engrosando la interminable lista de víctimas que se ha cobrado ya esta crisis pandémica.
La muerte, a esta altura, se ha convertido en una noticia habitual. La tristeza se ha vuelto una constante en cada rincón del planeta. El mundo nuevo que florece de estas ruinas dejó atrás sociedades crueles que no queremos ver volver, y vidas de personas valiosas que vamos a extrañar. Somos más sensibles, más conscientes de nuestra fragilidad. Por alguna razón seguimos buscando historias que nos distraigan de nuestra supervivencia inmediata, que nos inspiren a seguir jugando, a seguir imaginando mundos más poéticos a pesar del constante llamado a la seriedad de la catástrofe, a pesar del cachetazo diario de las malas noticias picando cerca nuestro. Por alguna razón seguimos sonriendo, seguimos festejando, sostenemos la alegría en pasajes cotidianos que se vuelven casi refugios. Y de a poco vamos recuperando nuestros espacios perdidos, donde supimos compartir sonrisas con la liviandad de lo que no duele. Anoche, sin ir más lejos, volvió por fin el fútbol. Y esperemos, con la tenacidad que ponemos últimamente en cada esperanza, que haya vuelto para quedarse.
Lucas Debandi es psicoanalista y escritor.