A veces la ceremonia del adiós se prolonga en el tiempo y deja que aparezcan otras luces sobre las relaciones. Como sucede entre una madre y su hijo que se redescubren y se quieren a su extraña manera cuando la muerte anuncia su llegada. (Foto: Claudia Conteris)

La última vez que había visto a mi madre fue cuando cumplí 26. Ella me había invitado a cenar. Ese día discutimos como siempre, tal vez más, y me fui de su casa en mitad de la comida. Pasaron cinco años hasta que volvimos a vernos.

Cuando yo era chico me gustaban sus manos grandes y que ella siempre tuviera las uñas pintadas de rojo.  Hasta mis trece años los dos nos queríamos, ella me cuidaba, y creo que yo también. Pero cuando empecé el secundario, las cosas cambiaron. Yo pasaba todo el día afuera de casa, no me gustaba estudiar y por esa época ya había empezado con el alcohol. Mi madre era profesora de literatura pero trabajaba como bibliotecaria. Tenía un amigo poeta que había conocido en la biblioteca y los dos pasaban varias horas leyendo poesía en voz alta en el living de mi casa. Muchas veces, cuando yo entraba a casa y los veía, me preguntaba qué hacia mi madre al lado de ese hombre un poco encorvado que usaba camisas arrugadas, pero a ella se la veía feliz.

Cuando yo estaba en tercer año, mi madre me pidió que me anotara en el taller de teatro de la escuela. Eso la puso contenta. Fue un tiempo de tregua para nosotros y nuestras peleas, pero duró poco. A mí me iba cada vez peor en las materias y tenía problemas con los profesores. Un día la directora citó a mi madre para decirle que yo era un maleducado, estaba llegando al máximo de amonestaciones y que, si seguía así,  iba a repetir. Mi madre volvió furiosa, fue directo a mi pieza, puso algo de ropa en mi mochila y me echó de casa.

Me fui a lo de un amigo que vivía con sus abuelos. Esos días, mi amigo y yo nos rateamos juntos y tomábamos cerveza en la plaza. La directora volvió a llamar a mi madre y dijo que me expulsarían. Mi madre tomó un taxi y fue a buscarme a la casa de los abuelos de mi amigo; desde la vereda gritaba tanto que salieron algunos vecinos a ver qué pasaba. Yo subí al taxi y volvimos juntos a casa. Ella podía ser muy cruel, conmigo sobre todo, pero la suya era una crueldad impulsiva. Se exaltaba en un segundo, sentía una repulsión ardorosa que no podía contener y explotaba. Pero la verdad es que ella y yo no podíamos vivir juntos. A los veinte, me fui a vivir a un departamento que había sido de mi abuela. Pero cuando nos encontrábamos, siempre discutíamos.

 

Después de cinco años sin saber nada el uno del otro, un día mi madre me dejó un mensaje en el contestador.

-No vale la pena, Patricio, hacerse tanta mala sangre.

Al otro día fui a verla a la biblioteca. La encontré atendiendo a un grupo de adolescentes. La esperé afuera. Mi madre salió unos minutos después y caminamos atravesando la plaza.

-¿Seguís con la actuación? –me preguntó.

-Sí, ahora dirijo también, y escribo.

Unas nubes negras ensombrecían el aire.

-Se está preparando una tormenta –dijo ella mirando el cielo y tuvimos que correr porque se largó un chaparrón. Entramos al bar empapados.

-¿Estás más flaca? -le pregunté mientras nos sentábamos a una mesa al lado del ventanal que daba a la calle.

Ella se secó la cara con una servilleta de papel. Sentados los dos ahí, al lado del ventanal, volví a ver a la mujer que me había criado y que me leía cuentos y poemas de autores ingleses. Pero tenía algo raro.

-Es que me puse amarilla –dijo.

-¿Qué tenés?

-Cáncer en el páncreas –y no dijo más.

Al día siguiente, mi madre tenía consulta con el doctor Saucedo. La esperé en la puerta del consultorio.

-¿Cómo le fue con la medicación? –le preguntó Saucedo.

-Doctor, si tomo todo eso voy a explotar.

Mi madre tenía 56 años y un tumor en la cabeza del páncreas que le obstruía el flujo de la bilis desde el hígado al intestino.

Saucedo remarcó que el tumor estaba comprimiendo las vías biliares. Y dijo que era irresecable.

Ese día oí hablar de la sedación terminal por primera vez.

Empecé a ir casi todos los días a la casa de mi madre. Después de cinco años, todo estaba igual. Los muebles, los cuadros, las fotos. Lo único nuevo era un reloj de péndulo que cada media hora hacía sonar las campanadas. Por las tardes, caminábamos por el barrio porque ella decía que le hacía bien.

-Siempre me gustó el verano –dijo ella, y se estiró para arrancar unas ramas de tilo que tenía las flores abiertas.

Le dije que tenía que tomar la medicación.

-Este es mi último verano –dijo mi madre y acercó las hojas del tilo para oler el perfume de las flores.

-No digas eso –la reté.

Antes de volver me pidió que buscáramos una farmacia para comprar una caja de Sertal Compuesto.

El poeta seguía visitándola pero sólo algunos fines de semana.

Una tarde de fines de diciembre mi madre me pidió que llamara a Saucedo. Estaba ojerosa y le había salido un sarpullido en todo el cuerpo.

-Hice un pis oscuro, parece barro –dijo.

Tenía los ojos amarillos. Saucedo nos esperó en la clínica. Mi madre se negó a sentarse en la silla de ruedas. La enfermera le dijo que se llamaba Nancy y le ofreció agarrarse de su brazo pero mi madre tampoco quiso. Caminamos por un pasillo angosto. Saucedo iba adelante, nosotros tres lo seguimos.

-Qué feas son estas luces artificiales –dijo mi madre señalando los focos altos que irradiaban una luz mortecina.

Saucedo y yo entramos a uno de los consultorios. Ellas dos siguieron hacia el área de internación.

-Hay que ponerle un stent en el conducto biliar –me dijo-. Hay que hacerlo rápido. Ya tiene ictericia también en la conjuntiva.

Me sorprendió, y fue un alivio para todos, que mi madre no pusiera ninguna resistencia.

-Pero si las cosas se complican en el quirófano –me advirtió-, no quiero que me enchufen, ¿me oíste, Patricio?

Y agregó también que quería dejar firmada la aceptación para recibir la sedación terminal.

Después de unos días le dieron el alta; cuando salimos de la clínica mi madre ya no tenía la piel amarilla y me pidió que la llevara a pasar unos días a la playa. Unos amigos nos prestaron su casa en la costa, que a mi madre le pareció perfecta porque estaba a unos pasos del mar. Apenas entramos a la casa, abrió la ventana que daba a la playa.

-Me gustaría atrapar la felicidad –dijo con los ojos cerrados.

Durante esa semana, mientras almorzábamos o caminábamos por la playa, mi madre me hacía muchas preguntas. Quería saber si estaba enamorado y cómo eran las chicas que me gustaban. Después de cenar hablábamos de teatro. Me preguntaba qué obras de Chejov había leído, me daba clases de Shakespeare en general y de Hamlet en especial. Quería también leer el Monólogo del carnicero que yo estaba escribiendo y que estrenaría a principio de año. Le dije que no lo había terminado y a cambio le di el último cuento que había escrito.  Esa noche, como todas después de cenar, fui a tomar algo al bar que estaba sobre la playa y volví muy tarde. Al día siguiente me desperté cerca del mediodía. Mi madre ya estaba en la playa. La vi desde la misma ventana en la que ella había querido atrapar la felicidad. Estaba sentada de espaldas a la casa. Se había puesto un sombrero rojo en la cabeza. Bajé a la playa y comimos unos sánguches de salmón asado. La arena estaba tibia. Mi madre me ofreció un poco de limonada, y dijo que me haría bien para la resaca. Le pregunté si había leído el cuento. Mi madre asintió con la cabeza.

-¿Y qué te pareció?

-Un asco –me contestó.

A la semana nos volvimos a Buenos Aires. Yo retomé los ensayos del Monólogo. Mi madre se sentía bien, y pasó un verano bastante tranquilo, aunque también tuvo sus reacciones de furia, pero era su furia genuina, la de siempre. Parecía que todo volvía a su lugar, salvo cuando dormía.

-Tengo sueños de arrebato, me dijo un día-. De repente, dejo de estar.

Por esos días se abrió una convocatoria para la audición de La tempestad.

-Shakespeare –dijo mi madre-, qué bien.

Me insistía sobre la importancia de leer varias veces el texto en voz alta para escuchar al personaje. El día de la audición quiso acompañarme. Desde el escenario, la vi sentada en la última fila.

-No estuviste mal -me dijo a la salida.

Quedé entre los seleccionados y pasé a una segunda audición, a la que también fuimos juntos, pero esta vez a mi madre no le gustó mi actuación y mientras volvíamos caminando, me dijo que yo tenía que hablar más claro porque no se me entendía el final de las oraciones, que me paraba mal en el escenario y que tenía que aprender a manejar mis manos.

Me olvidé de Shakespeare y me dediqué a ensayar mi Monólogo del carnicero. Mi madre me pidió una copia para leerlo; se lo di y le conté de paso que estaba buscando un gorro de carnicero para mi vestuario. Al día siguiente mi madre me esperaba con el monólogo sobre mesa de la cocina

-Sentate ahí –me ordenó señalándome una silla.

Mi madre sacó una jarra con agua helada de la heladera, sirvió un vaso para cada uno y se sentó frente a mí.

-Tenés mucha imaginación -me dijo-. Para lo bueno y para lo malo.

Tomó un sorbo de agua y se presionó los labios para secarse la humedad.

-¿Qué querés decir?

Mi madre levantó mi monólogo y lo balanceó en el aire hasta que lo dejó caer y las hojas se deslizaron sobre la mesa.

– No sé por qué escribís estas cosas horribles –me dijo.

No volvimos a hablar del libro, ni de la puesta. Ella no vino a los ensayos, pero un día me avisó que me había conseguido el gorro para la obra. Se lo había pedido a su carnicero y ya lo tenía lavado y planchado. La invité al estreno pero no vino. En la segunda función; la descubrí después de diez minutos, estaba sentada en una butaca en la mitad de la última fila. Que el gorro de carnicero me quedaba perfecto, me dijo a la salida, y que me había visto muy bien, qué manejo del escenario, dijo también.

Unos días después ella empezó a ponerse otra vez amarilla. Una tarde fuimos a caminar por la calle de los plátanos que desemboca en la estación.

-Creo que se está terminando mi paraíso artificial –me dijo.

El día que tuvo la primera convulsión, estaba con una prima que había venido a visitarla. La prima esperó que yo llegara, me dijo que tenía que internarla, que para eso era su hijo. Que qué era eso de la sedación terminal, me preguntó y si yo no tenía corazón o qué. Llamé a Saucedo esa misma noche y me dijo que quería verla cuanto antes. Los resultados de los últimos análisis habían empeorado. Mi madre estaba descompensada. La bilirrubina había empezado ya a afectar otros órganos y las convulsiones podían repetirse. Saucedo sugirió la internación y mi madre por supuesto se negó.

-En el final de la vida, hay que morirse, doctor –y dijo que había llegado el momento.

Una mañana mi madre me dijo que quería levantarse. Había adelgazado mucho. La llevé hasta living y nos sentamos en los sillones.

-Los médicos complican mucho la muerte –dijo mientras se abrazaba el vientre por los dolores.

.         Esa noche mi madre empezó a hablar con una voz muy apagada, opaca.

El texto de conformidad para recibir la sedación terminal lo tuvimos que firmar los dos. Ella decidió que fuera el viernes de esa misma semana. La enfermera Nancy vendría a aplicarle la inyección; unas horas después, mi madre moriría. Me dijo que le gustaría despedirse de algunas personas. Ya tenía una lista preparada con los teléfonos. El poeta, el director y dos compañeras de la biblioteca, Saucedo. También me pidió que llamara también a un sacerdote para que le diera la extremaunción. La idea de hacer un té para todos fue de ella.

El viernes mi madre pidió levantarse. Esa mañana ella había recuperado la voz y se le entendía bastante bien, pero no tenía fuerzas para caminar y entonces llevé a su cuarto la pequeña mesa de la cocina. El primero en llegar fue el poeta. Los de la biblioteca trajeron el budín de naranjas y nueces que a mi madre le gustaba. Nadie sabía qué hacer, ni qué decir.

-Somos torpes para las despedidas –dijo mi madre.

Cuando Saucedo entró a la habitación se sorprendió al ver tanta gente. Ella dijo que la ponía contenta que todos estuviéramos ahí. Yo serví el té en las tazas y una de las compañeras cortó el budín. Mi madre le preguntó a su amigo si había traído sus poemas.

-Falta el sacerdote –dijo mi madre.

-Está rico el budín –dijo una de sus compañeras.

El director de la biblioteca no quiso probarlo.

-Tengo el esmalte de las uñas saltadas –dijo mi madre.

Ya todos se habían ido cuando llegó la enfermera, faltaban todavía unos minutos para las ocho.

-¿Por qué no habrá venido el sacerdote? –preguntó mi madre.

Nancy cortó la ampolla.

-No va a dolerte –dijo.

Yo esperé en la cocina. Las oí hablar bajo, y rápido, como si estuvieran contándose secretos urgentes.

Después mi madre y yo nos quedamos solos. Ella me preguntó si estaba cansado y me pidió que apagara las luces. Sólo dejamos encendido el velador de su mesa de noche. Fue un alivio esa penumbra que bajó sobre nosotros y se deslizó como una seda.

Saqué una de las almohadas para que mi madre estuviese más cómoda.  Me dijo que dejara la persiana abierta para que entrara algo de aire. Me acosté a su lado y me quedé dormido. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Cuando me desperté, mi madre me preguntó por el gorro de carnicero. El leve resplandor de la lámpara nos alcanzaba a los dos con una luz suave. Todo lo demás en ese cuarto, su cartera colgando del picaporte de la puerta, el esquinero con sus libros, su sombrero de playa arriba del ropero, las fotos en la pared, todo estaba sumido en la oscuridad. Todo, menos nosotros dos. Le dije que llevaría siempre conmigo el gorro del carnicero, que lo colgaría en todas mis obras.

-¿Y cuando hagas Hamlet, qué?

-Lo voy a colgar de un clavo en la pared y voy a decir que es el gorro del carnicero de Hamlet.

Ella sonrió y me pidió agua, tenía la boca reseca. La pileta de la cocina estaba repleta de tazas sucias, restos de hebras, platos, migas de budín. Puse agua con unas astillas de hielo en un vaso grande. Pero mi madre no tenía fuerzas para incorporarse, así que acerqué la silla a la cama y le mojé los labios con un pañuelo.

-¿Está bien así?

-Muy bien –dijo mi madre.

Me quedé allí sentado, humedeciéndole la boca hasta más de la medianoche. Me volvían algunas imágenes de esa tarde. Una de las bibliotecarias dándole cuerda al reloj de péndulo en el comedor. El director, parado en el umbral de la puerta, saludando a mi madre con el brazo en alto, la mano abierta. El poeta leyendo. Las porciones de budín sobre la fuente. El poema que quedó sin leer sobre la cómoda: “Una mujer parte de la casa temprano y borra su estela/ aun así deja sus marcas en la mesa/ los abrigos, las tazas, los manteles, / en los espejos, el botiquín, los pañuelos.” Saucedo, que para despedirse de mi madre puso su silla frente a ella y así, los dos sentados, se abrazaron.

Le humedecí los labios y me acosté a su lado. Mi madre hizo uno o dos movimientos leves con las piernas y después reposó. En el silencio de la casa se oía su respiración lenta. Estuvo así hasta que cerró los ojos y ya no volvió a abrirlos. Mi madre dormía tranquila y una brisa entraba y movía apenas las cortinas livianas.

 

A Patricio Abadi

Ángela Pradelli es narradora, poeta y ensayista. Entre sus libros, Amigas mías (Premio Emecé), El lugar del padre (Premio Clarín de Novela), Las cosas ocultas y Turdera.

 

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