Los secretos de familia pueden derivar en formas más o menos desmañadas de la tragedia. Un hombre que vuelve a su pueblo natal por la muerte de sus padres, descubre que las pesadillas nunca se abandonan del todo.

Hilario entra en la habitación después de haber atravesado el living atestado de muebles, la cruz sanguinolenta en la pared rosada, la virgen de cerámica hueca, celeste y blanca, al pie del espejo de manchas como raíces de árboles, el gato dorado de plástico que menea la cabeza maquinalmente, la caramelera vieja de cristal sobre la carpeta tejida a mano encima del cobertor transparente del mantel, la mezcla sacrílega de gustos que conforman esa estética abarrotada que lo vincula a la infancia. Olió, antes de su entrada, el aroma de una edad subterránea, profunda e inquebrantable, un vaho impregnado en el aire que fue desprendiendo ante sus pasos imágenes de hervor de ollas, caldos, polvo alzándose y descendiendo en círculos a través de franjas de luz que se filtran por la cortina y se apoyan en los azulejos del living, alpargatas embarradas al lado de la pileta del lavadero, jabón cuadrado blanco. En la habitación, apoyado en el marco de la ventana, un oficial se peina el bigote con el índice y el pulgar, hacia lados opuestos, los ojos refractando la fuerza de las nubes que esconden el mediodía. A unos dos metros, otro hombre, también disfrazado de policía, en cuclillas, hace levitar la cabeza rapada a los costados por encima de las bolsas de plástico negro. Se incorpora, apoya las manos en el cinturón de cuero marrón, dice:

—Mirá vos este viejo.

Hilario, enmarcado en la puerta abierta, finge la tos. Ambos policías giran la cabeza. El que habló, más joven, menos peludo, da unos pasos hacia atrás. El otro se deja oscurecer un perfil. La luz gris destaca las porosidades de la piel, la ceja frondosa, el bigote gordo debajo de la nariz carnosa. Del hueco entre la pared y la cama matrimonial emerge otro hombre, disfrazado también, pero no de policía, aunque tiene insignia. Mueve la cabeza lentamente, como si pidiera disculpas. El de la ventana se acerca a Hilario, extiende una mano blanda, como recién lavada, dice:

—Y usted es.

—El hijo de los muertos.

A partir de allí el oficial de bigotes se llama comisario Paredes y habla con las manos en los bolsillos, la gorra en las costillas sostenida por un brazo. De vez en cuando, saca una mano para graficar cosas distintas, pero reductibles a cinco dedos que se unen y caen en forma de pico sobre la palma de la otra mano. Habla del viaje en la madrugada desde el pueblo vecino, de la ruta instransitable que los une, de la dificultad de trabajar sin un cuerpo de hombres dedicado específicamente a la tarea, de la necesidad que tenemos todos de un cambio, de la reconstrucción de los hechos. El rapado asoma la cabeza flaca desde el fondo, detrás de la cama, agrega horarios, sitios, nombres de personas y destaca que, hasta ahora, todo es inexplicable. El otro apoya una oreja en el suelo, en la pared, calcula la distancia entre los objetos, se mueve poseído por un rito en que el ser humano entrega su cuerpo a la voluntad de las cosas. Desde el living llegan ruidos de otros oficiales, moviendo, hablando. El comisario apoya una mano en el brazo de Hilario, lo corre gentilmente, pone el cuerpo en el pasillo, las manos enfundadas en el pantalón. Se hamaca sobre los talones, dice al living:

—Muchachos, por favor.

Regresa con parsimonia felina, la mirada en el suelo, desabrochados los primeros botones de la camisa azul desteñida por los excesivos lavados. Camina la habitación. Desalineado sin excesos, lo justo como para marcar la diferencia de rango respecto de sus hombres, Paredes muestra el dolor que le causa el hecho, pero lo inquebrantable que debe ser en una profesión que nunca ha visto la paga que compense todas las miserias con las que hay que lidiar.

El relato es tan confuso y sencillo como lo fue por teléfono. Su padre mató a su madre con un tiro de carabina por la espalda mientras dormía. Luego se suicidó con la misma arma, disparándose en la boca. Necesitamos que venga. Paredes deja que el silencio acomode las cosas, que la respiración silbada que hace juego entre la nariz y el bigote sea lo único que distraiga el entendimiento, las conjeturas. Sobre una de las dos puertas del armario, la ventana dibuja una silueta espectral, lánguida y triste. Al costado, el otro oficial escribe apresurado en una libreta. El comisario dice saber que es un momento difícil, que el duelo es el duelo, que es cruel lo que tiene que preguntar, pero:

—¿En qué andaba su madre?

Hilario no tiene idea.

Unos hombres, una camilla, las bolsas negras salen tiesas por la ventana, los padres son algo que no se pide, que se intenta perder y, cuando se van, te pasean toda la muerte. Los hombres salen.

Paredes da sus últimas vueltas, enciende el cigarro que le está prohibido a los subalternos, ofrece uno a Hilario, que lo rechaza sin hablar. Le toca un hombro. Lo palmea dos veces, deja la mano apoyada. Hilario se sienta en la cama, el colchón se hunde, no hay resortes, nunca quisieron, cosa de viejos. El perfil del comisario fuma en el marco de la puerta:

—Llámenos por cualquier cosa. Nos comunicaremos en los próximos días. Fíjese qué quiere hacer con la gente de El Cóndor, no pasan muchas cosas en el pueblo. El editor es amigo y le pedí que no hiciera nada hasta que habláramos con usted. Ya sabe cuál debe ser la hipótesis.

Desaparece en silencio. Un hilo de humo queda a cargo de la representación de su figura. Hilario agacha la cabeza y se toma las orejas con las palmas.

 

II

 

¿Curador? ¿Vas a curar a la gente? ¿Qué es ser curador?

Hilario pasea el cuerpo en la casa llena de cosas inútiles, de vivencias estancadas en pedazos de mármol, cerámica o madera. Nada tiene una razón, nada me ata a esta rememoración, puedo salir de ella sin culpa, pero no salgo. ¿Y para qué sirve? Levanta una frutera, abre un cajón que tiene un papel y una aguja, busca algo. Nada, revisamos durante horas y nada, todo lleva a pensar que su madre… No hay ninguna razón. ¿Hay algo que no sea porque sí? ¿Cuál es la causa de la causa de la causa? La causalidad como sistema: porque sí.

La ventana del living es alta. La cortina es casi transparente. Una luz plana y fría lo deja quieto frente al agujero cuadrado de la pared. Es imposible saber lo que pasa afuera, apenas se ven contornos, apariencias de formas que pasan por la calle, que caminan en la hora en que se come, la hora en que parece que la calle respira con la boca abierta (metió la carabina). La casa está inflamada en la oscuridad. Acá no hay nada. Tal vez en la otra casa. ¿Estética? Ahora dice esas palabras. Perdonanos por no tener estética. Te voy a decir una cosa: trabajo, trabajo, trabajo, trabajo, trabajo igual estética. Perdonanos, ¿sabés?

Hilario sale del lugar, atraviesa el pasto que crece solo, oye los ladridos de un perro contra el abandono. Sube al auto. Lo enciende y acelera sin apuro sobre el asfalto cuidado del pueblo. El auto se desliza como temiendo el lugar, como si llevara colgando detrás un rebaño de vacas muertas. Las ventanillas cerradas, la respiración dentro de la respiración. Estoy enojado no triste, debo reconocerlo ahora para salir rápidamente de la tristeza obligatoria, toda mi vida obligatoria. En las veredas crecen algunas viejas barriendo, alguna bicicleta de niño que algún día será una vieja barriendo, hay una brisa caliente que anuncia una tormenta que llega tarde a un lugar que está quieto. Hay viejas. Las viejas gobiernan este lugar, son las dueñas de todo, son las que siempre están mirando al auto extraño que recorre las calles con las ventanillas cerradas. El señor es muy otra cosa como para levantarse temprano. Tarea de hoy: mirar las vacas. Tu padre es de pocas palabras, no te va a decir nada, pero yo sí. Las mujeres viejas gobiernan, los hombres trabajan. Las persianas de las casas a medio abrir. Entre ellas, pasa el auto, gira, lleva adentro el cuerpo de un hombre. Persianas como grandes visores soñolientos que me miran. Cuencos de mujer, ojos de hombre.

 

III

 

La casa emerge colorida y vital por encima de un bajo de cuarenta hectáreas de maíz. Secas, las cañas amarillentas flamean levemente las espigas en un viento apacible que parece escapar de un punto de fuga que revuelve nubes negras, breves pinceladas violetas. El cuadrado de cemento blanco y capucha roja se destaca en la línea que separa lo amarillo de lo gris oscuro. Resplandece en el aire una luz ajena al sol que hoy no está. Dos oscuridades distintas confluyen en la casa que resalta perdida en un inmenso llano verde que empieza detrás del maíz. Es difícil saber la hora en que el auto va saltando delante de la polvareda que arma en el ripio del camino. La casa parece un recorte sobre una hoja rasgada por carbonillas, como si una y otra superficie no pertenecieran al mismo universo. Podría concederle la pintura a un drogadicto, a un paria, a alguna bestia sin amor.

Pasa la tranquera y ya hay algunos perros que lo siguen, que ladran porque sí mientras piensan en otra cosa. Cerca de la casa, una pequeña figura humana se desplaza entre el galpón y una camioneta. El auto avanza lentamente sobre el pasto. Las ruedas casi no emiten sonido, el auto estaciona en la entrada. Hilario baja. Un hombre arremangado, canoso, escaso de gestos, serio y compacto se acerca con dos bidones que le cuelgan de los brazos. Los deja en la camioneta. Gira hacia Hilario y lo mira sin expresión. La gorra le quita tamaño a la cabeza. Se acerca con pasos largos y precisos, golpea fuertemente la tierra. Se para enfrente, quieto. Los perros despeinados y sucios le dan vueltas alrededor, se olfatean, se echan. Mira lo que tiene delante. No se le ocurre nada o todo junto. Una breve mueca en los labios parece indicar un recuerdo, tal vez asco. Hay en la cara grasienta una estupefacción, una idea que intenta expresarse, la mezcla de sentimientos de gratitud al lazo de sangre y el odio a la traición. Como si de pronto la gorra le dejara mover las ideas, alarga un brazo repentino, una mano mugrienta:

—Espero que todo termine pronto, Hilario —la palma reseca sostiene la mano con fuerza—. No tenés que preocuparte por nada. Vamos a cuidar el campo hasta que veas qué hacés. Podés seguir con tus cosas en Buenos Aires. Le debo todo a tu padre.

Hilario frunce los labios, la sonrisa contraída, el agradecimiento obligado, una forma tímida, vergonzosa de pedir perdón, yo no quise ser tu dueño, podés irte ahora. El hombre lo suelta con la misma decisión con que lo apretó. Todo en él está claro, sabe lo que busca, está en este mundo para una sola cosa, que no sabe cuál es, pero que seguirá y defenderá hasta el último día. Gira y va hacia el galpón. Las chapas de la puerta dejan salir su ruido inerte, un crujir áspero que se agota un poco más allá del cañadón. A lo lejos, una vaca mira un alambre. El hombre vuelve, deja otras cosas en la camioneta, apoya un pie en el vehículo, los brazos se reparten en el techo y la puerta. Concentra la mirada en un hipotético más allá, en una pretendida imagen de sí mismo, una idea que seguramente no escapa de un deseo animal de moler a golpes al pequeño hombrecito regresado:

—Nada puede cambiar la imagen de tu padre. Él era un hombre…- y no termina la frase porque la última palabra le parece suficiente. Vuelve a chistar y se mete en la camioneta.

Enciende el motor, arranca, saca una mano por la ventana y la muestra por encima del techo, da un bocinazo, y el vehículo se va escoltado por una muchedumbre de perros blancos o pardos, todos feos y sin nombre.

 

IV

 

Saliste a tu madre. ¿Por qué no me dejan a mí trabajar? Que no se puede estar en esta casa tranquilo.

Hay olor a barniz, a pintura. Siempre están pintando esta casa. Le da todo el día el sol, le da todo el día la lluvia. Todo es todo el día. El día es todo. La noche no sirve para trabajar. Hay que dormir. La noche se pasa rápido cuando uno duerme, rápido como un disparo. ¿Dos? Todo está limpio. Hilario se mueve con desconfianza en la casa vacía, amoblada, vacía de gente. El silencio está sobredimensionado en este lugar. Enormes distancias de silencio entre las cosas, enormes espacios porque sí. Los muebles son de maderas gruesas, fornidos, muy varoniles, importa mucho el grosor. El volumen es la magnitud que mide el espacio ocupado por un cuerpo. Puedo deambular esta casa con enorme distancia de curador, alejar las cosas con palabras, decir sobre la estética. Ocupo el espacio de silencio con palabras. ¿Saben quién y cuándo se pintó esto y qué quiso decir? Ahá, eso es muy cierto. El hombre en la habitación, el que no tenía disfraz, pero tenía insignia, medía el espacio en que estaban los dos cuerpos paseando toda su muerte. Mañana debo ir a la policía científica. Tu madre se está recuperando, pero tiene recaídas, prefiero no hablarle. ¿Por qué el televisor es tan grande? Fotos de autos de carrera, colores que se esfuman, escapan, la apertura del diafragma no es la mejor, foto de turista, trazos coloridos de cabezas que miran el auto correr en la pista bajo un cielo azul profundo.

Hilario se apoya en la pared del pasillo. Desde ahí puede ver una habitación oscura, una cortina florida que se enrolla por encima de una frazada vieja de una cama que da contra la pared. El colchón es alto. Plano referencia: marco de la puerta. Madera alrededor del agujero en el que va la puerta. Arriba, la pared verde agua, una cadena delgada, se puede abrir si uno tirara de ella, tirar la cadena. Ese ruido, otra vez. Tu madre en el baño. Andá a fijarte si necesita algo, mojale el cuello. Que no se puede estar en esta casa tranquilo cuando uno descansa que ustedes lo vienen a molestar con sus enfermedades. La cadena no tira de nada. Hay un pedazo del techo que se mueve. ¿Cuáles son las razones? Explicarle al editor de El Cóndor. Como verá, nada de lo que se dice es cierto. Empuja la madera. ¿Todo es inexplicable? No, todo es porque sí. Mete la mano entre tablones astillados, la ensucia, tantea con la yema de los dedos, de pronto, algo. Papel sobre papel. ¿El profesor del taller te pidió que compraras hojas? Vos y ese profesor. Ni se lo menciones a tu padre. Un fajo hecho en lo oscuro, en la clandestinidad de una vieja aferrada al núcleo vital, a la enfermedad que le dio la única alegría para vivir. El primero es real, billete violeta, prócer asesino de indígenas. El resto, copia simétrica de tamaño, muchos papeles blancos, simulación, artificio para uno mismo, engaño para no sentirse culpable. Un original, muchas réplicas, pequeño museo en el campo. Yo trabajo y ella, y ella qué. La diferencia no es el resultado, el dinero, sino el sentido de la vida: responsabilidad. Hay olor a tierra mojada. La lluvia se acerca de viento en viento. Está la quietud de los perros, de las vacas, el molino rechinando sombríamente, un llamador de ángeles y el augurio. Todo será un barrial. Puedo concluir que la furia tiende levemente a la lástima. Cuando no hay un punto exacto que explique nada, es mejor comprender. ¿Y El Cóndor qué?

 

V

 

Ponés el caño a esta altura, donde ves que termina el hueso, ella se va a quedar ahí, siempre está mirando algo, y ahí le das. Es fácil. La furia del agua termina cerca de las cuatro de la mañana, cuando las persianas dejan de golpear, el ruido latoso del molino aminora su marcha frenética, los perros dejan de rasgar la puerta. Puede dormir ahora. Descansa hasta las cuatro y media. Un gallo inubicable lanza sus primeras notas al alba. Sobre el armario, unas cajas hacen sombras de bultos. Hilario cierra los ojos pesadamente, sin intención, como arrastrado por una fuerza interna. Los vuelve a abrir con lentitud, los siente arder. Nuevamente cerrados. En las cajas del armario hay un gallo que le canta a un molino. Salta. Se ubica en la cama. Da unos pasos elegantes por encima de las piernas de Hilario. Es raro ver ese tipo de piel añeja encima de un acolchado. La ventana de pronto es muy grande. El pasillo que da hacia el living, donde está el televisor enorme y las fotos del auto que corre, trae una voz que se desliza por el camino de luz que hay en el piso: carnear, lo que se dice carnear, se hace ahora, en invierno. Imaginate que el calor no te permite conservar nada. Acá da todo el día da el sol, imaginate. El gallo vuela por la ventana, un aleteo que larga ruido de trapos agitándose en la soga. Hilario abre los ojos, el dolor de cabeza.

Se levanta. Intenta recomponer la ubicación de los muebles, la alfombra cerca de la cama. Es fácil, todo ha estado siempre igual, solo es cuestión de rememorar y que en ese acto no se mezcle el odio. La luz del baño es pobre y molesta. Una bombita colgando de un cable en un techo demasiado alto. Se sienta en el inodoro. No produce nada. Puede ver sus rodillas huesudas y sin pelos, el calzón desgastado, sus cuarenta años traducidos en esas dos imágenes. Puede levantar la cabeza, esquivar el hilo de luz que tiene dentro la bombita y concentrarse en el vaivén de una telaraña en un rincón del techo salpicado de humedad. Pasan los minutos. Se levanta. La cara del espejo, la cara de ese hombre en el espejo, es más roja que la mía. Pálida y roja, salpicada como el techo, surcos entre los pelos, no soy yo ahí, soy yo en esta casa, es mi cuerpo después de haber sido barrido por las escobas de este lugar. Sale.

La sombra de un perro se intuye en la línea gris debajo de la puerta. La abre. El cuerpo del animal, enroscado, se desliza unos centímetros hacia el lado del lomo, sobre el piso de la casa. Una bocanada de aire frío y azul da en el pecho y en la garganta de Hilario. Las nubes se concentran hacia el norte. El fulgor de la nueva mañana hace menos oscuros los últimos pedazos del material de la tormenta. Un perro se incorpora estoicamente delante del alambrado de la casa y deja que el sol le cierre plácidamente los ojos en su perfil épico. El pasto se despliega como un suave colchón verde y brillante. Las gotas de agua como pinceladas finas en la curvatura de cada pelo de pasto. Las llaves. Vuelve a la casa. La oscuridad, demasiado concentrada aún, hace todo más difícil. La mesa. Aplasta las manos contra la madera barnizada. Las revuelve. Nada. Contra el rincón. Hacia allá. Están ahí. El perro que se había metido en la casa aparece súbitamente con el tintineo de las llaves. Levanta sus orejas blancas, le muestra el camino a Hilario. Salen.

Dentro del auto, más allá de la tranquera, Hilario duerme las horas necesarias para que el barro se haga espeso. Retuerce el cuerpo en el asiento inclinado, las piernas entumecidas sin estirar. El volante, el freno de mano, la palanca de cambio, sueño con obstáculos, nada hace sentido claro, el sueño golpea, pero cómo te va a dar miedo, estiramiento de la nuca, es un pedazo de carne ahí colgado. No tenés que pensar que está muerto, ni quién lo mató, abrir los ojos desde el respaldo, la ventanilla con la respiración impregnada, el hombre necesita comer. Andá, tocalo, el sol en el espejo retrovisor le calienta la oreja. Se incorpora, baja una ventanilla, respira el barro en el aire. Pone el auto en marcha. El camino es el de ayer, solo que debe acelerar para no quedarse estancado. Salir, salir, salir. La ruta lo pone en superficie plana. Gira hacia la izquierda, de regreso al pueblo. Bienvenidos a. Las sombras de los árboles descansan oblicuas, como anchos lomos de burro, en el cemento de la calle. Las primeras cuadras muestran galpones, ofertas de máquinas, repuestos, servicios con el nombre de alguien y una SRL o SA, o simplemente apellido y HNOS. La plaza, el héroe, la espada heroica apunta a la campana de la iglesia, banco y municipalidad. El auto viaja en actitud de observación. Travelling. Mujeres en pequeñas motos, con bolsas que cuelgan desde el volante, van soltando el estertor de los caños de escape que riega la mañana de una vida sin pretensiones. La casa en cuestión. Desde el auto, Hilario observa el cubo gris y marrón. La reja celeste, alta por la cintura, entre dos pilares, el jardín enmalezado, los yuyos por encima de la corta pared que evita que los perros se metan o que sirve para apoyar bicicletas. La puerta de la casa está abierta. Hilario estaciona y baja. Se acerca con las manos en los bolsillos. Mientras camina, del agujero de la puerta sale un hombre con un cajón en las manos. Lo apoya en uno de los pilares. Lo mira a Hilario y guarda las manos en los bolsillos. La camisa negra está abierta prácticamente hasta la boca del estómago. Un sifón encima del pilar parece aflojarse y deja salir un gas. El hombre lo golpea para que no haga ruido. Sale a la vereda, estira la mano:

—Horrible momento. Lo siento mucho.

 

VI

 

Tu padre es el que no quiso. No hubo más gente en la casa por eso. Es un hombre de pocas palabras. Y yo sé escuchar. Respeto. Está bien ser tres.

El lugar es grande. Tiene un jardín interno, una especie de patio, pero en la parte de adelante de la casa. Unas baldosas que juegan a hacer rombos son la unión de todos los cuartos que desembocan y se originan allí. Al fondo, en forma de ele, la estructura ofrece una cocina que ahora mantiene la puerta abierta, que recibe una luz tenue que rebota en una pared y entra por la ventana, deslizando como en un caleidoscopio imágenes difuminadas de cielo, plantas y otros colores en una mesada de granito gris mara. Casa chorizo fuera de la capital. Tomadas del viejo modelo de la casa romana, solo que el aljibe no existe y el patio, al costado. El linaje europeo en nuestras tierras, ganado británico hereford en barcos para aprovechar el clima, ahora la carne es buena, probá este pedacito, esto es una verdadera costilla, no lo que te venden en Buenos Aires. Desde la puerta de entrada, Hilario ve que una mujer con una toalla como turbante se mueve entre la pileta y el horno. De la boca salen notas dulces, añejadas por las cuerdas vocales en desuso, el cigarro.

—Por acá —dice el hombre de camisa negra. Entra en la habitación de la derecha. En el lugar de la corona, ralea el pelo gris.

Hilario entra al cuarto que no tiene ventanas. El hombre enciende un velador y se acomoda en la punta de la cama. Apoya una mano en la rodilla y flexiona levemente el codo. El brazo izquierdo sobre la mesa en la que está el velador. Al lado, una botella verde y un sifón. Entre la mesa y la pared, cajones apilados, edificación de plástico naranja. Tu madre lo toma puro. También lo toma con soda. La cara del hombre está dividida en dos. El costado derecho parece una mancha negra prolongada de la camisa.

—Me apena mucho el motivo, pero es bueno verte. ¿Vas a estar unos días?— el hombre termina las palabras y se pasa la mano por la boca, la limpia de saliva o posibles estupideces.

—No creo —dice Hilario y se apoya en el marco de la puerta. Tres cuartas partes de él están en la habitación. El resto, sobre el patio.

—Claro —dice el hombre, impaciente, quizás a la espera de las preguntas, de la escena tantas veces imaginada, el levantamiento de la voz, la probable resolución a golpes.

La mirada de Hilario cuelga de la canaleta para la lluvia que enmarca el techo de la cocina. No puede ser este pobre diablo. Cumplo el rol idiota que me está prefijado. Le miento a todo el mundo con mi llegada. Finjo un dolor que no tengo y finjo creer en las causas, en que me importan, en que pienso como ellos. Fingir es hacer, de todas maneras. Tampoco importa la causa de mi acto, mentira o verdad, solo importa el acto, que estoy acá, que se mataron. Ella no lo mató. En la otra punta de la cama, una guitarra descansa contra la pared. Si bailaste toda la noche, no te hagás el duro. Vení un poquito. No se escucha nada, qué va a escuchar Hilario, si está durmiendo. Qué bien toca ese hombre, por Dios. ¿Viste a la Norma con el Claudio? No, si ese cuando se pone la guitarrita entre las manos hace mover a los muertos. Todos girando ahí, en el club. Hace tiempo que el baile no estaba así, eh. Vení un poquito. Ajj, siempre con lo mismo, como si vos no hubieras tomado.

—Bueno —dice el hombre- habrás venido para algo. Tendría que repartir. Si no te importa apurar…

—Sí —dice Hilario. Se incorpora, mira hacia el patio, ofrece su espalda cuadrada y maciza.

—Hoy vino el muchacho de El Cóndor —anticipa el hombre. Hilario gira—. Hizo las preguntas que nadie se anima a hacerme. Lo saqué como se saca una bolsa llena de mierda. Ayer a la tarde, una mujer en la farmacia, levantó la voz mientras compraba y yo hacía la fila, dijo que se apuraba para no estar en contacto con cierta gente. No sé qué estás pensando.

—Yo tampoco —dice Hilario, mientras oye a la mujer de la cocina cantar con su voz ronca y entristecida, moviendo ollas.

Dámelo, por favor, dámelo. Dejalo, soltá, soltá. Cómo podés creer que yo puedo hacerte algo así, justo a vos, Dios me corte todo el cuerpo antes. Pero dame eso, no lo tires, estás salpicando todo. Nos va a oír.

—No tengo idea qué pasó. Solo que están muertos los dos —continúa y se levanta.

Hilario oye los movimientos a su espalda. La búsqueda de la caja de cigarros, se apaga el velador. ¿Puedo prender la luz? Está bien, no la prendo. No llores, ya está, ya pasó. Tu padre está muy enojado, pero se le va a pasar. Ya está. No vas a ir más a lo de ese profesor, ¿sabés? Vamos a hacerlo así por tu padre, ¿sabés? Es lo mejor, lo que es mejor para él, es mejor para todos.

—Tengo que irme —dice el hombre, desde la oscuridad del cuarto. Figura-fondo, negro sobre negro, camisa y oscuridad, ¿cuál es la figura?

—Sí —dice Hilario y avanza sobre los rombos del patio.

Echa un último vistazo al universo musical de la cocinera. Cocinera rima con lavandera. Eso parece con la toalla. Lavar, lavar, lavar, barrer. El hombre sale del cuarto, abre la puerta de salida, dice:

—¿Vamos?

Salen a la calle. Sobre los yuyos giran pequeños bichos enfervorizados. El hombre agarra el cajón y lo lleva hasta la camioneta que está enfrente. Hilario permanece inmóvil entre los dos pilares descascarados. Sifón y guitarra, patético. No puede ser este inútil. Desde la camioneta, la ventanilla baja, el pecho casi desnudo saliendo en diagonal, la cruz plateada bamboleándose entre los botones separados, el hombre dice:

—Cualquier cosa, ya sabés —la camioneta se lleva lo poco digno que tiene: el naranja de los cajones. Me gusta ese color.

 

VII

 

Elijo El buey desollado, de 1655. Pongámoslo por acá. Puedo decir que esta pintura tiene un punto inicial en 1643, un cuadro con el mismo nombre, pero ¿acaso podemos siquiera pensar que algo es el origen de otra cosa? El mito del origen, la causa. Tema repetido e idiota. ¿Por qué nunca he hablado de una obra como esa? Galerías en vez de museos, colecciones para viejas que barren la estética.

 

VIII

 

El auto vuelve a desfilar con su ritmo fúnebre. Las ruedas forman ese pequeño sonido que sale del frote con el asfalto, un sonido como para imaginar que uno viaja. El motor, nuevo, silencioso, genera una vibración plácida en el interior. Hilario transpira dentro de las ventanillas cerradas. Puedo prender el aire, pero me estaría haciendo bien. Sonríe por encima del volante a los trabajadores sentados en la vereda, con sus gorras y sus botellas grandes de gaseosa, esperando el camión que los lleve a una nueva tarea que los haga cocinarse abajo del sol, vender la piel por la paga miserable para poder tener una botella grande cuando se espere el camión que los lleve a vender la piel. Ciclo nuevamente. ¿El origen? El cóndor es el ave que vuela más alto. Quizás allá arriba esté el fin. Podría pensar en fines, más que en causas. ¿Qué estará haciendo Paredes? Gracioso nombre para un policía.

Camino hacia la ruta. La vista se modifica radicalmente. Solo tres casas, con enormes jardines y muy separadas entre sí, en una sola cuadra. Ladrillos aquí, otra arquitectura, la altanería de los frívolos. El farmacéutico, el abogado y el artista. Buen día, profesor. Detiene el auto frente a la casa. Sale. Siente el aire impregnarse en la transpiración del cuello. Se acerca a la reja alta. Toca el timbre que suena en degradé, simulando representar una partitura, pero emanada de una caja de plástico adherida a la pared del living o la cocina. Un hombre flaco, canoso, vestido de blanco con fina ropa casi transparente, las cortinas de mi casa, abre la puerta de hierro negro que reluce su vidrio esmerilado de distintos colores. Dócil y franco, una gacela caminando entre barrotes, el hombre avanza con los suaves pies descalzos sobre los rectángulos coloridos que lo llevan a la reja. Su figura trae un aire de maternidad, de sonrisa de abuela, de imbécil superioridad anímica. Tiene encima del labio un bigote blanco, corto y fino, que se yergue horizontal cuando alcanza la puerta, decide mostrar los dientes grandes y sacar una profunda bocanada de respiración por la nariz. Qué feliz te hace verme, ¿no?

Lo invita a pasar. Cuando Hilario entra le toma el cuello con mano blanda y ascética. Nunca sucio. No puedo pintar sin ensuciarme, pero por suerte existe el baño. Te ayudo a lavarte, dame las manos. Hilario siente el pulgar debajo del lóbulo de su oreja izquierda, el resto de los dedos apoyados tibiamente sobre el cuello. Dos niños casi iguales salen corriendo, dan vueltas alrededor y se meten otra vez en la casa. Hilario entra. El espacio es grande y fresco. La decoración muestra colores y plantas, muebles grandes, fastuosidad: la acreditación del mediocre allí donde nadie entiende su mundo. La respiración del hombre es larga y audible, como si el interior de su nariz tuviera muchos pelos y debiera hacer fuerza para sacar el aire. Bajan dos escalones de azulejos naranja (el color, la estética, cómo no les importa), atraviesan una arcada y caminan entre cuadros enormes, retratos. El hombre lo conduce hasta su habitación de trabajo, olor a empaste de pinceles, trapos manchados colgando de puntas de bastidores. El hombre corre unas latas de un asiento de madera alto. Ofrece el lugar a Hilario que no lo mira, prefiere encarnar al visitante de museo, fijar la vista en los borradores, acercarse y oler, pasar un dedo sobre algún lienzo. El hombre sienta parte de su cuerpo en la silla. Una pierna levemente encogida, la otra casi estirada se apoya en el suelo. Las manos en cruz sobre el muslo blanco, el gesto de cura bien intencionado:

—Bien —dice el hombre, mientras Hilario mueve el óvalo de su cabeza delante de los cuadros—, supongo que no viniste hasta acá para mirar mis borradores.

Hilario le sonríe a una mujer que levanta la rodilla hasta el mentón, se deja alcanzar por la luz de una ventana incierta fuera de cuadro, una sábana le cubre el vientre, rodea un muslo y sale por entre las piernas para volver a sumergirse debajo de la cadera.

—No, no vine por eso —Hilario gira y tiene en su cara una breve sonrisa impostada.

Camina en la habitación con las manos tomadas en la espalda. Se acerca al hombre, a ese olor a respiración concentrada en el pelo, a canas, a piel fláccida de hombre con perfume. Una mujer entra al cuarto. Saluda al hombre con un beso en la boca mientras le apoya las manos en los hombros. Boca con boca. ¿Entra una carabina allí? Dice qué tal a Hilario, levanta unas cajas y se va. La habitación es cálida y luminosa. Todo en este lugar tiene que ver con el blanco, espacio vacío, sitio virginal, orejas de perro blanco desvaído, ¿estará rasgando la madera de la casa, llegará hasta la cadena del techo? Podría colgar como un animal en un bodegón. Hilario vuelve a deambular por entre las obras sin hacer ruido. Toca la cabeza de arcilla de un viejo. Mirada sobresaliente, ojos que se escapan, podría sacarlos de aquí y llevarlos a.

—Parecés entero —respira el hombre desde la silla, pasándose un dedo por la lengua e intentando quitar una mancha del pantalón, de la suave tela que cae como una sábana sobre la pierna flaca.

Hilario lo mira y sonríe. Acaricia la efigie. ¿Habrás acariciado la cabeza antes de volar la tuya? Vuelve a acercarse al hombre que se rasca el pecho por encima del primer botón de su fina guayabera. Permanecen quietos. Del resto de la casa llega el silencio de una familia en orden, aburrida, feliz, adinerada. El hombre toma a Hilario por los antebrazos. Hace tiempo la vejez se posa al costado de los ojos, debajo del labio inferior, le cuelga en la papada. Los pulgares se frotan en la piel de Hilario, que mira sus propios brazos. Los brazos enroscados debajo de la almohada para dormir y el caño, como a una vaca desde atrás. El hombre sonríe. Hilario mueve lentamente su cabeza tostada, el pelo negro que comienza a tapar la blancura del rostro, del bigote corto, un acento sobre la boca, sobre la palabra viejo. Hilario abre la boca mientras se acerca lentamente, la cabeza flotando en el fresco aire de la habitación, el hombre le sostiene los brazos, le quedan detrás del cuerpo, soy un gallo, piel añeja sobre acolchado blanco, dame el pico, el pico de la botella, abrir la boca para dejar que entre el caño, cómo será tener un pedazo de molino entre los dientes, el chirrido antes del fogonazo, las manos sobre la espalda, el hombre corre la cara, disparo, ruido de aleteo de trapos en la sien, disparo, dame las manos que yo les paso el jabón cuadrado blanco, cómo te queda la espalda con un agujero del tamaño de una mano, no los vi, la bolsa negra por la ventana, el agujero entre las Paredes, el cuello se estira, habría que agarrar el cuello con algo.

El hombre aleja la cara y sonríe. Hilario da unos pasos hacia atrás. Observa la figura blanca sobre el blanco del lugar, dar en el blanco y fallar en la misma pirueta, la vida como un disparo fallido que alguien decidió tirar y nunca impactó en nada, me sigo mintiendo en este lugar, finjo querer algo, no quiero nada, ese es el punto, puedo ver mi vida colgada de un acto mentiroso, la vida es fingir para que te miren que existís sin ninguna razón, es una pintura, un asesinato sin culpables.

—Creo que necesitás descansar —dice el hombre levantándose de la silla—. Podés dormir en la habitación de al lado, como cuando eras chico— arriesga una mueca de nostalgia.

Hilario se pasa la mano por encima de la boca. Refriega el sudor, los nervios, un poco de vergüenza. Ni muy hombre para ser albañil, ni demasiado mujer para ser pintor: equilibrio: curador. ¿Eso es ser curador? Ajj, por lo menos usás traje. ¿Qué tiene Dios debajo de la barba blanca? ¿Qué debajo de la túnica blanca? ¿Agujero de carabina o carne animal que cuelga en el galpón?

Hilario sale. El hombre lo ve partir desde la silla, un ejército de cabezas, muñecos y tachos lo miran desde el fondo.

 

IX

 

Hay una mujer en ese cuadro. En el de 1643 hay una mujer trabajando (¿lavandera?). En el de 1655, una que solo está mirando. Cuencos de mujer. Disculpe, señora, ¿podría dejar de barrer y ponerse estos ojos de hombre? Ah, perdón, ya los tenía puestos. Sí, claro, le perdono que jamás haya pensado en la estética.

Ir a otro pueblo. Paredes en la policía científica. Peritos en la causa. Curioso: la causa que no tiene causas, aun así, desde el vamos, se llama causa. Cientificismo, ego cogito, positivismo, la lección de anatomía del insigne doctor Tulp. Un gran coro de hombres mira al doctor (que es hombre —que abre el cadáver de otro hombre—). Todo puede ser racionalmente explicado si cortamos esta parte del cuerpo, así, exactamente, destripemos al buey. El buey es el toro castrado, hablando con propiedad. El diccionario, busqué una vez, admite también el americanismo hombre ultrajado, el cornudo, hablando mal y pronto.

Verde tempestad de soja mordiendo el borde de la ruta. Vidrios cerrados, las gotas de mi transpiración disecadas, como las manchas del espejo de la casa. Respiro el motor silencioso. Pocos animales. Algunos pájaros cruzan la ruta. El que más arriba está es el cóndor. Sabe él, que está allá arriba con Dios, la causa escondida debajo de la túnica blanca.

Paredes está delante de la pared. Me ve llegar lentamente con el auto y afirma con la cabeza el hecho de mi llegada, la coherencia de mi viaje. Habla con un hombre pequeño, de saco marrón en el brazo, una camisa cuadrillé roja y azul, hablando de estética. Estaciono y decido bajar la ventanilla. Recuesto la nuca en el asiento. Descubro un placer, es frío y no me trae ninguna idea, es simplemente un placer. Paredes se acerca al agujero de mi auto. Cómo le gustan los agujeros a este hombre. Lo veo tirar el cigarro por el espejo mientras se me cierran los ojos. Aparece la imagen de su olor a tabaco pegado a la cara en la ventanilla.

—Buenas tardes —dice.

Apenas dejo caer la cabeza hacia la izquierda, nada más que para que no crea que estoy borracho.

—El hombre de El Cóndor, como le dije. Nada nuevo. Puedo entretenerlo hasta mañana. Dice que ya tiene que publicar algo, que no puede seguir esperando. Continúa con la hipótesis del marido despechado. No quiero aportarle información que usted no sepa antes. ¿Pudo averiguar algo?

Le digo que nada y le dibujo un círculo con el dedo índice, arriba de mis piernas. No entiende el gesto. Prefiere fingir que sí. Apoya el codo en la ventanilla y se agacha en medio de la calle, mirando las injusticias que deberá enfrentar en el horizonte. Un sol naranja se ubica en los ojos redondos. En su cara, muere el verano.

—Yo sí —dice. Me muerdo los labios, no creo, qué hago acá, quién es este—. A la mañana vino a verme un hombre, un prestamista. No la va a tener fácil, Hilario. ¿Qué piensa hacer con esos campos?

Sonrío tibiamente al gallo que hay encima del capó. Sé que estoy inventándome que veo un gallo, pero quiero verlo, estoy aburrido, todo lo que hago lo hago porque estoy aburrido, porque sí.

—Su madre tenía unas deudas del carajo, Hilario— casi que grita Paredes y chista, mientras baja la cabeza.

Matar una mujer es como matar una vaca, el hombre tiene necesidades, el respeto, entre ellas. Le diste por atrás como a la vaca, que siempre está mirando algo, como las viejas barriendo que siempre están mirando al auto extraño. Disculpe, Paredes, ¿podría ponerse los ojos de esta lavandera?

Le palmeo la mano peluda que tiene en mi ventanilla. Le sonrío. Me dice:

—Venga a verme mañana a la comisaría. Así charlaremos mejor. Acuéstese un poco.

 

X

 

La puerta de chapa del galpón está caliente. Todo el día da el sol. ¿Es aquello el monte Sinaí? No, apenas el cañadón donde las vacas dicen mú, éxodo de vacas, la soja las echa, hay que acarrearlas, podría hacerlo asustándolas con esta cadena. Qué calor hace adentro. La sombra está caliente. Hay ruidos de moscas gordas cerca del techo, el perro me sigue, dejame en paz perro feo, deberías peinarte un poco. Bueno, te quedás, pero te quedás porque no sé echarte. Qué olor es ése, a encierro, a cuero, a herramientas, no hay nada naranja, todo es gris o marrón. Voy a necesitar esa silla, a ver, acá, ¿llego desde acá? Sí, parece que sí, correte perro, dejé la puerta del galpón abierta, veo el sol naranja desde acá, la sangre crepuscular, cuánto crepúsculo en la espalda y en la garganta, se está por caer atrás del maíz, tendría que cerrarla, no, para qué, al menos un poco de estética, mis ojos al final sobresaliendo como los de esa efigie en ese espacio blanco, el hombre como el jabón, me limpiaré, no consentiré actos ni pensamientos impuros. A ver, así, nunca hice esto, debo improvisar, qué pensarían los discípulos del doctor Tulp si me vieran improvisar de esta manera, dirían que vaya mañana a verlos para que me den las razones. Deberían enseñar estas cosas en las escuelas, no se sabe cuándo uno puede llegar a necesitarlas. Seguramente sea más fácil con una soga, pero a falta de recursos, buenos son los… ¿El nudo sería más bien así o así? ¿Qué mirás, perro? Bien, así, supongo que estará bien, ahí va: la cadena pellizco la piel cuelgo hamaca ladridos blanco…

Fantaseo que me suicido. Pero no. Ni coraje, ni ganas, ni importancia.

Leonardo Novak es docente, periodista y escritor. Es autor  de Monjas chinas.

 

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