Los objetos nos definen y hasta cierto punto nos justifican. En este caso se trata de un auto de colección que ocupa hasta los insomnios de su dueño.
Raimundi tiene un hermoso auto. Es un Dodge Coronado, modelo setenta y cinco, automático. El auto está impecable, inmune al paso de los años. Raimundi le da poco uso o, mejor dicho, un uso especial. Raimundi saca el auto sólo por dos motivos: cuando va con su esposa a Brandsen, a la casa que tienen en el campo, y cuando cada mañana da una vuelta breve por el barrio, con la intención de que el Coronado no esté parado toda la semana. Raimundi a su trabajo (una antigua inmobiliaria de la zona, a menos de quince minutos de viaje) va en colectivo. El Coronado, entonces, debe esperar en el garage; un garage amplio, tan amplio como un automóvil de las dimensiones del Coronado necesita.
Raimundi compró el auto de cero kilómetro; lo compró con algunos ahorros de la pareja, sin necesidad de pedir un préstamo. Cuando fue el momento, Raimundi separó el dinero necesario, dejó a su vez una reserva intocable y suficiente, y realizó la operación en una concesionaria oficial.
Cuando Raimundi eligió el Coronado, había, no obstante, varios modelos de otras marcas que tenían un tamaño y un confort parecidos. Sin embargo, Raimundi nunca dudó: ni el Fairline, ni el Valiant, ni la Chevy, ni mucho menos el Torino fueron competencia para el Coronado. Raimundi no tuvo jamás que justificar o explicar su elección, pero si eso llegara a ocurrir, Raimundi diría que la idea de un auto automático siempre le había parecido la mejor inversión. Raimundi compraba un auto que, en sus especulaciones, se adelantaba o prefiguraba el futuro; ya que en el futuro todos los autos serían automáticos y por lo tanto era en vano seguir manejando autos con caja manual.
Pero Raimundi tenía además otras razones; una, al menos, secreta y fundamental. A la altura de la rueda trasera, Raimundi había distinguido algo diferente en el Coronado: una curva de la chapa que le daban al auto, al Coronado, eso que los otros no tenían: un estilo o una elegancia incomparable. Todavía hoy, cuando Raimundi repasa con el plumero esa curva, siente un renovado y profundo orgullo de su elección.
Hubo un episodio que decidió la suerte del Coronado o que al menos la precipitó. Porque Raimundi, durante las primeras semanas, iba al local en auto. Una tarde, mientras buscaba la llave de la puerta, después de haber terminado el día de trabajo, Raimundi vio algo raro, ajeno, debajo del tambor de la cerradura. Era una raya, una raya común; hecha posiblemente por descuido o por una maldad indiferente, con otra llave o con una moneda, o con algún otro objeto a la vez delgado y metálico. La raya no tendría más de diez o quince centímetros de largo. Raimundi, perplejo al comienzo, resuelto después, comprendió que eso no podía volver a pasar. Así comenzó la vida sedentaria del Coronado y la rutina de Raimundi de sacarlo a la mañana y después guardarlo hasta el otro día, para evitar, como ya le había advertido el mecánico (aunque él también lo supiera por folklore) que el auto llegara a achancharse. Hubo excepciones: los días de votación, algún trámite en Capital, algún velatorio, alguna urgencia, algún favor no del todo aceptado; excepciones que Raimundi, cuando las hacía, si bien le permitían disfrutar de su tesoro, le dejaban cierta idea de infracción, de no estar haciendo lo correcto, de transgredir lo pactado con él mismo.
Los sábados a la hora de la siesta era el momento en que se ocupaba de revisarlo de manera integral. Si bien no había casi nunca necesidad a la vista, Raimundi revisaba el nivel de agua, el aceite, el aire de las gomas, los filtros, la tensión de las mangueras, y por fin, hacia la tarde, cuando el sol no podía manchar la pintura, Raimundi lo lavaba y secaba él mismo con productos exclusivos: una espuma belga, un cepillo norteamericano, franelas del mejor algodón nacional. Cada seis meses, Raimundi le hacía un cambio de aceite, y cada vez que salía a la ruta, vigilaba no sólo el aire de las cubiertas sino su balanceo y alineación.
Con el paso del tiempo y a diferencia de lo que sucede casi con cualquier vehículo, el Coronado, lejos de ir perdiendo su valor, lo fue incrementando. De hecho, no superaba los veinte mil kilómetros cuando sí había superado los veinte años de su compra. Y salvo por la imperceptible reparación de la pintura en la puerta, todo en el Coronado era original. Acaso por todas estas virtudes, Raimundi empezó a recibir con frecuencia ofertas de compra tentadoras o más que tentadoras (aunque no para Raimundi que jamás consideró la venta). No le importaba a Raimundi que el Coronado insumiera numerosos gastos fijos; que el seguro, por ejemplo, debiera ser contra todo riesgo y de la mejor compañía; o que el mecánico fuera un especialista en ese modelo y marca, recomendado por el Automóvil Club. De alguna manera, los gastos de Raimundi y los del Coronado, con los años, fueron similares.
¿Raimundi sabe lo que hace? En principio Raimundi no reniega de lo que él entiende son sus obligaciones o responsabilidades. Y además existe un momento único que compensa cualquier gasto. Un momento que sólo él conoce (o acaso su mujer también, aunque como buena compañera, lo imagine y calle). Ocurre en los viajes a Brandsen, viajes que la pareja suele hacer cada dos fines de semana. El Coronado, después de salir de la ciudad, dejando atrás las calles rotas y los charcos de los suburbios, llega a la ruta. Raimundi no fuerza el momento. Antes, durante el trayecto urbano, la palanca automática no pudo ir más allá de tercera, pero ahora la ruta se abre y Raimundi siente el “clic” que indica el paso de la tercera a la cuarta y última velocidad; y siente entonces cómo el Coronado, sereno e imponente, avanza sobre la llanura como un iceberg silencioso y enorme lo haría sobre el mar.
Los sueños de Raimundi suelen desaparecer o perderse con la mañana. Contadas son las veces que se despierta en medio de la noche a causa de un mal sueño o de una pesadilla; Raimundi lleva una vida tranquila. Esas pocas veces, sin embargo, no va hacia la heladera por leche, ni al baño a despabilarse con agua fría, y menos se le ocurriría prender la televisión. Se acerca, en cambio, a oscuras y tratando de no hacer ruido (un poco para no inquietar a su esposa, pero sobre todo para no ser descubierto), se acerca a la puerta que da al garage, y lo único que Raimundi necesita para recuperar el sueño, es entreabrir apenas esa puerta y asegurarse de que una larga sombra duerma allí como siempre.
Edgardo Scott es escritor y traductor. Entre sus libros, Cassette Virgen, Caminantes y Luto.