De tanto mirar se puede enfermar y hasta morir. Un exiliado ruso, un pintor fracasado y una bella mujer que abusa del misterio.

Esta vez había pasado más tiempo del habitual sin el piano. Era inevitable. Svengali había abusado de sus amigos y sobre todo del bolsillo de sus amigos. La ocasión llegó con un emigrado ruso al que llevó a conocer Buenos Aires, le hizo pagar una cena excesiva y a quien, antes de dejarlo en la puerta del hotel, logró sacarle una considerable cantidad de pesos en préstamo. En cuanto amaneció, fue hasta la casa de empeño y llevó un par de peones para que le trajeran el piano hasta su habitación y lo apoyaran contra la única ventana.

Se puso a improvisar y de pronto aparecieron- como interpretadas por otro- unas piezas con toques árabes. No pudo evitar una sonrisa.

Cuando se daba cuenta que sus amigos ya no le prestarían dinero y la ausencia del piano lo sumía en un insoportable aburrimiento, Svengali solía recorrer las casas en busca de libros. En la biblioteca de López había descubierto un tomo grueso, con letras doradas en el lomo y, sin ver de qué se trataba, (quizá previendo que esta vez el tiempo sin piano sería muy largo y necesitaría un libro voluminoso para distraerse) lo sacó del anaquel. López dudó.

-Es un libro valioso, Svengali.

-Así parece. No temas. Siempre te los devuelvo.

López no se animó a decirle que su miedo era que Svengali terminara por empeñarlo y luego de muchísimas recomendaciones dejó que se lo llevara.

Al llegar a su cuarto, Svengali se dio tiempo para mirarlo. Eran Las Mil y una Noches. Casi le produce una carcajada recordar lo que le decía siempre su madre.

-Desconfiá de las mujeres que no saben contar historias. Esas son las que no te van a permitir dormir.

Ese era un libro en el que una mujer mantiene despiertas las noches de un hombre. También le causó gracia recordar algo que hubiera dicho su madre, a quien había odiado mientras vivía y a la que había olvidado con prolijidad después de su muerte.

Una de las tantas noches en que no salió a comer, Svengali abrió el libro al azar. Encontró la historia de una princesa que al ser perseguida por un malvado visir quedaba separada de su amado y que, tras una serie de peripecias, se convertía, disfrazada de hombre, en rey de una ciudad remota. En uno de sus paseos, ya convertida en monarca, la princesa descubrió con sobresalto a su amado entre una multitud de mendigos que pedía limosna en un mercado. No podía darse a conocer sin revelar el ardid de su disfraz, así que hizo que lo pusieran preso.

Ese mismo día mandó a llamar al mendigo, hizo que lo bañaran y lo vistieran con las mejores ropas y luego lo llevaran a sus aposentos. Cuando se quedaron solos, la princesa le exigió al mendigo que se desvistiera y se acostara boca abajo en la cama. El joven intentó resistirse, pero el rey fue inflexible. No había opción. O se entregaba o lo esperaba la muerte tras ser sometido a terribles tormentos.

El mendigo optó por pasar el momento lo más rápido posible. Y cuando esperaba con temor ser penetrado por el rey, sintió sobre su cuerpo una piel suave y sobre sus nalgas un vello más suave aún que la piel. Al darse vuelta, vio el rostro de su amada que le sonreía.

Svengali quedó intrigado por la historia. ¿Por qué esa mujer había sometido a su amado a esa angustia? ¿Por qué no había revelado su identidad en el primer momento? ¿Qué la había llevado a demorar de esa manera la posibilidad del reencuentro? Pero la inquietud que le producían esas preguntas aumentaba cuando pensaba que ese relato había sido inventado por una mujer. Las respuestas no le eran accesibles.

Su relación con el mundo femenino era ocasional. Se limitaba a todo tipo de transacciones. Con prostitutas, tenderas, conserjes. Las mujeres, para Svengali, estaban siempre asociadas al dinero. Le entregaban algo a cambio de billetes. La princesa se le aparecía, entonces, como alguien que actuaba por su cuenta haciendo que todo dependiera de la mirada de un hombre y Scherezade como la mujer a quien se mira esperando una historia. No estaba acostumbrado a nadie que se pareciera a alguna de las dos.

El recuerdo de la historia de la princesa se reavivó con las melodías que había arrancado al piano. Y a medida que retomaba las imágenes que le había suscitado el relato de Scherezade sentía menos ganas de seguir tocando. Se detuvo. Ya era muy tarde. Se puso bruscamente de pie y salió.

Rara vez se detenía ante un espejo. No creía mucho en lo que veía, aunque todas las imágenes se parecieran entre sí. Es más, trataba a esa imagen con una ofendida distancia. Le hacía burlas, la miraba a los ojos, le daba vuelta la cara, sin sonreírle jamás.

Al llegar a la calle después de bajar los tres pisos apoyado en la barandilla grasosa de la escalera, vio a una mujer que entraba apurada, como si quisiera que nadie notara su presencia. Svengali se quedó en la puerta y, sin mirar hacia atrás, se dedicó a escuchar los pasos de la joven, que se detuvieron en el primer piso. Era obvio que iba a lo de Claudio, un pintor que tenía su atelier en el mismo edificio. Tal vez la chica fuera modelo, aunque era un poco tarde para empezar a posar. Pero Svengali no lo pensó y resolvió que era efectivamente la modelo de Claudio. Si llegaba a tales horas seguramente la encontraría por la mañana, cuando se acercara al estudio con cualquier excusa.

Las calles estaban desiertas, pero eso a Svengali no lo sorprendió. Eran tiempos difíciles y la gente solía quedarse en su casa escuchando la radio o reunida en silencio con su familia. Por aquella época se hablaba poco, cosa que a Svengali, un gran conversador, lo alegraba. Había espacio para sus largos relatos sobre la vida en Rusia, como había escapado de los soldados de la revolución trayéndose unas pocas joyas familiares, para recalar finalmente en Buenos Aires, luego de unas breves temporadas en Praga, Amsterdam y París, donde se ganaba la vida tocando el piano en los cabarets.

Pero al llegar a la Argentina, decidió que ya no quería seguir con esa vida. Por entonces tenía 30 años, estaba solo, era de gustos frugales y con algunas lecciones de piano a las hijas de los comerciantes del barrio conseguía pagarse el alojamiento y la comida. Pero eso también terminó por aburrirlo y, salvo momentos de desesperación en los que incluso llegaba a copiar partituras, trataba de arreglarse con lo que podía sacarles a sus amigos.

La soledad de las calles le producía una cierta paz. Podía hablar solo y en voz alta y cuando se cruzaba con alguien seguía con su discurso pero aproximaba su rostro al paseante que solía huir despavorido ante sus gesticulaciones exageradas. Pero tampoco entonces reía. Alguna vez explicó los motivos por los cuales no le gustaba hacerlo.

-Podría decir que no me río porque tengo los dientes podridos. O que mi vida es demasiado triste como para andar a las carcajadas. Pero nada de eso es cierto. Simplemente no me gusta reírme, me parece algo subalterno, igual o peor que llorar.

Al día siguiente se acercó hasta el atelier de Claudio. Era aún temprano, pero sintió voces a través de la puerta. Al rato se asomó Claudio con su paleta enganchada en el pulgar.

-Veo que la inspiración te llega bien temprano.

El pintor lo invitó a entrar sin preguntar los motivos de su visita. Svengali se sintió aliviado. Había olvidado pensar en alguna excusa.

Sobre una especie de pedestal que era en realidad una silla cubierta con una sábana blanca, estaba la muchacha con un largo vestido rojo, sobre el que caían sus cabellos rubios

-Esta es Lili, mi modelo -dijo Claudio.

-¿Sólo eso? -preguntó Svengali, arqueando sus tupidas cejas.

Claudio no contestó y volvió a la tela, mientras estiraba la mano que sostenía el pincel.

Svengali se sentó a un costado a ver la escena. La muchacha le pareció linda, pero le molestaba que su cara fuera tan ancha y el hecho de que se riera sin dejar de hablar, lo que hacía que su voz infantil se transformara en una especie de ronquido discordante. Luego olvidaría esos detalles. La sombra de Scherezade volvió a ocupar sus pensamientos. Hasta entonces no se la había figurado, y no era más que eso, una voz que contaba la historia de la princesa disfrazada. Pero muy pronto fue el rostro de Lili el que empezaba a relatarle la escena en el palacio.

Las visitas de Svengali se fueron sucediendo. Lili lo había tratado desde el principio con familiaridad. Svengali aprovechó esa actitud franca para fingir interesarse en la vida de la muchacha. No podía plantearle sus preguntas sin que hubiera entre ellos una relación más firme que la de ser una presencia algo inexplicable en el atelier de Claudio.

Hasta que un día Lili bajó abruptamente de su pedestal, tomándose la cabeza. Y se acercó a Svengali con la expresión transformada, diciendo que el dolor le resultaba insoportable. Claudio se acercó, pero Lili seguía mirando a Svengali a los ojos. A cada mirada de ella, él le respondía con una de mayor intensidad. Por casualidad o no, la mirada de Svengali alivió el dolor de cabeza de Lili. Como consecuencia de esto, cada vez que se sentía mal, subía hasta el tercer piso y cruzaba su mirada con la del pianista. Cada intercambio los unía más. Hasta que una tarde Svengali se animó a plantearle esas preguntas que lo obsesionaban desde que leyó Las Mil y Una Noches. Lili lo escuchó divertida, pero vio que él hablaba en serio y sintió un miedo que se le mezclaba con la fascinación que ejercía sobre ella con su mirada intensa. Prometió pensarlo, creyendo que él terminaría por olvidar lo que le había preguntado. Pero día a día, él exigía una respuesta. Finalmente, ella improvisó algo en torno al dolor que debe preceder al placer para hacerlo más intenso, pero Svengali sintió que ella sabía algo que le estaba ocultando. Fue entonces que se dio cuenta que estaba enamorado y que ella le entregaría alguna vez, al mismo tiempo, su amor y su secreto.

Desde ese momento, sus miradas fueron cada vez más fuertes, al punto que Lili sentía que su voluntad se debilitaba hasta casi desaparecer. A su vez, Svengali había vuelto a la música y pasaba el tiempo en que no estaba con la muchacha ante el piano. Sentía, como nunca antes, que era un gran intérprete y que debía ocupar el lugar que le correspondía. Para eso, también necesitaba de ella y, sobre todo de su voz.

-Cantá para mí, Lili -le dijo una vez.

La muchacha se rió mientras intentaba negarse. Svengali se fastidió. Lili seguía riendo, pero de pronto comenzó a entonar una canción que decía “envenenas mi alma con tus ojos”. Svengali detuvo su rumbear furioso por el cuarto, la escuchó y sintió un desasosiego. La voz de Lili venía de sus cuerdas vocales, era agradable, pero no trasmitía la menor emoción. Volvió a mirarla, con una intensidad que no había sentido hasta entonces. De pronto, la voz de Lili se transformó y Svengali se conmovió oyendo el aliento que llegaba del corazón de su amada.  Se dio cuenta de algo que lo alegró y lo desanimó en igual medida. Lili sólo podría cantar así si él la miraba. No había tiempo que perder. Le dijo que debían dejar Buenos Aires en ese mismo instante. Que nadie debía saber más de ellos. Lili seguía bajo su influjo y aceptó.

Claudio se enteró de la partida de Lili al salir de la casa de un marchand a quien había intentado convencer, en vano, de que armara una exposición con la serie de cuadros con la figura de la muchacha. El hombre había sido especialmente cruel a la hora de rechazarlo.

-Me parece que su modelo es más bella que sus cuadros.

Claudio sintió que el marchand tenía razón. Pero sabía que Lili podía lograr que él encontrara la mejor forma de pintarla. Había una luz en ella que él percibía pero no terminaba de plasmar sobre la tela. Y ahora su ausencia le quitaba esa luz. Lili quedaba vaya a saberse hasta cuándo. Y con ella quedaba en suspenso su destino como pintor y como hombre. Esa luz no se repetiría nunca y él jamás podría volver a intentar atraparla. Quedaba condenado a encontrar inspiración en su mundo interior, pero no se le escapaba que él no era de esos pintores. Necesitaba que algo le llegara de afuera y al conocer a Lili creía haberlo encontrado. Pensó en Svengali y su soledad ante el piano. Sintió algo de envidia. Ese hombre podía hacer que su instrumento contara su alma. Lo dominaba por completo. Y comenzó a obsesionarse con su vecino, una obsesión que la coincidencia de su partida con la de Lili terminó por instalar en su espíritu.

De allí que, al saber de los conciertos de Svengali y su misteriosa cantante, viajó hasta Montevideo con un par de amigos, quienes conocían al ruso y querían probar que, al fin y al cabo, todos somos hijos de las circunstancias. Que aún alguien tan especial como Svengali podía cambiar si variaba el rumbo de los vientos que lo empujaban.

Durante los dos años de ausencia, la pareja seguía unida por la mirada de Svengali, quien conseguía todo de ella, salvo las respuestas a las razones de la princesa que, pese a que Lili intentó otras, nunca lo dejaron satisfecho.  También durante esos dos años Lili había cambiado. Era una arriba del escenario y otra cuando estaban solos. A la hora de cantar recobraba la antigua luz, se sabía sostenida por la mirada de Svengali y dejaba que su voz fluyera a pleno. Cuando todo terminaba, se retraía, entraba en una especie de trance y salvo que alguien le hablara permanecía ensimismada, ausente a todo, como si su única existencia comenzara después de los primeros acordes de la pequeña orquesta que Svengali dirigía desde el piano con un fingido entusiasmo mientras no despegaba sus ojos de los de Lili.

Una noche, al regresar de la calle, la escuchó reír en su habitación. Eso creyó, pero al acercarse, descubrió el rostro de Lili cubierto de lágrimas. Se acercó hasta ella.

-Oh, Svengali -dijo sin parar de llorar – He tenido un sueño de lo más extraño.

-Te escucho -dijo él tomándole la mano.

-Yo llegaba a mi casa y me esperaba mi hermano para decirme que mi padre acababa de morir. La noticia me sorprendió pues veía a mi padre sentado ante la mesa tomando una copa de jerez, como siempre hacía antes de la cena. Pero a medida que me acercaba a él, me daba cuenta de que mi hermano tenía razón, estaba muerto, aunque él seguía bebiendo de su copa. De a poco se iba agregando gente al lugar. Y todos repetían “está muerto”. Al rato entró mi madre acompañada de un sacerdote y dijo que ya era tiempo de hacer los preparativos fúnebres. Allí fueron hasta la mesa cuatro hombres llevando un ataúd en la espalda. Tomaron a mi padre por debajo de los hombros y trataron de meterlo en el cajón.

Svengali trajo un vaso con agua. Ella bebió apurada, como para no perder el hilo del sueño.

-Mi padre se resistió un poco, pidió que lo dejaran terminar de tomar su jerez. Los hombres no le hicieran caso y lo metieron en el ataúd. Desde allí seguía pidiendo más jerez. Cuando me acerqué a verlo, su rostro era el tuyo, Svengali. Mi padre siguió hablando mientras a su alrededor prendían velas, las mujeres lloraban y mi madre recibía el pésame de los vecinos. Parecía haber pasado mucho tiempo. El hombre del ataúd se paraba, trataba de bajarse. Alguien dijo “está tan muerto, tan descompuesto que lo mejor sería cerrarle la tapa”. Llegué hasta allí con un martillo en la mano y una caja con clavos. Ahí empezaste a mirarme, Svengali, de la misma manera que me mirás cuando estoy en el escenario. Sin embargo, yo clavaba y clavaba tu ataúd. Allí me desperté.

-¿Pero llorabas o reías?

-Al ver a su amado desnudo, de espaldas, esperando lo peor. ¿Qué hace la princesa? ¿Llora o se ríe?

Svengali quiso responder pero sintió una aguda puntada en el pecho que le quitaba la respiración. Pero desde esa noche, cada vez que regresaba al cuarto de Lili y la veía dormir, el dolor se repetía, cada vez con mayor intensidad. La noche anterior a la presentación en Montevideo, el ataque se había extendido por más tiempo que lo habitual. Svengali se había acostado esperando que pasara pero era como si el dolor se hubiera adueñado de su cuerpo, se encontrara cómodo en él y se dedicara a pasearse por su estómago, su cuello y sus piernas.

Algo repuesto, había salido hasta el escenario a ver lo que ocurría en la sala. Miró la primera fila. Allí estaba Claudio con sus dos amigos. Intentaron saludarlo, pero Svengali fingió no reconocerlos, mientras decidía cancelar la función. La actitud de Svengali intrigó a Claudio. No encontró explicaciones a lo ocurrido y eso lo incomodó. Creía que si lograba parecerse al pianista podía encontrar esa luz que no aparecía en sus cuadros. La luz de Lili. Media hora después de que el público se retirara, Svengali salió por la puerta de los artistas junto a Lili. Claudio sintió que su corazón se daba vuelta. Era ella. Era su luz. No había posibilidad de error. Pero cuando se acercó, Lili lo miró y siguió caminando como si no lo reconociera

-Lili -gritó.

Svengali lo empujó a un costado y metió a Lili dentro de un auto.

Desde ese momento, Claudio se presentó a todos los conciertos de Svengali que eran siempre suspendidos. Los empresarios empezaron a cansarse de la actitud del músico y el público a retacear su asistencia. Ya casi nadie lo llamaba. El dinero empezaba a escasear. También la paciencia de Svengali a quien irritaban dos cosas: que Lili no le hiciera preguntas y que siguiera durmiendo con absoluta tranquilidad. Svengali la miraba y sospechaba que estaba clavando un ataúd en sueños. A eso se había sumado la presencia de Claudio, siempre sentado en primera fila, esperando vaya a saberse qué. Era su espectador más fiel y también el más indeseado. Sin comprender muy bien porqué, Svengali lo consideraba una amenaza. No sabía nada de la luz que buscaba, de la misma manera que el pintor desconocía el secreto de la voz de Lili. Pero allí estaban, enfrentados sin hablarse.

La carrera de Svengali entró en franco descenso. También sus finanzas y su salud. No podía seguir aislado del mundo. La soledad con Lili no le daba respuestas. Finalmente, aceptó la propuesta de presentarse en un cabaret porteño. Sabía que Claudio iría hasta allí. Pero esta vez lo enfrentaría.

Claudio se asustó un poco al ver a ese hombre grande y encorvado sentarse a su mesa. No lo esperaba. Que alguien que había escapado de su presencia por todos los teatros de la ciudad ahora quisiera hablarle. Y no sabía que decirle. No hizo falta. Svengali comenzó a hablar.

– Aquí estamos. Supongo que no es mi arte el que te trajo hasta este lugar de mala muerte.

-Sabés que no, Svengali.

– Me impresiona tu constancia. ¿Qué estás esperando? ¿Que te reconozca y salte a tus brazos?

Claudio se sintió avergonzado. Jamás lo había pensado, pero era exactamente así. De repente, el tono desafiante de Svengali cambió.

-Al fin y al cabo, es una mujer. Sólo una mujer. Para mí una voz, para vos una imagen. Ni una ni otra existen en realidad. Yo la hago cantar con mi música, vos la convertís en un cuerpo con tu pincel y tus colores. Lili es un invento. Un hermoso invento, sin dudas.

A Claudio le molestó la risa de Svengali. Eso más que sus argumentos.

-De acuerdo. Es una mujer, pero es quien inventa nuestra música y nuestros cuadros. Ella está antes, antes de que la hicieras cantar, antes de que yo la retratara. Svengali volvió a reírse.

-No soy el indicado para terminar con tus ilusiones. Luego de la función, la voy a traer hasta tu mesa para que encuentres a la Lili que suponés que existe. Tendrás todo el tiempo que necesites para demostrar tus teorías. Pero si esa Lili no existe, deberías renunciar a tu deseo de convertirte en artista.

Aunque, pensándolo bien -agregó después de un rato-, si tenés razón no hay motivo para pintarla y si no, tu fracaso no será sólo el de un artista.

Claudio se sintió apesadumbrado. La posibilidad de encontrarse con Lili volvía a traerle el problema de la luz y las palabras del marchand señalándole que su modelo era más bella que sus cuadros. Lili era a la vez su fracaso y su esperanza.

-¿Por qué será que algunos queremos convertirnos en artistas, Svengali?

-¿No es esta una pregunta improcedente de un pintor a un pianista? Pero, bueno, ya son demasiadas preguntas para hoy. Debo ir a prepararme. Espero que disfrutes de mi música- y sonriendo tomó la copa de cognac de Claudio y la bebió hasta el final.

Con paso rápido, se dirigió al pequeño camarín que les habían adjudicado al fondo de un pasillo. Al entrar, vio a Lili desnuda sentada en la única silla que había en el cuarto y contemplándose ante el espejo. Sobre una mesa había un enorme ramo de flores blancas. Svengali sospechó que era un regalo de Claudio pero apenas le importó. Se colocó detrás de la muchacha y le apoyó su pesada mano sobre los hombros.

-Te hice muchas preguntas, Lili. ¿No es cierto?

Lili se sonrió, pero siguió callada.

-Me quedan sólo dos para hacerte. Quiero saber quién te regaló esas flores blancas

-Las compré yo. Un camarín sin flores no es el camarín de un artista. Ya sé, querrás saber por qué son blancas. Yo también, pero quería algo que pareciera limpio en un lugar como este. ¿Cuál es tu segunda pregunta?

-Es una pregunta muy simple, más simple que la de las flores. ¿Me amás, Lili?

Lili se apoyó la mano sobre el pecho.

-No lo sé. Creo que amo tu mirada pero no lo que la sostiene. Yo misma no lo termino de entender, es como si fueran cosas distintas. Pero si te gusta saberlo, quisiera amarte, Svengali. Con toda mi alma. Tal vez si dejaras de mirarme te amaría. Quizás.

Por la puerta se asomó un hombre calvo para anunciarles que debían ir a escena. Lili se vistió. Ese quizás lo había hecho vacilar sobre la promesa dada a Claudio. No temía que Lili se fuera con el pintor, no era eso. No podía dejar de pensar en su propia mirada, en el peso que sus ojos tendrían sobre el cuerpo de Lili. Sintió una puntada. Leve.

Miró a la orquesta y le pareció que los violines eran demasiados. Hubiera querido estar a solas con su piano. Lili comenzó y su voz sonó más intensa que nunca:

You go to my head

And you linger like a horse in refrain

And I find you spinning round in my brain

Like a bubble in a glass of champagne

Cuando Lili iba a retomar el estribillo, Svengali volvió a sentir la puntada en el pecho. Más aguda que nunca. Hizo un esfuerzo por disimular el dolor. Lili seguía cantando, él no había dejado de mirarla. Pero la sacudida se repitió y esta vez era como si le atravesara el corazón. Cerró los ojos. Lili, sin dejar de cantar con una voz cada vez más enronquecida, trataba de no despegar su mirada de la de Svengali. Pero sólo vio sus párpados contraídos, apretados. Sintió que las fuerzas la abandonaban, que su cuerpo se volvía aire. Ya no podía abrir los labios. Los ojos de Svengali se habían ido. Entonces cayó. Svengali alcanzó a escuchar las últimas palabras de Lili y no supo, por un momento, si eran parte de la canción: “Te amo, Svengali”.

El pianista sintió una nueva puntada y su cuerpo se fue deslizando por el teclado.

Dicen quienes estuvieron esa noche que antes que Svengali cayera muerto en el piso, se oyó un extraño ruido, como de metal golpeando contra madera. Claudio, cuando escucha esta historia, dice que no recuerda nada parecido. Y sigue llevando flores blancas a la tumba de Lili.

 

Nota: La historia de Svengali fue motivo de una película filmada en 1938 con la dirección de Archie Mayo. El papel del pianista fue confiado a John Barrymore, en cuya figura física se ha basado esta biografía, dada la ausencia de retratos de Svengali, quien siempre dirigía la orquesta de espaldas y vivía huyendo de todo contacto con cualquier clase de gente, salvo Lili, por supuesto, y las inevitables relaciones comerciales. Los testimonios sobre su aspecto utilizados aquí son seguramente los mismos que tomaron como inspiración los realizadores del film para elegir al actor, por eso nos pareció más lógico basarnos en la figura de Barrymore que inventarle un aspecto físico a Svengali. No pretendemos ser originales sino verdaderos. Quienes lo conocieron, dan una descripción que no difiere demasiado de la máscara que le presta Barrymore, aunque la película, a nuestro juicio, haga demasiado hincapié en las dotes hinópticas de Svengali y muestre una Lili más ingenua que la verdadera. Una vez que adoptamos la figura de Barrymore, era ineludible que sus historias se nos parecieran. Sobre todo por una interesante asimetría. Mientras Barrymore iba de mujer en mujer, Svengali concentraba su pasión en una sola. Pero ambos fracasaron en una búsqueda que era la misma: el amor absoluto. Sobre su existencia o su imposibilidad, no estamos en condiciones de dar ninguna certeza. Nos limitamos a consignar los hechos de una historia que no merece el olvido de las trasnoches en las que se pasan viejas películas que sostienen el insomnio, como los ojos de Svengali.

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