Muchas veces la crueldad se disfraza de pedagogía. Una niña, un padre desaprensivo y el agua que hace lo suyo.

La niña se escapa de la casa, cruza la calle desierta y atraviesa el parque hacia la pileta. Camina por el pasto en su traje de baño azul con flores amarillas. Camina y las puntas del pelo rubio le tocan la piel de la espalda. Sus pies, metidos en unas sandalias de plástico transparente, la llevan rápido a su destino. Siente el sol en la cara, en los brazos, en todo el cuerpo y la niña quiere decir algo como «gracias» pero no lo dice porque para eso está la risa, esa urgencia del andar, una pierna más rápida que la otra, los pies eficientes en esos zapatos, que pisan cardos, pisan charcos, pisan flores. La niña corre. Corre y aplasta una flor rosada. Se detiene. «Perdón, flor», dice, porque le han enseñado que las flores no se pisan. Pero hay esa urgencia que no sabe bien qué es (algo del cuerpo que se impone) y no le queda otra que volver a correr y pisar: flores, papeles, tierra, escarabajos. Porque es un día de sol, se ha escapado de su madre, que duerme, y ya se oyen los gritos de los otros chicos que juegan en la pileta. Su hermana mayor está ahí. Puede oírla. Oye los pájaros en los árboles, oye el silbato del bañero, las pelotas que rebotan contra el agua, la voz más alta de su hermana que llama al padre. Está sentado en una reposera, en el césped, junto a las lajas hirvientes (el torso desnudo, sin pelos, la piel llena de lunares marrones, lunares rojos, verrugas, pequeñas protuberancias como constelaciones en la piel grasosa de su padre). No contaba con él. Pensaba que también estaría durmiendo, porque eso es lo que hacen los padres a la peor hora de calor de los días de verano. Aunque sea en otra habitación, no en la que duerme su madre. Todavía le falta pasar la pared de ladrillos que le llega al cuello y sobre la que ahora apoya los codos y mira. Mira el borde de la pileta, los pies de los chicos que van y vienen, las gotas que se elevan en las zambullidas, las espaldas de los adultos, los vientres de los adultos, las pieles blancas, untadas, enrojecidas, tostadas, arrugadas y tersas de los padres y las madres que miran a sus hijos. Igual que el suyo, que sigue con los ojos a su hermana, vestida con un traje de baño rosa brillante que el sol transforma en blanco, como si un rayo de luz la siguiera mientras ella corre por el borde, las manos algo rígidas al costado del cuerpo, corre y pisa charcos, pisa un diario que alguien dejó tirado, pisa la hierba y las flores del costado, pero no se detiene, al contrario, pide que la miren (y la miran), sigue corriendo, clava los pies en las lajas, salta con los brazos estirados y se zambulle en la parte más honda de la pileta, ahí donde la madre les ha prohibido siquiera meter los pies, sobre todo a ella, que es la más chica y solo tiene permitido sentarse en los escalones de la parte baja. El padre levanta un poco la cabeza, ve a la hija mayor esforzarse con brazos y piernas hasta llegar a la parte donde sus pies tocan el fondo. No aplaude pero asiente, se inclina en la silla, sonríe. Su hija mayor nada hasta el borde y se detiene ahí, frente a él, cruza los brazos sobre las lajas y le devuelve la sonrisa, los ojos enrojecidos y el pelo pegado a la cabeza como un casco. La niña del traje azul con flores amarillas ahora se afirma con las manos sobre la pared de ladrillos, que está caliente y huele raro, como a pis y a sol. Se raspa un poco la rodilla derecha pero no importa, sigue, corre unos pasos más y ya está detrás de la reposera del padre, cubriéndole los ojos con las manos sucias y transpiradas, justo cuando la hermana mayor tapa el sol con el toallón naranja con el que ahora se envuelve y se seca, se seca la espalda, la cara, los brazos, se pasa la toalla enrollada entre las piernas y la mueve de atrás para adelante, se seca bien, con las piernas abiertas, mientras el padre se ríe y le agarra las manos a ella, la niña de la malla azul, la iza como si fuera un paquete por encima de su cabeza, por encima de su pelo castaño con algunas canas y la niña piensa en la madre, rubia y dormida sobre las sábanas tibias color masa de pan, la madre que duerme sobre su lado izquierdo, con un camisón blanco y corto; la niña piensa en sus párpados, en su índice recorriendo muy despacio la bolita dormida de los ojos de su madre, como si pasara el dedo por un caracol de mar y así conociera su secreto. En lugar de volverla al piso, el padre la acomoda entre su brazo y su pecho, con la mano izquierda le saca de un tirón los zapatos transparentes, se levanta de la silla y atrapa una punta de la toalla que la hija mayor le tiende mientras abre los brazos y, con ellos, la tela, y él pasa el peso fácil de la hija menor al interior mojado y algo rasposo, en el que ahora los dos la mecen, primero despacio, después un poco más rápido, y todo es naranja y oscuro como el sol de un planeta lejano, y la niña ya no piensa en la madre dormida porque el corazón le late fuerte. Oye las risas del padre y de la hermana, que aceleran el vaivén. El cuerpo se le ladea con el movimiento y queda de cara a la oscuridad de la tela, que huele a cloro, a su hermana y a bronceador. La niña clava las uñas en la toalla, se agarra con todas sus fuerzas, pero no sirve de nada porque igual cae. Siente el agua primero en las piernas y la espalda (la cabeza llega última, porque antes golpea en el borde de cemento). La niña cierra los ojos y traga agua. Ve el dolor caliente de su cabeza moverse como puntitos detrás de sus párpados, traga un poco más de agua, abre los ojos, flotan burbujas. Mueve las piernas y los brazos, logra sacar la boca, tose, se hunde, ve las piernas doradas de un chico que nada más adelante. Mueve un poco más los brazos y las piernas, toma aire, ve a su padre y a su hermana en el borde de la pileta que se ríen y la señalan mientras ella sigue flotando con el cuello estirado, moviendo las manos en círculos, las manos extendidas y abiertas por las que el agua pasa, va y viene, manos inútiles. La niña estira las piernas detrás de sí, inclina un poco el torso hacia adelante, el calor en la cabeza es ahora un latido, el latido del golpe. Vuelve a hundirse pero esta vez cierra los dedos de las manos, expulsa aire en burbujas gordas, perfectas, da una patada, saca la cabeza, respira y en el mismo movimiento, gira el cuerpo y lo apunta hacia la dirección contraria, hacia la parte honda de la pileta. El agua hace un remolino a su alrededor, asiente, se ordena, responde. Y en ese movimiento unánime de sus músculos y tendones, la niña descubre su instinto más primario, el impulso que la aleja para siempre del hombre que ríe al otro lado del agua.

 

Betina González es docente y escritora. Entre sus libros, Arte menor (Premio Clarín de Novela), Juegos de playa y Las poseídas.