Un texto breve que busca ser un homenaje a 42 años del asesinato de Rodolfo Walsh perpetrado por la dictadura genocida.

“No sabe (nadie puede saber) / mi innumerable contrición / y cansancio”.

(El jardín de los senderos que se bifurcan. Jorge Luis Borges)

El día anterior ha escrito una carta que – no sabe pero quizás lo intuya – será la última. Desde que ha salido de su casa, lejos de la ciudad, ha ido depositando sobres con copias en diferentes buzones, con diferentes destinos. Y ahora camina.

Maestro del arte de la clandestinidad, se ha disfrazado de jubilado. Viste pantalón y camisa marrón, tocado con un sombrero de paja. Camina entre la gente por la cual lucha, una vez más, después de tantas.

Ha sido y sigue siendo un eximio jugador de ajedrez, un periodista agudo y un cuentista brillante. Además del suyo ha usado otros nombres. Según la necesidad y la ocasión, se ha llamado también Norberto Freire o Daniel Hernández.

Hace más de veinte años alguien le dijo una frase que le cambió la vida. “Hay un fusilado que vive”, le dijo, y él empezó a buscarlo. Y no sólo lo encontró sino que descubrió una trama asesina que denunció cuando todos – y todos es: todos – callaban.

Más tarde dirigió un periódico obrero, descubrió a los autores de otras muertes, inventó una agencia de noticias clandestina y una noche, tarde, en La Habana, descifró un mensaje en clave de la CIA.

Ahora, esta mañana, ha enviado una carta que sangra: “La censura de prensa – dice -, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años.”

Acaba de enviar la última copia cuando su mirada alerta le hace ver la trampa. Y sin embargo es tarde. Son muchos y él está solo. Le sobra coraje pero tiene apenas un revólver (Taurus 22) para enfrentar la cobarde desmesura de las otras armas.

Rodolfo Walsh cae herido y todavía vivo lo llevan a la Escuela de Mecánica de la Armada. Ahí, aún después de muerto, tratarán inútilmente de callarlo.

Sucedió el 25 de marzo de 1977 en una esquina de Buenos Aires.

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