Despreciado por la crítica musical y la sociología de la cultura, Palito Ortega constituyó un verdadero fenómeno de masas. Es el segundo artista con más ventas en la historia de la música popular argentina, sus canciones recorrieron el mundo y protagonizó y filmó más de treinta películas. Del Club del Clan a la salvación de Charly García. Auge y cenit de un ídolo olvidado. Aquí, un adelanto de “Un muchacho como aquel” (Gourmet musical), de Pablo Alabarces y Abel Gilbert. (Ilustración: Rosal de Aquí).

1.1976

El libro séptimo de Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, es una parodia de la Divina comedia. Al infierno, en este caso, se entra a través de un ombú en el Parque Saavedra, y después de bailar y cantar una cueca ante una curandera, doña Tecla.

“Yo tengo el de mi ciencia y usted el de su penitencia” –le dice Schultze a Adán, y le recomienda no ampararse en el mito. “Si usted ha imaginado convertirse a costa mía en un pobre Orfeo de bolsillo, debe renunciar inmediatamente a esas ilusiones”.

Ese infierno, Cacodelphia, es una contrafigura de la Buenos Aires visible: Caronte es el colectivero de la línea 38. Se castigan los pecados capitales, pero también el arrojo de dejarse crecer la melena según los parámetros de finales de los años cuarenta. “Cíclopes músicos rascaban o soplaban sus instrumentos: a excepción de un contrabajo descomunal y dos trombones gigantes, los instrumentos eran desconocidos para mí, y consistían en largas calabazas, tubas primitivas, canutos y porongos que lanzaban sonidos graves, eructos e hipos, al ejecutar algo así como un pedorreante Concierto Brandemburgués”. Adán ve, en una de las incursiones, casuchas con mujeres que se asoman por las ventanas “peinando sus greñas, de las que caían chorreaduras de lodo, o bien tendiendo ropas a secar en alambres que goteaban eternamente”. En patiecitos llenos de neumáticos rotos y viejas latas de sardinas, “hombres de apostura solemne raspaban con cuchillos de mesa los costrones de sus zapatos y sombreros”. Lo que más le asombra es que “todas las casuchas parecían colmadas de gritos, músicas ramplonas y diálogos estridentes”. Proliferan los aparatos de radio. “¡Esto es un infierno!”, se queja, tapándose los oídos.

El infierno es una radio vulgar y, también, disonancias a la Stravinsky. Ahí abajo, “el silencio es un artículo de primera necesidad”. No en vano Schultze le dice: “estamos en un infierno privado y hasta clandestino, sin patente ni oficialización alguna”.

Palito deseaba llevar el Adán al cine. De haber elegido el séptimo capítulo hubiera quedado emparentado con el Favio de Nazareno Cruz y el Lobo, que tiene su propia excursión al Averno. No debió ser esa la razón que lo retuvo. El 22 de marzo de 1976, dos días antes del golpe, Ortega anuncia su debut como director de cine. Su maquinaria de hacer hits se había quedado sin combustible. El espectáculo le daba sin embargo su otra mejilla. Él devolvió gentilezas con “una historia atractiva para los chicos, una película con mucha acción, donde tenga lucimiento este cómico y además yo tenga un papel importante como productor y como actor”.

Así surgió, según la primera de sus memorias, la de 1980, Dos locos en el aire. “Mi película no tiene más pretensiones que la de entretener”, le dijo a Clarín sobre el filme y su alianza con el cómico Carlos Balá. Se estrenaría el 22 de julio, en plenas vacaciones de invierno. Clarín quiso saber en qué punto se había frenado la iniciativa de filmar la novela de Marechal junto con Manuel Antín y con Pepe Soriano seguramente en el papel del astrólogo Schultze. “Por el momento”, responde, es “solo” un “proyecto”.

La película con Balá debió comenzarse a rodar en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba en medio del alzamiento de la Fuerza Aérea contra Isabel Perón. El 18 de diciembre de 1975, el brigadier Jesús Orlando Capellini cobró vuelo para acelerar la caída del gobierno peronista. Una semana más tarde, el arzobispo de Córdoba y vicepresidente primero del Episcopado, cardenal Raúl Francisco Primatesta, dijo que no era profeta del castigo pero que dada la gravedad de la situación política era imprescindible tomar decisiones. “Dios va a defender su creación. Va a defender al hombre, pero puede ser que el remedio sea duro, porque la mano izquierda de Dios es paternal, pero puede ser pesada”.

Cine infernal

El infierno como estudio de cinematografía ya estaba presente en la novela: en Cacodelphia se toca la Marcha de San Lorenzo. Con Palito, en cambio, suena la versión metalizada de La sonrisa de mamá. El golpe cerraba un período histórico marcado por el ascenso y el repliegue de las masas y que se resumía en las dos versiones de Yo tengo fe. Con Dos locos en el aire, La sonrisa de mamá ya no necesitaba letra porque formaba parte de una entonación pública traducida al formato de la banda militar. La fe se expresaba a paso redoblado. Si a fines de 1972 la melodía pudo ser reciclada por Montoneros, en este caso es interpretada por una banda de la Fuerza Aérea. ¿De qué madre se trata? No es forzado concluir que es la institución armada que, de hecho, como ha insistido la teodicea castrense, es anterior a la misma idea de nación. “Una música que marca con temas viejos de Palito en tiempo de marcha el espíritu de cada escena”, dijo el Heraldo del cinematógrafo. El tamiz del paso redoblado no le resultó problemático. “Un libro depurado de segundas intenciones”.

La película comienza a tono con los estremecimientos, con un desfile, un capellán castrense y, de inmediato, una voz que recuerda el goce por la “misión” cumplida. Es una voz que habla desde el aire. La historia tiene su epicentro en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba donde confluyen el teniente Juan Manuel San Jorge (Ortega) y el tonto del pueblo de donde vino, el cadete Carlos Balá, eterno candidato al salto de rana y la tecnología disciplinaria de bajas calorías en los cuarteles. Ya había sido colimba en Canuto Cañete, en 1963. Trece años no son nada. Balá es el encargado de alternar la exaltación a los símbolos con la picaresca que lo lleva a disparar por error un misil. Dos locos… fue filmada en la misma unidad donde se levantó un centro de detención de la dictadura, según el mapa del horror que reconstruyó el Ministerio de Justicia. No sabemos si, al momento de que las cámaras se encendieron, había allí detenidos en forma ilegal. Lo que sí se conoce es que el capellán de la unidad, Horacio Astigueta, quizá el mismo que toma la cámara al inicio del filme, confesaba a los presos antes de que los mataran en forma clandestina. Juan Carlos Aznárez, corresponsal del diario El País en la ciudad de Buenos Aires, intentó entrevistarlo en el barrio de San Telmo, diecinueve años después de los episodios trágicos. “Le voy a ser franco, dicen que usted confesaba a muchos prisioneros antes de ser fusilados clandestinamente, que nunca los denunció, y que además…”, quiere saber. “¿Quién dice eso?”, responde Astigueta. “Lo he leído”, le avisa el corresponsal. “Todo eso es mentira, mentira. Son unos sinvergüenzas” (El País, 8 de mayo de 1995). Sabemos también que en esa Escuela la Fuerza Aérea consagró a sus cadetes al corazón inmaculado de María, según informó el mismo Vicariato Castrense en agosto de 1978.

Dijimos que los dos “locos” forman parte de la aviación militar, aunque con grados diferentes. El guionista Juan Carlos Mesa decidió que Palito fuera Juan Manuel San Jorge. El apellido ya nos dice algo porque lo toma prestado del soldado romano ejecutado en Nicomedia, a causa de su fe cristiana, el 23 de abril de 303. San Jorge fue un mártir decapitado. Durante la Edad Media, en el siglo IX, se populariza su gesta frente a un dragón que atemorizaba a los habitantes de una aldea. La bestia los extorsionaba. Para mantenerla lejos, los campesinos le entregaban a diario dos corderos. Los animales pronto escasearon. Uno de los habitantes debía ser sacrificado en un sorteo. La princesa no tuvo suerte y quedó a las puertas de la cueva. Ahí entró Jorge en acción y mató al dragón. De la sangre del monstruo abatido brotó una rosa que el héroe regaló a la hija del Rey. Algún trovador pudo haber cantado “esa flor que está naciendo…”. Para entender mejor la importancia del nombre, recordemos por último que San Jorge es el patrono de la Caballería del Ejército Argentino, tan activa por esos días. Como Pegaso, el caballo volador, en Dos locos en el aire maneja aviones de combate.

Palito canta pocas canciones durante el filme, pero algunas palabras son de uso común: amor, razón, Dios. Si bien Ortega invoca 74 veces al señor de las alturas a lo largo de su discografía, a partir del golpe de Estado esa suerte de súplica tiene un anclaje peculiar. El sacramento musical se mimetiza en ese sentido con el habla de los comandantes que se dejan fotografiar en plena ingestión de hostias o persignados. “Yo canto porque me gusta” fue su último batacazo discográfico a modo de simple. Acá primero lo cantan los soldados. San Jorge irrumpe en la jarana sorpresivamente. Desciende del jeep y ordena: “continuar”. La música sigue. El oficial viste el uniforme verde oliva y se coloca en el centro de una ronda. Les avisa que él también cantará la canción que los tenía tan entusiasmados. Lo vivan. “De aquel poeta yo soy la voz”, canta mientras la cámara toma a dos guardias apostados con sus ametralladoras. “Soy esa canción sin dueño que no ha vendido su libertad”, les cuenta. Las estrofas se separan por una melodía tocada con un sintetizador Moog, el mismo con el que Charly García coloreó Instituciones. Claro que, en este caso, la institución es castrense. El autor marca el tres por cuatro mientras suelta el estribillo. “Yo nací para cantar”, dice el teniente esencialista. Los soldados se suman al valsecito con el movimiento de sus cuerpos. “Siempre fui sincero con el mensaje de mi canción”, les acota. “Yo le canto a la esperanza, le canto al hombre y le canto a Dios”. También le canta “a los que luchan”, que no son otros que los colimbas.

Palimpsesto

Dos locos en el aire podría pensarse como una tentativa más de reescritura. De un lado, porque vuelve a presentarse Evangelina Salazar quien, tres años después de Me gusta esa chica, es también su prometida. En vísperas de la asunción de Cámpora, ella es una chica independiente, vive en una suerte de pensión, rodeada nuevamente de posters, y refugia a un Ortega indómito que huye de la policía. Bien, en este caso, Silvia, su personaje, es la hija de un comodoro, interpretado por Ángel Magaña. Aunque Silvia tiene treinta y tres años, la ficción la requiere en el rol de una estudiante que cursa quinto año de un colegio católico, toca el piano e invita a Juan Manuel a un chocolate caliente después de conocerlo por accidente: el teniente la lleva en auto a su casa porque el chofer, Balá, había faltado a la cita.

La secuencia comienza con un primer plano del estéreo del auto que el dedo de Ortega (como el dedo de Adán en la Capilla Sixtina) activa el milagro y se escuche una de las canciones de su disco del 76, Por siempre Palito. “Los que no deforman las palabras / y se muestran siempre como son / ésos que no mienten y trabajan / los que no han perdido la razón / Gente simple quiero yo, que en lo simple está el amor”. La canción comienza con una melodía en la flauta y se deja contaminar en el arreglo por convenciones más cercanas al folk-rock. La guitarra acústica solea. Es un contracanto de actualidad. Y esa adecuación tiene en la letra una pizca de intenciones acusatorias. “Muchos viven más de la mentira / de otra forma no saben vivir / en un mundo que ellos se inventaron / de donde tienen miedo de salir”.

Al igual que en Mi primera novia, el amor queda en suspenso. Ya veremos cómo. Antes del desenlace, el relato se puebla de equívocos propios de las comedias (malas). Balá se roba la tarjeta de presentación de su amigo y sale de levante. Se hace pasar por él. Las falsas identidades eran entonces varias, las del clandestino y el infiltrado, pero también el cantante que podía desdoblarse en sus funciones y, de civil, subir al escenario de una discoteca. “Yo quiero tener amigos / por los caminos que voy andando / y así compartir con ellos / mi pan, mi vino y también mi canto”. Los asistentes quedan prendados del estribillo, tan próximo a Roberto Carlos. El hit es también una puesta. La dramatización de una mnemotecnia social. En Un muchacho como yo, lo acompaña una procesión de motoqueros por el lago de Palermo. “Grita, grita fuerte, grita sin temor / que tu grito tenga palabras de amor”. La canción armoniza con los entornos: en la misma película hace cantar a un conventillo. Pero puede ser un concierto al aire libre. De lo que se trata es de que la sepan todos.

En Dos locos… el poder órfico del teniente hace que el público aplauda con efusión algo que no se esperaba, porque San Jorge no tenía previsto mostrarse así. Lo mismo le sucede en su entorno natural: la aviación de guerra. Cuando es enviado a la Base Marambio, en la Antártida, después de una sobremesa toma la guitarra y arremete con Por esa gente, aleluya. Palito se ubica delante de la “salida de emergencia”. No se puede hacer otra cosa que escucharlo. De más está decir que “esa gente” son militares y es una cena de camaradería que se reviste de júbilo. La palabra “aleluya” ha sido un modo de exclamación común en los Antiguo y Nuevo Testamentos. En cuanto al cristianismo, se ha tratado de la alabanza más alegre al Creador. En las liturgias cristianas, el aleluya suele tener forma antifonal, se adorna de melismas entre los versos de un salmo u oración. El Hallelujah tiene su propia tradición musical, y bastaría citar a El Mesías, de Händel, una obra que comenzó inserta en los ritos religiosos para, con los siglos, pasar a las salas de concierto. En 1969, Deep Purple irrumpió con su propio Hallelujah en la escena inglesa: “Soy un predicador con un mensaje para mi pueblo / Por el mundo, rascando en el suelo / Buscando la paz que nadie ha encontrado”. La idea del cantante como misionero tiene ahí las aristas del hard rock. Despojada de esos decibeles la encontramos en 1976 en el continente blanco. En este caso es la estrofa y el momento en el que los otros oficiales, “los que siempre están pensando en un mundo mejor” y se han liberado “de todas sus ambiciones”, según la letra, se suman al canto, mueven sus cabezas y los pies. “Esa gente que vive, que siente, su vida el amor”. El reconocimiento se escucha finalmente con los militares en formación.

El folk le sienta bien a Palito en las bajas temperaturas. Solo el frío austral puede congelar la pasión que anida entre San Jorge y Silvia. La espera cierra Me gusta esa chica y Dos locos…. En la primera encuentra su fundamento en un sentido del deber social: ir a curar chicos pobres al norte. La segunda queda subsumida en la obligación militar, el juramento de defensa soberana y la intuición de lo sublime. En la Antártida, le confiesa el teniente, que ha sido ascendido a teniente primero, “se siente la presencia de Dios” y al amparo del altísimo, bajo su mirada, se pliega el recuerdo de Silvia para acompañarlo “en todo momento”.

Palito alcanza en pocos años un protagonismo de uniforme que a Magaña le llevó décadas y premios al mimetismo entre el ciudadano de pie y el armado. En medio de las acciones contrainsurgentes del Ejército en Tucumán, pocos meses antes del golpe, la institución le entregó al actor una réplica del sable corvo de José de San Martín. “Distinción que rara vez se confiere a un civil”, se aclaró. Magaña era el conductor del programa televisivo castrense Adelante, juventud y, sobre todo, había realizado toda una carrera militar en la ficción. Había ocupado un rango inferior en Cadetes de San Martín, de Mario Soffici (1937) y, como recordó el general Roberto Viola durante el homenaje, en Mi amigo Luis, de Carlos Rinaldi (1972), “ya había ascendido a general”. Aquella ceremonia se realizó en el Comando General del Ejército, con la presencia de la máxima autoridad, el general Leandro Anaya y su plana mayor. Ante ellos, Viola no solo ponderó el alto grado de identificación de Magaña con sus personajes sino los espejismos que provocaba. Durante la realización de Mi amigo Luis “no faltó el cadete bisoño que lo confundiera con un auténtico militar”. A lo que el actor comentó jocoso: “Algunos oficiales solían divertirse con esas confusiones, a las cuales se sumaban, a veces, otros oficiales de visita, que no me conocían y me saludaban con la venia de reglamento”. Ser varios a la vez, pero casi siempre de uniforme. Dos locos… obligó a Magaña a cambiar de institución y ser un comodoro. El padre de Silvia. Qué justeza para hacer la venia frente a sus subordinadas. ¡La gravedad de su mirada! ¡Y cómo imparte órdenes!

Solo se relaja cuando lee el diario con su esposa. Total, de qué podía hablar la prensa en esa provincia.

—Linda pareja —comenta su esposa en alusión a la hija y el teniente.

—Mseee… —¿Qué te pasa? El comodoro no sabe qué decir.

—Vos no sabés esconder nada, no sabés mentir. Parece encontrarse en una encrucijada ética. ¿Debe decir lo que sabe? Cuenta entonces que el comportamiento del teniente en Marambio ha sido sobresaliente y objeto de un ascenso. Se lo dijo el brigadier. Lo van a designar jefe de la base. Palito, como en Me gusta esa chica, debe abrazar un destino superior.

—¿Se tiene que ir allí?

—No, si conseguimos unos camiones le vamos a traer la base acá. Hacés cada pregunta… Silvia acepta el “sacrificio” de Juan Manuel porque sabe que cuando retorne serán felices. Todo termina con otro desfile y el acto de graduación de los jóvenes oficiales.

—Los ha forjado antes que aviadores, soldados —recuerda el comodoro. Los hombres y los aviones comulgan en el cielo. Son dueños de sus alas.

—Señores, a las máquinas —ordena y se escucha ahí La felicidad, también por una banda, mezclada con el rugido de los motores

Evangelina despide a San Jorge desde lejos. De su cuello cuelga una cruz grande. Luego se canta una marcha institucional. “Son las alas de mi patria que en el aire van surcando con orgullo su grandeza y esplendor mientras brilla el cielo azul y blanco. Van volando en el espacio como pájaro rugiente, van mostrando su coraje con amor cumpliendo su deber”. La imagen de Palito coincide con los “valientes defensores”, y antes de subir a su avión. Primer plano para Silvia, atrapada entre la aceptación de una obra superior y su soledad. El teniente la saluda, se coloca el casco y chau. Silvia no puede contener la desazón. Llora sobre el hombro de la madre.

“Inocuo debut de Palito Ortega como director… La falta de pretensiones no es un justificativo mayor ante tanto despropósito”, dijo La Opinión. Clarín señaló que su ópera prima está “absolutamente identificada con ese cine familiar, leve, ameno y simpático que lo contó como intérprete durante más de diez años”. Para realizarla, “logró un tan generoso como decisivo apoyo de la Fuerza Aérea, merced a cuya colaboración una trama… con emocionados tonos patrióticos cobra dimensión de rico espectáculo”. La película se había estrenado dos semanas antes que Adiós Sui Generis, de Bebe Kamin. “Tengo miedo”, dice uno de los testimonios, antes de entrar al Luna Park donde se despidió el grupo. Tener miedo era una sensación común en muchos, entre ellos Raymundo Gleyzer: uno de los camarógrafos de Kamin y realizador de Los traidores, se encontraba desaparecido desde fines de mayo.

“Logramos una gran audiencia”, recordó el director en 1980. Una publicidad de Chango Producciones de el Heraldo había asegurado en 1976 que la película había sido vista por 376.727 personas durante la primera semana en cartel. La imagen del Palito militar no admitía confusiones: podía distinguirse bajo cualquier circunstancia. Al menos así lo fue para Héctor Tito Galván. Lo detuvieron el 8 de mayo mediante engaños, antes de ir a tocar la batería en una fiesta. En el Departamento Informaciones Policiales de Santiago del Estero lo torturaron salvajemente. Luego lo enviaron a Tucumán. “Nos tenían en un galpón en el que la única comida era sopa y cáscaras de naranja”. Al declarar ante el tribunal que juzgó los hechos aberrantes perpetrados en su provincia, Galván, quien entonces era baterista, relató la última noche de tormentos. Se encontraba desnudo en una cama. Un grupo de uniformados le quitó las vendas de los ojos y le mostraron una serie de fotografías. No conocía a nadie, hasta que de pronto, le mostraron una de Palito Ortega. “A este sí lo conocés, hijo de puta”.

 

Por Pablo Alabarces y Abel Gilbert, para Revista Anfibia / Vía Telam | Ilustración: Rosal de Aquí.