Crecer en forma sostenida implica fortalecer el mercado interno con mejores salarios y más empleo, además de idear modelos que permitan industrializar los recursos naturales mediante una fuerte participación del Estado. El objetivo colisiona con los grandes grupos empresarios que concentran la producción de alimentos e insumos estratégicos, además de controlar la exportación de cereales y oleaginosas.

El sistema en el que vivimos le confiere a la propiedad privada de los medios de producción y sus poseedores autoridad sobre la población y su vida cotidiana, “un poder que el Estado hace respetar y que muchos estados tiránicos antiguos habrían envidiado” [1]. Ese poder le permite a los empresarios en general fijar los precios y las condiciones de los mercados cautivos donde operan. Basta con pensar en los bienes de uso difundido – los que se emplean para crear otros bienes -, como el acero, el aluminio, los insumos que generan las petroquímicas y el cemento, entre otros. O en las industrias extractivas – petróleo, gas y minería en general -. Se trata siempre de sectores liderados por una, dos o tres grandes empresas.

Lo mismo sucede con el rubro de los alimentos. El grado de concentración y posesión de mercados cautivos es tan alto que apenas veinte compañías – Arcor, Molinos Rio de la Plata, Danone-La Serenísima, Adecoagro, Ledesma, Coca Cola, Nestlé, Mondelez, Molinos Cañuelas y Morixe, entre otras – explican la elaboración del 80 por ciento de los alimentos y bebidas que se consumen en el país. El panorama se completa con las grandes cadenas de comercialización – Coto, Carrefour, Cencosud, la Anónima y Walmart -, las cuales venden el 65 por ciento de esos bienes. Ese escenario, pero también la sociedad de hecho y de muchos años que mantienen los grandes productores y las comercializadores, hace muy difícil destrabar el proceso de formación de precios y explica, además, por qué cuando sube el valor del dólar se traslada a los alimentos y las bebidas.

La producción y venta de aceites comestibles es un claro ejemplo del grado de concentración. Aceitera General Deheza (AGD) de la familia Urquía, Molinos Río de la Plata del Grupo Pérez Companc, Arcor de la familia Pagani y Molinos Cañuelas de Aldo Navilli [2] tienen el 85 por ciento del mercado interno; mientras que ADM, Bunge, Cargill, Louis Dreyfus, Cofco, Oleaginosa Moreno (Glencore), la Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA) y Díaz & Forti – que emplea los silos y puertos de la concursada Vicentin – ostentan el 98 por ciento de las ventas externas.

Aceitera General Deheza, Molinos Río de la Plata, Arcor y Molinos Cañuelas concentran el 85 por ciento de la producción y venta de aceites comestibles.

Los precios están internacionalizados. Una botella de 900 centímetros cúbicos de aceite mezcla – que en el mercado local venden AGD, Molinos Río de la Plata, Arcor y Molinos Cañuela – cuesta unos 145 pesos. En Ámsterdam se vende a 2 dólares. Unos 177 pesos al tipo de cambio comercial del 23 de diciembre pasado y que, deducidas las retenciones, arroja un precio muy similar al que tiene en las góndolas locales. El dólar subió este año casi un 49 por ciento y los precios de los alimentos lo hicieron en forma proporcional.

El caso de la carne, un producto esencial en la mesa de los argentinos, es muy parecido. El acuerdo de precios de fin de año que concretó el gobierno para ciertos productos – como matambre, asado y vacío – lo realizó con los directivos del Consorcio de Exportadores de Carnes Argentinas ABC, una entidad creada en 2002 y que concentra el 80 por ciento del mercado local de carnes liderado por el Frigorífico Rioplatense, propiedad de Rodolfo Constantini.

De los ejemplos resulta claro que la suba de los precios de los alimentos y bebidas no es un problema de estructura de costos, donde jueguen los aumentos salariales o de combustibles. En la Argentina de los últimos cuarenta y cinco años la principal causa es el dólar, y esto es así por la fuerte extranjerización de la economía y el predominio que tienen un puñado de firmas en sus respectivos mercados.

Gobernar es crear trabajo

En la entrevista que le hicieron Pino Solanas y Octavio Getino a Juan Perón en 1971 durante su exilio en Madrid, el líder peronista decía: “Si desde el Estado se genera un plan de obra pública de envergadura, disminuye drásticamente la desocupación. Si baja el desempleo, suben los salarios. Si aumentan los haberes, se multiplica el poder adquisitivo. Si sube el poder de compra, aumenta el consumo. Si la demanda interna crece, el comercio se tonifica. Si se fortalece el comercio, la industria se trasforma para abastecerlo. Si hay desarrollo industrial, aumenta la demanda de materias primas. Si se venden más productos agrarios, aumenta la producción primaria. Si desde la acción del Estado, el ciclo de la agricultura, la industria, la distribución y el consumo se mantienen nivelados y armónicamente promovidos, hay progreso. Sólo hay progreso cuando se crea trabajo”.

En el contexto actual, y aún antes de la pandemia del Covid-19, nos enfrentamos a un feroz proceso de degradación de la economía mundial provocado por una crisis estructural de sobreproducción. En ese contexto, la industria es clave. ¿La razón? Es el único sector que tiene la capacidad de generar un aumento importante de puestos de trabajo como para abarcar una población económicamente activa del tamaño de la argentina. Contamos con una masa crítica industrial no despreciable, una importante capacidad en construcción – tanto pública como privada – y, fundamentalmente, con un mercado interno que debe ser apuntalado y consolidado para que se convierta en la demanda final de la mayor parte de la producción.

Crecer en forma sostenida implica no solo fortalecer el mercado interno con mejores salarios y más empleo. También hay que pensar para algunos sectores en modelos capaces de industrializar los recursos naturales mediante una fuerte participación del Estado, como puede ser el caso Vicentin, que serviría para poner un pie, una cabeza de playa, en rubros tan estratégicos y sensibles como la venta interna y la exportación de granos y derivados. Sin embargo, la fuerte extranjerización de nuestra economía viabiliza procesos de sustitución inversa – se importan bienes que se pueden producir en el país – y se fugan capitales a través de los llamados precios de transferencias, que no es otra cosa que pagar un valor mayor que el real por insumos y asesoramiento técnico adquiridos en el exterior.

La tarea debe ser potenciar los recursos naturales y al mismo tiempo diversificar la matriz industrial. El proceso pone el debate en un nuevo punto de partida: impulsar actividades manufactureras donde existen capacidades acumuladas significativas y trayectorias de aprendizaje considerables como para adaptarse al nuevo mapa global sin entrar en directa competencia con el este asiático, y nunca mediante la reducción de los salarios locales.

Lo que nos quieren hacer creer

La Argentina no presenta un problema comercial o de falta de divisas. La balanza acumuló hasta octubre pasado un superávit de 12 mil 171 millones de dólares. El problema real es la legislación financiera y cambiaria heredada de la dictadura de Videla, del menemismo y del macrismo que permitió a las empresas pagar supuestas deudas en el exterior e importar en forma anticipada mercaderías comprándole dólares al BCRA al precio oficial [3]. Al permisivo marco legal se suma la demora por parte de las exportadoras y los bancos en ingresar las divisas producidas por las operaciones. Hasta octubre pasado, en el Mercado Único Libre de Cambio (MULC) habían ingresado 5 mil millones de dólares menos que las ventas al exterior registradas por la Dirección General de Aduanas y la Balanza de Pagos del Indec. Según las estadísticas oficiales, en los diez primeros meses de este año se contabilizaron exportaciones por 46 mil 556 millones de dólares, pero solo ingresaron al MULC 41 mil 507 millones.

Gustavo Idígoras, un actor clave. El ex Monsanto Argentina es director ejecutivo de la poderosa cámara que agrupa a los exportadores de cereales y oleaginosas.

En ese marco, el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA) promete a cambio de estabilidad fiscal – es decir: que no le incrementen los impuestos ni le suban las retenciones por diez años – llevar las exportaciones del sector de 45.000 a 100.000 millones de dólares anuales en una década. El CAA, cabe recordar, está constituido por 57 entidades de todo el país, pero su representación la asumen el presidente de la Bolsa de Cereales de Buenos Aires, José Martins; el coordinador de la Mesa Nacional de las Carnes, Dardo Chiesa; el presidente de la Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina (CIARA) y el Centro de Exportadores de Cereales (CEC), Gustavo Idígoras; y el titular de Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), Jorge Chemes.

El caso de Idígoras bien vale unas líneas. El ex gerente de Monsanto Argentina, multinacional donde trabajó toda su vida, asumió a mediados de 2018 la dirección ejecutiva de CIARA-CEC, la poderosa cámara que agrupa a los exportadores de cereales y oleaginosas que durante todo 2020 retuvo la liquidación de divisas para presionar por una devaluación, aun cuando hubo cosecha récord y los precios internacionales de esos productos son los mayores de los últimos años. Hoy, la tonelada de la soja cotiza arriba de los 450 dólares y el aceite de soja por encima de los 930 dólares los 900 litros. Sin embargo, en 2020 ingresó una quinta parte menos de divisas por esas exportaciones que en 2019.

La propuesta concreta del flamante Consejo Agroindustrial es la primarización de la economía nacional. ¿Cuánta mano de obra demanda una tonelada de soja o de aceite? No solo genera poco trabajo, sino que además, como prioriza las ventas externas, revierte el sistema: en lugar de destinar los saldos internos a la exportación, vende en el exterior a costa de la caída del salario y del empleo de los trabajadores, lo que reduce el mercado interno. El camino elegido por los exportadores es la presión constante por una devaluación. El planteo sostiene que para frenar al dólar se deben aumentar las tasas de interés. Una combinación perversa que genera una transferencia desde los que trabajan y producen para el mercado interno – destino de más del 70 por ciento de lo producido en el país – en favor de las exportadoras y los bancos.

El camino es el inverso

No hay necesidad de devaluar. Lo hizo Cambiemos. Entre abril y julio de 2018, el dólar casi duplicó su valor. Pasó de 20 pesos con 20 centavos a 39 pesos con 50 centavos. Por otra parte, y fundamentalmente, el rinde de nuestra pampa húmeda hace que el costo de producir sea mucho menor que el internacional. Un factor que deja a productores, acopiadores y comercializadores una renta extraordinaria. Queda claro. Cada devaluación encarece los alimentos porque es lo que básicamente exportamos, deteriorando el poder adquisitivo de salarios, jubilaciones y pensiones.

El camino es otro. De lo que se trata es de aumentar las remuneraciones por paritarias y hacer obra pública financiada con impuestos a las grandes corporaciones para generar empleo. Lo planteado en la Ley de Presupuesto Nacional 2021. El objetivo: que los salarios públicos crezcan durante el próximo ao un 34,5 por ciento – una referencia para el sector privado y el resto de las administraciones públicas -, los precios un 29 por ciento y el tipo de cambio un 25 por ciento. Un sendero que impulse el mercado interno.

 

Notas

[1] De Ellen Meiksins Wood (1942-2016), historiadora marxista estadounidense y una de las mejores expresiones de la historia social británica. Junto a Robert Brenner se la suele considerar como la principal teórica del marxismo político, enfrentado al estructuralismo marxista por la relevancia otorgada al análisis histórico y a la lucha de clases. Fue editora – junto a Harry Magdoff y Paul Sweezy – de la Monthly Review y participó en el comité editorial de la New Left Review. Obras traducidas al castellano: Democracia contra capitalismo; El imperio del capital; De ciudadanos a señores feudales; e Historia social del pensamiento político desde la Antigüedad a la Edad Media.

[2] Molinos Cañuela SA de la familia Navilli presenta un fuerte endeudamiento bancario, incluso debió ser asistida por el Banco de Inversión y Comercio Exterior para no incurrir en quiebra en enero de 2020. Una prueba de la interdependencia de la producción con el sector financiero.

[3] Que se hubiera evitado derogando el Decreto 893/2017, que a su vez había anulado la Emergencia Cambiaria del Decreto 2581/1964 vigente durante 53 años.

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