El esgunfie es cosa seria. Le pasa seguido, según cuenta, al autor de la nota y le pasó a también a los Fab Four que primero se esgunfiaron de las presentaciones en vivo y después de no hacerlas. Y se subieron a la terraza, hace justo 49 años.

El tipo, vaya a saber por qué, había pasado por uno de esos días en que no se bancaba más el lugar común. Había escuchado que el subsidio estaba mal, que los sindicalistas son todos corruptos, que los políticos también, que se robaron todo, que qué barbaridad, que tienen que ir todos presos y una sucesión inimaginable de “y psée, ahí tenés”. Un día de esos de grieta, ¿no? Pero lo que más lo había esgunfiado (el tipo se esgunfia seguido) fue escuchar un comentario al pasar, en la carnicería, sobre los números redondos. No hay mayor lugar común que los números redondos. No hay, para decirlo todo, piensa el tipo, mayor estupidización de la sociedad que la creencia absoluta a los números redondos.

No se acuerda el motivo. Podría haber sido que el dólar no va a parar hasta 30, remarcando “30” como un mandala. O que van a pasar 10 años (“10” como límite de vaya a saber qué cosa). A punto de estallar pedaleó en la bici hasta su casa puteando bajito. Ahí, en la soledad merecida de su casa, empezó a buscar la razón de donde provenía el sentido de la preferencia humana por los números redondos.

No lo encontró, claro, una de las condiciones de andar esgunfiado es no encontrar la salida.

De la maraña de cosas que leía y desechaba, rescató tres. Una, algo que se había escrito en Infobae, sin firma, allá por 2013 (¿diez años de kirchnerismo, sería por eso?): “Suele ocurrir que los números redondos traigan consigo algunos interrogantes, miradas retrospectivas que no siempre llegan a ser crisis, pero que no pasan inadvertidas”. Otra, algo que había escrito Hernán Casciari para La Nación en 2009: “Tratar de encontrarle principios y fines cronológicos a cosas tan azarosas e intempestivas como el amor, la angustia, el desarraigo o la madurez es una manía del hombre que sirve para ordenar lo ingobernable, para fingir que se le ha encontrado el norte a una brújula desatada: la del destino”.

Y otra, la concienzuda declaración del director del Posgrado en Marketing de Negocio de la UCA, Juan Pablo Manzuoli: “Los aniversarios nunca deben dejar de conmemorarse, especialmente los de números redondos, porque tienen una importancia estratégica que va más allá de lo coyuntural. Son grandes condensadores de ideas fuerza que validan la cultura de la organización, permiten transmitir un mensaje de trayectoria hacia el futuro y ayudan a consolidar la identidad”.

Estaba igual que al principio, pero por lo menos había pasado el tiempo y la noche pintaba un poco más fresquita.

La noche (fresquita y todo) trajo el encendido del televisor como si se tratara de un salvavidas. El tipo pasó rápidamente los canales que amenazaban con hundirlo más hacia el fondo y detuvo el dedo frenético en uno que prometía un documental sobre los Beatles. Nunca le habían gustado los Beatles, pero el dedo se clavó solito. Sería (pensó) una buena manera de reformular la grieta. El tipo pensaba en aquellos años de su vida en que la grieta era Ford o Chevrolet, Lee o Levi’s. Y, obviamente, Beatles/Rollings. Épocas en que Rollings y no Stones eran los Rolling Stones y el término “rollinga” carecía de significado. El tipo era fanático de los Rollings, es cierto, pero con un fanatismo basado en la misma nada. O, mejor dicho, en la única e irrevocable certeza de contrariar al otro (es decir, a los fanáticos de los Beatles) para potenciar su personalidad en veremos. Imaginaba que Jagger y Richards se peleaban a las trompadas contra Lennon y McCartney por las calles inglesas al igual que él y sus adversarios por las porteñas. Que Mick era antónimo de Paul y vaya a saber cuántas cosas más. Así y todo, detuvo el dedo y se quedó en el documental.

Lo guiaba (al tipo y, de paso, al dedo) una insensata predisposición de terminar con la idiotez de los números redondos, más que de terminar con la grieta. Recordaba, por ejemplo, que una tarde, ya adulto, le confesó a Gaby –una adulta amiga desaforada beatlemaníaca– que cada vez que silbaba por la calle, le salía una canción de los Beatles. Gaby lo miró seria y le dijo “es que eso es la felicidad”. El tipo nunca le creyó (la felicidad no podía ser eso, nunca podía ser eso, menos dicho por Gaby), pero jamás la contradijo.

Ahí estaban, en el documental, esos cuatro, empezando con el estallido. Al verlo, de manera tan concienzuda como la certeza del de la UCA, comprendió (muy a pesar de sus gustos de adolescente: es que las noches fresquitas al tipo lo ponen amplio) que esos cuatro pibes de Liverpool habían dinamitado el lugar común. Y, de paso, con el mayor de los lugares comunes: los números redondos. ¿Cómo? Bueno, la cuestión es que en el documental, los mismísimos Beatles (ya creciditos) decían claramente que, al principio, como los contratos discográficos que firmaban eran tan leoninos como cualquier contrato (discográfico o no), la guita que les entraba a su bolsillos era por los recitales. Y así iban de un lado para otro agitando los flequillos y “she loves you, yeah, yeah, yeah” y embolsando. Pero que la cosa (los recitales) los tenían bastante embolados. En el documental, ninguno de los cuatro utilizaba la palabra “esgunfiado”, dada la notable ausencia de lecturas de Arlt en la Inglaterra de los años ’60. Pero al tipo le quedaba claro que estaban esgunfiados de los recitales. No de los recitales en sí, sino de la propensión, cada vez mayor, del público a verlos en lugar de escucharlos. “A nadie le importaba la música que tocábamos”, decía Paul o Ringo, el tipo no se acuerda. “Sólo querían vernos”, decía John o George. Y así recorrían Europa y así llegaron a los Estados Unidos. “La meca”, decía Paul o John o alguno de ellos.

El tipo miraba el documental y observaba con cierto candor los equipos chiquititos y las bocinas de las canchas donde tocaban (las de la Voz del Estadio, las mismísimas) que reproducían el sonido a la que te criaste, lleno de fritangas y acoples y desquicios varios. De la música, pensaba el tipo, lo dicho por ellos: nada, la más artera y enorme nada. Otra grieta, piensa el tipo: ver o escuchar.

En una de esas giras, la cosa venía de culo. Lennon ya se había mandado aquello interpretado por el periodismo gráfico (siempre hay un Majul, un Leuco, un Morales Solá) como “somos más famosos que Jesús” y los más trogloditas organizaban quemas públicas de sus discos con cierto éxito. Ya habían dejado plantada a Imelda, la mujer del dictador filipino Ferdinand Marcos y tuvieron que salir de Manila a los Estados Unidos a los apurones. El 21 de agosto, ya podridos de la gira, tuvieron que tocar en el estadio de Saint Louis debajo de un techito de cartón corrugado que los protegiera de la lluvia torrencial que se había declarado. De la lluvia sí los protegió, un poco, pero los equipos, inútiles ante el griterío ensordecedor de la muchedumbre, se mojaban igual y los cuatro tocaron con un sensato temor a quedar electrocutados. Los Estados Unidos, en conjunto, estaban bien acurrucados en el racismo y a los cuatro no se les ocurrió mejor idea que decir que si no entraban negros y blancos juntos y por igual a sus recitales, no tocarían. Otra vez al carajo el lugar común.

La noche del 29 de agosto de 1966, en el estadio Candlestick Park de San Francisco los esperaban unos 25 mil desaforados que, lo dicho, sólo querían verlos. Verlos y que ellos, los Beatles, los escucharan gritar. Era la última noche, el último show de la gira. John, Paul, George y Ringo, vio el tipo en el documental, atravesaron el campo de juego corriendo y subieron al precario escenario. A las 21.27 empezaron a tocar. En el documental, Ringo contaba que tenía que adivinar qué tema estaban tocando mirando los culos de John y de Paul (George era más bien tirando a patadura). Según el meneo de los traseros de la dupla, él trataba de seguirles el ritmo. De escucharse: otra vez eso de la nada. Tocaron once canciones, poco más de media hora que quedó registrada para la posteridad como el peor desconcierto del mundo beatle.

Ruido, gritos, desafinaciones, bocinas de la Voz del Estadio, olvidos de las letras. Un desquicio. Cuando terminaron, volvieron a correr por el campo de juego y los tipos de seguridad los metieron adentro de un camión que estaba ahí para sacarlos sin riesgo.

En el documental el tipo ve que el camión era uno frigorífico, de llevar vacas carneadas, un cubo de aluminio donde lo único para agarrarse son los ganchos del techo. Los Beatles rebotaron contra las paredes en cada curva, en cada frenada, en cada bache. “Se acabó”, dijo George, o Paul, o John, o Ringo. Y se acabó. Otra vez el adiós al lugar común: los cuatro decretaron que nunca más subirían a un escenario y que de ahí en más se dedicarían a grabar.

Tenían, recién sacadito, Revolver. Y se metieron al estudio para grabar Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Otra vez: el lugar común al tacho de lo inservible.

Piensa, el tipo, las veces que silbó “Un día en la vida”. Piensa en eso de la felicidad que le decía Gaby.

Y entonces el documental le regala lo impensado: es decir la posibilidad de cagarse olímpicamente en los números redondos, el epítome del lugar común (el tipo busca “epítome” en el diccionario para saber si lo usó bien y sí, lo usó bien)  Después de 29 meses, no 30, sino 29, los Beatles dejan el estudio de grabación de Abbey Road, suben a la terraza y tocan su último concierto ante la desazón de la policía londinense que trata de impedir lo que no se puede evitar de ninguna manera.

La imagen, el pelo al viento, el traje de Paul, el sacón peludo de John, el impermeable de nylon rojo de Ringo, los pantalones verdes de George, son demasiado conocidos. Lo que le hace click al tipo es la fecha: era el 30 de enero de 1969.

Rapidito, agarra la calculadora y saca cuentas (nunca fue muy bueno para las cuentas): se cumplen cuarenta y nueve años de aquella tarde donde se trató de impedir lo imposible. No cincuenta. No. Cuarenta y nueve.