Después de regresar del exilio, Antonio Di Bendetto concedió esta entrevista que rescata Socompa y publicó la revista literaria española Quimera en diciembre de 1986, tres meses después de la muerte del escritor. Aquí, el autor de “Zama”, “El silenciero” y “Los suicidas” habla de cómo lo influyó Faulkner, de autores como Pirandello, Proust y Dostoievski, del proceso creativo y de lo que define como “una indagación despiadada” de sí mismo. A modo de introducción, un texto de Juan José Saer publicado en “El concepto de ficción” (Buenos Aires, Seix Barral, 2004).

Sus narraciones provienen de una profunda necesidad personal, indiferentes a la expectativa pública y a lo establecido y, por esa misma razón, no hay lector atento que, en lo más íntimo, no se reconozca en ellas (…) Hace cuarenta años, los grandes éxitos de librería como los llaman, nacionales e internacionales, ocultaron, con su barullo injustificado, la aparición de Zama (1965), su obra maestra. Cuatro décadas más tarde, desvanecida ya la feria de ilusiones que nos lo escamoteaba, este texto a la vez épico y discreto, viviente y desgarrador, fulgura todavía entre nosotros (…) Di Benedetto es uno de los pocos que tiene un estilo propio, y que ha inventado cada uno de los elementos estructurantes de su narrativa. Una página de Di Benedetto es inmediatamente reconocible. Sus grandes textos –Zama, El silenciero, El cariño de los tontos, Cuentos claros, Aballay– son un archipiélago singular en la geografía a decir verdad bastante banal de la narrativa en lengua castellana (…) La prosa lacónica de Di Benedetto, construida con una tensión que no cede ni un solo instante, demuestra una vez más, aunque haya que recordarlo a menudo, que el arte del relato nace siempre de una conjunción de rigor, de inteligencia y de gracia (…) Otros grandes textos: cuatro novelas –El pentágono, Zama, El silenciero y Los suicidas– y una quincena de relatos de diferente extensión, constituyen un universo narrativo de primer orden, por su unidad estilística y formal y por su lucidez sin concesiones. El sabor de su prosa, vivificado por discretos matices coloquiales, es, a pesar de su sencillez aparente, resultado de un análisis magistral de la problemática narrativa que su tiempo le planteó (…) En 1976, las marionetas sangrientas que impusieron el terrorismo de Estado, lo arrestaron la noche misma del golpe militar y, sin ninguna clase de proceso, lo mantuvieron en la cárcel durante un año. Los notables mendocinos que había frecuentado durante décadas se lavaron las manos, de modo que cuando salió de la cárcel, a los 56 años, lo esperaban el destierro, la miseria y la enfermedad. Ni una sola vez lo oí quejarse, y cuando le preguntaba las causas posibles de su martirio, sonreía encogiéndose de hombros y murmuraba: “¡Polleras!”. Pero ese año indigno lo destruyó. El elemento absurdo del mundo, que fecunda cada uno de sus textos, terminó por alcanzarlo. Y sin embargo, hasta último momento, a pesar de la declinación mental y física, encaró, con la misma ironía delicada de los años de plenitud, la inconmensurable desdicha.

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-¿Cómo empezó a escribir?

-Hubo un tiempo largo, en que se produce un proceso en mi vida absolutamente decisivo. Yo vivía en mi provincia -y cuando digo provincia es con toda su significación, como algo limitado, sin apertura, sin mucho horizonte, digamos que como es Madrid del resto del mundo- en Mendoza, que es más pequeña que Madrid, no más cerrada, porque está junto a la cordillera de los Andes y pegada a Chile. Así se abre una gran frontera, todo Chile, país muy rico que nos ha dado parte de su idioma, de su cultura y hasta su música, aparte de lo que nos haya dado la Argentina a los mendocinos. Como decía, en Mendoza, yo leí un artículo sobre James Joyce que me fanatizó. Yo no había leído a Joyce. Empecé a buscarlo y no existía traducción en castellano en ese momento. Me dirigí a la biblioteca San Martín, la más grande de mi provincia, y existía una edición en francés. Joyce es embrollado, incomprensible y difícil en cualquier idioma, pero sobre todo para un lector de español en francés. Así que entendí menos de la mitad de lo que debía entender, y se me hizo un barullo en la cabeza, pero me habían inculcado que esa era la nueva manera de escribir y que era así como había que hacerlo. A continuación cayó en mis manos otro libro, bastante pariente de Joyce, El sonido y la furia, de William Faulkner. Eso terminó de embrollarme maravillosamente, y yo tomé al pie de la letra que había que escribir así. El resultado son algunos de mis libros y muchos de mis cuentos. El más representativo entre mis cuentos de esto que digo es uno que aparecerá en una selección (de Alianza), pero ahora no puedo recordar el título. Es la historia de un hombre que va por campo, se interna en un arroyo y se encuentra con un cañaveral, y se aplica a destruir las cañas. Es un cuento totalmente abstruso, diagonal, octogonal, de todo, porque yo estaba bajo esas influencias y creía que había de escribir así. Hasta que un día redescubrí a Pirandello. La claridad y el sentimiento de Pirandello me dijeron: este es el camino. Y otro día redescubrí -porque ya los había leído aunque sin asimilarlos- a Dostoievski. Y al leer a Dostoievski dije: este es el camino. ¿Por qué? Por la profundidad, sobre todo para detectar y describir el mal. ¿Me permite que confiese ahora algo negativo sobre mí?

-Por supuesto…

-Reconozco que hay trabajos míos en que he estado muy desordenado y he desplegado palabras sin necesidad. Por fortuna algunos de esos trabajos son cuentos que han gustado por otros motivos, especialmente el cuento que se llama «El juicio de Dios». Este es un cuento que ha gustado en general, ha causado buen efecto, y, sin embargo, está escrito de una manera muy desordenada, con una abundancia de palabras.

-¿Cuál es la relación que existe entre el conocimiento del lenguaje y una novela?

-La novela tiene que estar construida con palabras y un ordenamiento gramatical que corresponde a un buen conocimiento del idioma. Si no se conoce bien el idioma se puede escribir algo genial porque puede ser la consecuencia de una idea, o de un gran tormento, o de una gran lucidez, o un gran brillo, o un gran ingenio que ha tenido el autor, pero mal escrita no pasa más allá de las manos del corrector de pruebas, mucho menos si llegara al público con impurezas ortográficas, o impurezas de construcción. Por lo tanto hay que darle al lector una obra absolutamente acabada.

-Entonces, un buen libro, algo que usted comunica a un lector, ¿es, en definitiva, la consecuencia de una idea, de la imaginación, conjugada con el conocimiento del idioma? ¿Una cosa sin la otra hacen imposible una comunicación real, fuerte?

-Sí, sí. Tiene que haber una correspondencia rigurosa y estricta entre el sentimiento o la idea, si le parece, y el uso del idioma, o del lenguaje. Y piense que el lenguaje abarca todos los niveles de la capa humana, desde el puramente intelectual hasta el sensitivo, es decir, desde grandes ideas a grandes sentimientos. Y para eso es necesaria la posesión de un dominio amplio del idioma para expresar, como he dicho, tanto pensamientos como sentimientos, reflexiones, ideas. Hay que conocer todos los registros para hacerlo, y si no se posee eso, o incluso si el autor no se da cuenta de que está en posesión de esos elementos, quien viene en su gran ayuda es la intuición. La intuición es la que le dicta, y además, luego de dictarle el pensamiento de lo que él se propone escribir para traducir lo que siente o lo que piensa, luego tiene la ayuda de la gramática, del diccionario, o de los otros amigos que pueden ayudarlo a corregir. Pero lo esencial tiene que ser una fuente que fluya con naturalidad de sus sentimientos y de su cabeza. Por otro lado, existe una ley fundamental para evitar la verborrea y que hay que observar con muchísimo respeto: economía. Economía de las palabras, no abundar en ellas y, por el contrario, elegir la que sea más precisa y la que más exprese. Esa es la ley.

-Esta ley estaría, pues, íntimamente ligada a la idea que usted tiene del silencio, de la intimidad de cualquier persona, pero más aún de un escritor.

-Sí, cierto parentesco tiene, pero al pronunciar una palabra estás rompiendo el silencio, entonces que esa palabra sea tan elegida, tan perfecta o tan apta para la comprensión de los demás que no rompa la armonía del silencio.

-¿Cómo se explica la economía de palabras con el gusto de Antonio Di Benedetto por el juego de palabras?

-Eso es verdad. Cuando hago un juego de palabras es verdad y nada más. Y si alguna vez incurro en algún juego de palabras en lo escrito, no tardo mucho rato en denostar contra mí mismo.

-¿Eso significa que existe una dicotomía, una frontera entre el Antonio Di Benedetto verbal y el Antonio Di Benedetto escrito?

-Sí, porque el Antonio Di Benedetto verbal es el que se divierte (se ríe).

-En un artículo, Milán Kundera, refiriéndose a Hermann Broch, decía que la novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. ¿Está usted de acuerdo con que la novela debe indagar en alguna parte recóndita del hombre? Y, si esto es así, ¿en qué parte del ser humano indaga su obra? ¿Existe en su obra una búsqueda del conocimiento del hombre a través de su intimidad, de su entorno, de sus agobios, del paso cotidiano del tiempo…?

-Con esto último me está facilitando la respuesta. No es una búsqueda del conocimiento del hombre, sino una exposición del hombre. Cuando descubro a alguien yo lo pinto como creo que es o como yo veo que es. Pero eso no es un conocimiento mío, sino que es lo que yo sé que es él. Es una descripción, una exposición. Toda obra narrativa es puramente expositiva. Expone, mediante el diálogo sus palabras, mediante la descripción física sus caracteres, sus rasgos, su fisonomía, su cuerpo, su modo de vestir, mediante una descripción más amplia su ambiente, su orografía, su geografía natural, su atmósfera. Es puramente descriptiva la novela, pero no llega a ser narrativa si no contiene un ingrediente fundamental, que es la acción. La acción se puede conseguir de varias maneras. Las principales pueden ser, para citar el ejemplo más vulgar, en la novela negra, la violencia, que es importantísima porque saca todo lo malo que el hombre tiene para dar un golpe contra otro. Eso es una descripción contundente. Y la otra forma, más pacífica, es el diálogo, para describir a un ser humano que aparece en la novela. Es lo característico de algunos autores como Faulkner, esencialmente.

-Sí, ¿pero en qué indaga en concreto la novela de Di Benedetto?

-Hay muchas formas para un solo fin. Siempre se está indagando en una cuestión sumamente polarizada: tratar de establecer si el hombre es bueno o malo, si es una criatura nacida para el bien o para el mal, si es un creador de destrucción o de construcción, si es un creador de ventura o de desventura para los demás y para sí mismo. Yo creo que esto es lo fundamental, y se resuelve en un planteamiento sumamente ético. Por algo las novelas que no son rosas, que son negras, terminan con una violencia que, de todos modos, denuncia que ese ser, que ha estado agazapando en la sombra de una novela o de una taberna, es el destructor, el ángel del mal. En verdad, se trata de una indagación permanente y despiadada de mí mismo, y cuando yo confieso maldades de otro estoy confesando mis maldades. Cuando yo describo una acción es mi acción, mi terrible acción de la que abomino.

-¿Se justifica el hecho de que se pueda escribir una novela simplemente por la dedicatoria: «a las víctimas de la espera»? ¿No está escrito Zama con cierta intencionalidad, o mejor, por la necesidad de hacer un homenaje a esas víctimas? ¿Y a qué espera se refiere?

-Se refiere al propio autor. Ciertamente está escrito con mucha intención, con un afán especulativo, aunque aluda a una espera metafísica.

-¿Cuál es la relación existente entre la soledad de don Diego de Zama y la destrucción de la que hablábamos, tan presente en su obra?

-Bueno, la soledad es una forma de protección. La soledad es una coraza contra la destrucción y contra el golpe ajeno. Zama es un ser solitario que se defiende de los demás.

-Pero que a la vez ataca a los demás, con un sentido amplio de la destrucción…

-Sí, es un destructor, una mala persona. Podíamos hacer referencia a un antecedente mucho más noble, El extranjero de Albert Camus, porque en ese libro estos dos elementos tienen una relación más estrecha que en el que yo he creado.

-Pero la destrucción de El extranjero es casi inconsciente, le viene dada desde un sino casi griego, mientras que la destrucción de Zama es absolutamente propiciada, provocada por él mismo y por su propia soledad.

-Hay una razón muy importante para explicarlo: Camus era una persona sumamente culta, y conocía las tragedias griegas y yo no. No solo por broma he citado la tragedia griega, porque la tragedia griega indica que los factores desencadenantes de la destrucción son exteriores, y Camus, al conocerlas, lo utilizó en su novela. A mí, en tanto que escritor, me preocupa como tema, como sustancia para trabajar, el ser como individuo, aunque como hombre que pertenece a una colectividad me preocupe también el destino del ser humano como miembro de esa colectividad. Me preocupa eso, pero sin embargo no lo desarrollo en mis libros por una razón bastante sencilla: porque me resulta muy difícil tratar de entender al hombre en ese contexto, porque no lo he estudiado bastante, porque no sé nada de política, y entonces me abstengo y quiero indagar en el hombre como individuo. En cuanto a los agentes que pueden motivar a ese individuo, funcionan desde los instintos hasta el mito. El mito que sin pensarlo heredamos todos, lo recogemos y lo aplicamos. A veces influye en nuestra fantasía y lo transfiguramos y convertimos en materia narrativa.

-¿En qué autores tiene esta línea de indagación una referencia común?

-Esto es de un modo muy variable, cambiante, depende bastante de mis lecturas y de la conciencia que voy tomando de mí mismo, del mundo y de los seres que me rodean. Hubo un tiempo en que para mí la representación más fija era la que podía dar Tolstoi. Hubo otro tiempo en que me identificaba con Pirandello. Después, de modo muy desgarrado, con Dostoievski. En algún momento de aburrimiento, de fastidio, de tedio me he identificado con Proust, y me he sumado a su legión de tediosos lectores, pero nada más que de forma accidental, porque el mínimo excesivamente detallado es fastidioso y ajeno a la narrativa de dinámica que es indispensable para no fatigar y no ahuyentar al lector.

-Alguna vez se habló de cierta semejanza entre Zama, y La conciencia de Zeno, de Italo Svevo, aunque usted ha afirmado repetidas veces no haberlo leído con anterioridad. Hay algo determinante en los dos personajes: todas las decisiones que van adoptando a lo largo del tiempo, con respecto a su vida y a los demás, están marcadas porque paralelamente a la vida exterior que transcurre hay una vida interior en la que ambos van codificando las impresiones que les causa la gente, el exterior, la impresión que él cree que causa a los demás. Es algo que aun situándose fuera de la realidad determina su actitud ante la vida.

-Yo nunca había leído a Italo Svevo, así que de ninguna manera puede haber un parentesco, si no es una coincidencia, o confluencia esotérica fuera de las fuerzas reales. Cuentos del exilio está comparado por el prologuista con un libro de Máximo Bontempelli; bien, pues es un libro que tampoco conozco, y mal puede establecerse una semejanza o pensar que he hecho una copia de Bontempelli si jamás lo he leído, ni siquiera ahora, porque no encuentro ninguna traducción al castellano.

-No, no, me refería a la interiorización que don Diego de Zama, como Zeno, hace de las cosas que le rodean, de sus impresiones…

-Pero eso no es propio ni de Italo Svevo, sino exactamente de veinte o treinta autores más, y está en Proust. Todo lo que sucedía en su entorno, en su habitación, en su casa, lo interiorizaba y lo reflejaba en su comportamiento o en su escritura.

-¿Cómo es la necesidad que siente el escritor y que le impulsa a escribir, aunque después no le guste lo que escribe?

-Es la lucha contra los propios sentimientos. Puede ocurrir que lo que estoy escribiendo no me guste, pero yo siento la necesidad de contarlo. A veces, con la esperanza de que tampoco les guste a los demás.

-Esa necesidad de contar, ¿es la diferencia entre el escritor y el resto de los seres humanos?

-Sí, sí, porque la necesidad de confesión existe en todas las personas. Se observa en el confesionario de las iglesias, se observa en la pequeña escritura de la maestra que intenta escribir unos versos, y se observa en un novelista que compone una obra mayor. Todos tienen necesidad de confesar, algunos se golpean el pecho públicamente, otros callan y son unos traidores que confiesan con sus actos la ignominia de lo que manejan. Y de ignominia se trata, eso es el libro.

-Hablemos, si le parece, de su última novela, Sombras, nada más…

-A mí no me gusta esa novela. Es un libro realizado con muchísimo esfuerzo, he tardado varios años en escribirlo, no continuos. Lo empecé, lo dejé, lo retomé más tarde y lo reescribí, lo abandoné dos o tres años de nuevo, y lo he retomado por imperativos de la editorial, porque si no nunca me van a pagar, ya sabe…

-Después de unos años en el exilio, usted vuelve a su país, ¿qué va a buscar Antonio Di Benedetto en Argentina?

-Voy a buscar temas. Voy a buscar a mi familia, porque constituye gran parte de mi material. Cité antes a Pirandello, y lo voy a repetir. Pirandello, como yo, era nativo de Sicilia, y escribió con el sentimiento de un siciliano, de un campesino, con gran afecto por la familia y con los odios familiares también. Mi familia es siciliana, yo soy siciliano, y siento como un siciliano, leo todos los libros, las novelas que encuentro que tengan que ver con Sicilia, todas las películas que tienen que ver con el sur de Italia las he devorado, y me siento muy italiano del sur.

-Usted ha pasado bastantes años en España, ¿en qué escribe: en argentino para los argentinos, o en castellano para los españoles?

-He tratado de escribir en un castellano más o menos limpio, no castizo. Yo no tengo el pensamiento puesto ni en España ni en Argentina, me expreso como me parece normal. Lo que sí trato cuidadosamente es de que el lector entienda lo que escribo, y para eso tomo la precaución, cuando alguna palabra me parece de significado dudoso, de echarle una mirada al diccionario. Es decir, un castellano de diccionario, nada más. Ni siquiera de diccionario de alto vuelo, una exquisitez del idioma, no, no, que se entienda, que lo entienda el lector común.

-¿Cómo cree que son sus lectores? ¿Para quién escribe?

-Zama lo escribí para un lector de Alemania, al que no conocía, ni siquiera sabía si existía. Otros libros los he escrito para justificarme de algo, es decir, contra mí, o para ganar la simpatía de alguien, es decir, a mi favor. Por lo común, escribo para el lector más o menos culto, más o menos educado, pero sin exigirle que entienda los equilibrios idiomáticos que hace, en vanos y torpes esfuerzos, Francisco Umbral.

-¿Un escritor puede tener de antemano la idea de ser un escritor argentino, o español, o francés, o por el contrario, puede tener la idea de ser un escritor universal desde el momento en que empieza a escribir?

-Por lo común, creo que todos tienden hacia un lector universal, no solo para conquistar un mercado amplio, sino para conseguir la inteligencia, la comprensión de mucha gente. En ese plan estoy yo, que me entiendan en todas partes. Le diré que la prueba se produce con las varias traducciones que ya se han realizado y que no han creado problemas a los traductores, que cuando me piden auxilio es mínimo, y por lo general, es sobre alguna palabra muy argentina, que se les escapa porque no figura en el diccionario. Por eso la vida en España me ha adiestrado para tratar de ser inteligible incluso para el lector más difícil, por lo bruto: el español. Que conste que lo digo con mucho cariño, ¿eh?…

 

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