La expropiación de Vicentin abre el juego para rediscutir el modelo de producción de alimentos. En ese contexto, los sectores concentrados quieren excluir del debate el tema la soberanía alimentaria.
No se coman el verso de la soberanía alimentaria”, dijo Ricardo Buryaile, ex ministro de Agroindustria en la época de Macri. Luis Miguel Etchevehere, quien ocupó el mismo cargo en el gabinete cambiemita y fuera presidente de la Sociedad Rural dijo “hablar de soberanía alimentaria es un disparate”. Hector Huergo, dueño del tema agro en Clarín y accionista de Bioceres escribió: “Esto de la soberanía alimentaria es una soberana pelotudez”. ¿Casualidad? Vaya que no. El presidente Alberto Fernández mencionó el concepto cuando anunció la expropiación de Vicentin y precisamente ese aspecto de la medida fue el que más salieron a discutir los dueños de la tierra. El obediente Osvaldito Bazán también hizo su refrito del tema y publicó en twitter que a Hugo Chávez le había ido mal cuando habló de Soberanía Alimentaria.
El concepto, acuñado por el movimiento global La Vía Campesina, quedó instalado en la agenda de los organismos internacionales tras la Cumbre Mundial sobre la Alimentación, organizada por las Naciones Unidas en Roma en 1996. El dato enciclopédico no es simple vanidad de erudición: buena parte de los repetidores de chicanas dados a comentar en los medios masivos dijeron, desde el anuncio oficial, que la FAO (oficina de la ONU para la alimentación) está “en contra del concepto de soberanía alimentaria”. Este documento de la FAO no sólo desmiente tal afirmación, sino que aporta muchos otros datos que podrían mejorar la calidad del debate. Si alguien quisiera mejorar la calidad del debate, claro. Simple gugleo mata chicana.
Pero esa falsedad quizás esté basada en una mala lectura de algunos debates que persisten entre las organizaciones de la sociedad civil respecto del contrapunto entre seguridad y soberanía alimentarias. Menos dado al exabrupto que Buryaile, Etchevehere y Huergo, el secretario general de La Nación, José del Río, confunde ambos conceptos cuando intenta un debate más elegante: la expropiación de Vicentín no ayuda a la soberanía alimentaria -dice- porque el aceite que elabora no se consume mayoritariamente en los hogares argentinos sino que se exporta. En todo caso, lo que no aportaría la expropiación es seguridad alimentaria, es decir, disponibilidad de alimento. Soberanía alimentaria es la capacidad y el derecho de los pueblos a decidir qué come y cómo se produce ese alimento. Quien amenaza ese derecho, porque impone una dieta basada en azúcar, grasa, harina y aditivos, es la industria alimentaria a la que representan todos estos voceros.
Una rama industrial poco saludable
Pese a las contradicciones y diplomacias que manejan los organismos vinculados a la ONU, Unicef dice que una de cada cinco muertes en todo el mundo está causada por una mala alimentación y que las dietas poco saludables ya son responsables de más fallecimientos a escala global que el tabaco o que cualquier otro factor de riesgo. Y la FAO viene denunciando hace años que esa mala alimentación está vinculada al modelo de producción de alimentos ultraprocesados.
Sin embargo, y pese a que ninguno de estos organismos puede ser calificado de anarcotroscoperonista, las empresas más grandes del rubro alimentos se resisten a las regulaciones y a las indicaciones sanitarias. Es este uno de los aspectos en que Vicentin, como gran jugador del sector, podría hacer la diferencia. El ejemplo del etiquetado frontal de advertencia en los alimentos puede aclarar esto: desde hace años, la Federación Argentina de Graduados en Nutrición (FAGRAN) viene planteando la necesidad de que en el frente de los envases y con buena visibilidad (no en el dorso y con letras ilegibles) se informe al ciudadano si el alimento que está por comprar es alto en grasas, azúcar o sal, los tres nutrientes críticos asociados a mayor prevalencia de enfermedades no transmisibles. La resistencia de las empresas se expresa en dilaciones, discusión acerca del tamaño o el modelo del etiquetado frontal y otras chicanas que son evidentes obstáculos a la compra informada y, por tanto, a la soberanía alimentaria. El derecho a decidir se queda enredado en los colores de la advertencia. Como hipótesis, entonces: si el Estado entiende que esta medida es importante y posee una empresa que trabaja en el sector, podría, por ejemplo, modificar sus etiquetas e informar correctamente sobre el contenido según la evidencia científica internacional. Ahí se vería cómo se comporta la mano invisible del mercado cuando interviene una empresa que no busca solo la rentabilidad sino que tiene la voluntad de mejorar la calidad de la oferta alimentaria, sin necesidad de modificar el Código Alimentario Argentino ni involucrar al Parlamento en una discusión sobre banderitas y colores.
“La soberanía alimentaria discute el modelo productivo -dice Miryam Gorban, nutricionista y titular de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Facultad de Medicina de la UBA- y una empresa que trabaje en el sector con esta mirada podría polemizar u orientar el debate sobre el uso de cultivos transgénicos y su complemento con los agrotóxicos, ya que incide en el mercado de granos y ya que la Junta Nacional de Granos fue disuelta”. Este es precisamente, el debate que los grandes industriales quieren obstaculizar diciendo que la soberanía alimentaria es “otro relato”, “una pelotudez” o “un verso”: que las distintas instancias del Estado, las organizaciones de la sociedad civil y las asociaciones de profesionales marquen la cancha. Que debatan qué se come y cómo se produce lo que se come.
Están nerviosos
El escenario de la cuarentena abrió una brecha para rediscutir las formas de producir, de comer y hasta de cocinar. Las infinitas recetas y fotos de platos caseros que inundaron las redes sociales en estos meses dan cuenta de que buena parte de la sociedad no estaba conforme con la manera en que se alimentaba. Y en este sentido, los productos de las cooperativas y empresas recuperadas de la economía popular y de la agricultura familiar fueron las estrellas de la cocina. Y el Estado no estuvo ajeno a esa movida, pese a que su incidencia es aún incipiente. Eva Verde es referenta del Frente Popular Darío Santillan- UTEP y, desde diciembre último, es coordinadora Nacional de Mercados Solidarios del Ministerio de Desarrollo de la Nación. “La pandemia dejó en evidencia que las organizaciones sociales y de la agricultura familiar están dando respuesta, son los que llevan a los hogares alimentos sanos, frescos y accesibles. Algunas comercializadoras llegaron a tener incremento de ventas de hasta el 400%. Pese a ser un sector muy castigado por las políticas de los últimos años, ante una pequeña oportunidad generó esta respuesta. Creemos que el Estado con muy poco puede ayudar a planificar el sistema alimentario e incidir en las cadenas de producción de alimentos”.
Los bolsones de verdura agroecológica de la Unión de Trabajadores de la Tierra abrieron el camino, pero no fueron la única herramienta de la economía popular. Dentro del universo de empresas recuperadas por sus trabajadores, las del rubro alimentación son las segundas en importancia relativa, a continuación de las metalúrgicas. Toda esa yerba, harina, muzzarella o tapas de empanadas estuvo llegando en estos meses a la puerta de los ciudadanos cuarenteneados en base a un enorme esfuerzo entre comercial y militante de las organizaciones del campo popular. Que esa circunstancia se transforme en tendencia, será algo que definirá el tiempo y las decisiones que los actores tomen.
La expropiación de Vicentín abre el juego para rediscutir el modelo de producción de alimentos. Por eso quieren excluir la Soberanía Alimentaria del temario. Un pueblo es soberano cuando sus organizaciones e instituciones tienen más autoridad que los capitales privados. Federico Ugo es Subsecretario de Economía Popular de la Provincia de Buenos Aires, un espacio que “nace de la agenda de los Movimientos Populares y que con este gobierno se convierte en un área del Estado que toma ese conflicto para convertirlo en política pública”. Ugo dice que “una empresa que fugaba divisas, que permitía negocios para un sector minoritario como el de la especulación financiera, y que, en definitiva, habían llevado a la quiebra sus dueños y accionistas, en manos del gobierno puede ser un faro que permita pensar en accesibilidad y construcción de cadenas que promuevan la producción nacional”.
No está del todo claro que la gestión de YPF en Vicentín vaya a tomar ese sendero. Por eso hay que dar esa discusión.
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