Cuando matan a un niño nos enfrentamos a un horror casi imposible de explicar. Hubo algunas aproximaciones desde el arte al infanticidio pero subsiste un núcleo que se resiste a toda interpretación.
El triste final de Sheila Ayala trajo ciertas reminiscencias de La fuente de la doncella, una película de Ingmar Bergman filmada en 1960.
Hacía muchísimos años que no la veía, así que la bajé para ver si lograba avanzar desde un punto –en el que se mezclaban la incomprensión y el espanto- en el que me había quedado detenido. Más allá de las especulaciones políticas, las cuestiones policiales, los desbordes mediáticos y las culpabilidades presuntas, lo que me seguía pegando era el hecho de que alguien había matado a una niña. Hay una dimensión de ciertos horrores –demasiado presentes en nuestra historia- que choca contra nuestra posibilidad de figurarlos. No es fácil recrear las imágenes de una persona capaz de asfixiar a una pequeña de diez años hasta matarla, de quitarle luego las ropas para meterla en una bolsa y arrojarla a un descampado. Cada uno de los segundos que le insume esas tareas forma parte de una forma del horror que tiene mucho de inexpresable, que no puede ser traducido a otros lenguajes. Por eso, cuándo leía los zócalos televisivos preguntándose cuál fue el móvil, sentía que la respuesta era necesariamente incompleta y tal vez hasta cierto punto carente de interés. ¿Puede algunas de las motivaciones barajadas explicar la disposición que se requiere para asistir a cómo muere una piba?
La fuente de la doncella no tiene respuestas para ofrecer, apenas algunos indicios para no quedarse detenido en la mera indignación que sirve básicamente para establecer una barrera infranqueable entre los criminales y el resto de nosotros, y decretar así su no humanidad. La película fue filmada con el trasfondo de la cuestión de la ausencia de Dios, que asedió a los intelectuales europeos después de los campos de concentración nazis. Sobre el final, el señor feudal que interpreta Max Von Sydow y cuya hija fuera asesinada por dos hombres a los que mató luego de que se hospedaran en su casa sin saber que estaban en el hogar de su víctima, apostrofa a esa divinidad ausente. La hace responsable del dolor de su pérdida pero también de la venganza que se vio obligado a emprender, durante la cual también muere un niño, que iba con los violadores. Pero siente que esa es su única esperanza, no hay nada que lo sostenga salvo esa misma fe que siente defraudada.
En el camino en busca del cuerpo de la víctima, dos de los personajes suponen que su odio, en un caso por resentimiento, en el otro por envidia, han sido los causantes de la desgracia. En la muerte de Sheila también puede adivinarse una forma de odio, que incluso algunos vuelcan contra la víctima. Como si se tratara, es una especulación y no más que eso, de un odio al futuro. Un niño que muere es un proyecto que queda pendiente, una incógnita sin resolver. Parafraseando un artículo de Freud (“Pegan a un niño”, de 1919), el psicoanalista francés Serge Leclaire eligió Matan a un niño para titular uno de sus libros más comentados. Allí sostiene que la vida es matar a ese niño que los otros quisieran que fuéramos. Y elige una manera de nombrarlo, al menos sorprendente, “el niño maravilloso”, una estructura en la que se reúnen deseos e imposiciones. Hay algo de demasiado real cuando ese matar se hace sobre el cuerpo.
Es lo que se encuentra en La promesa, una extraña novela del suizo Friedrich Dürrenmatt, llevada al cine sin demasiada precisión por Seann Penn, con Jack Nicholson como protagonista. Allí un inspector de policía a punto de retirarse queda a cargo del caso de una niña muerta aparecida junto a un río. Y frente al cuerpo de la víctima, hace la promesa de dar con el asesino, algo que finalmente no ha de lograr. Pero lo que importa es que un niño muerto conlleva una especie de compromiso. El mismo que se impone en La bestia debe morir, la novela de Nicholas Blake, llevada al cine más de una vez, una de ellas por Claude Chabrol. Un chico atropellado imprudentemente por un auto que clama por venganza.
No por nada, cuando vemos una película en la cual un niño está en situación de riesgo, sabemos internamente que se ha de salvar, aunque suframos mientras tanto. La realidad borra a veces esa certeza, todos creímos que Sheila estaba viva.
Los móviles que puedan haber tenido los asesinos de Sheila no son más que palabras para tratar de dar cuenta de impulsos que están más allá de quien los lleva a la práctica. “Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Aparezco como un ser diabólico, despiadado y malvado pero eso no es así, soy un ser humano que sufrí terriblemente y sigo sufriendo…” confesó el colombiano Luis Alfredo Garavito, quien asesinó a casi 150 niños.
¿Importa mucho si es cierto? La ficción había imaginado palabras semejantes mucho tiempo antes. En M, el vampiro de Dusseldorf (1931), dirigida por Fritz Lang a partir de un guión escrito junto a su esposa, Thea von Harbou, el asesino de niños que encarna Peter Lorre se explica de este modo ante un tribunal ad hoc compuesto por delincuentes para quienes ese crimen es un límite: “No puedo escapar de mí mismo. Y conmigo corren los fantasmas de las madres…de las criaturas. ¡No me abandonan nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!”. Cuando ocurren las escenas del film, estamos al borde del naufragio, son los años previos a la asunción de Hitler al poder. Qué señal más angustiante de aquellos tiempos que un hombre que no puede sino matar niños, al punto que una de las asistentes al juicio, que no cree ni en la exculpación ni en el castigo de ese impulso incontrolable que lleva a la muerte, cierra la película con una súplica que reaparece cada vez que se pierde una Sheila: “¡No hay que perder de vista a los pequeños! ¡Hay que cuidar de ellos!”