Como movimiento contracultural, el feminismo ha permitido ampliar las dimensiones de lo que se llama el espacio laboral. Una zona atravesada no solo por lo económico y los modelos de organización sino también por desigualdades y representaciones sociales en las que se mezclan discursos e imágenes.

Una recorrida por los archivos de la literatura argentina en busca de la historia de las mujeres en los circuitos laborales reconfigura la discusión urgente sobre el trabajo  que  permite acercarnos, desde la mirada actual de los feminismos, a nuevos modos de leer los grandes problemas sociales, culturales y económicos que atraviesan la época.

Ciertos libros abren una época, varios logran condensarla y solo algunos pocos la cierran. En 2007, cuando los años noventa empiezan a terminarse, se publica la novela El trabajo, de Aníbal Jarkowski. En sus páginas están los avisos clasificados en el diario prestado de algún vecino, las moneditas para pagar el subte, la rutina de lavar la misma bombacha y dejarla colgada en la ducha para el día siguiente, la cena de un mate cocido con un sándwich, las filas de desempleados y esa profesión-síntoma que es la secretaria. El trabajointegra y a la vez rompe la prolífica genealogía argentina de contar el mundo laboral mediante una trabajadora. (En la literatura argentina ciertas escrituras narran, desde el deseo masculino, la experiencia del trabajo que les relata una mujer, como en Boca de lobo, de Sergio Chefjec.)

Hace unos diez años, en una entrevista a Aníbal Jarkowski en la cursada de Teoría literaria III, le pregunté por qué, si la novela cuenta la historia de una trabajadora, su título es El trabajo. En ese momento estaba comenzando la investigación sobre las mujeres y el ámbito público y me sorprendía cierta descorporización con que la literatura argentina moldea las figuras de trabajadoras: pueden aparecer en escenas de comercio, de fábricas, de transporte público de camino al trabajo, del empleo estatal. Pero en esta constelación cuesta leer las formas diferenciales de los efectos de las relaciones laborales para varones y para mujeres. (Las otras escenas de ciudadanía son las del voto. ¿Qué se mete adentro de una urna? Trabajo, aspiraciones, clase, prácticas, subjetividades, deseos, promesas).

Este movimiento inicial –el de las trabajadoras–, ya emprendido por otras investigaciones a las que ésta se suma, tanto en la literatura como en la historia y la sociología, busca sacudir los archivos para recuperar y leer a las trabajadoras, sin esencializar sus identidades, como si se operara al modo de un tándem representación-identidad. Es decir, no se trata de dar por sentado las construcciones de identidades coaguladas –lo que las trabajadoras “son”–, ni de buscar en la literatura un correlato o correspondencia de esas representaciones –lo que las trabajadoras “representan”–. Aquí se anudan dos conflictos centrales para pensar el mundo del trabajo: el problema de la identidad y el de la representación.

El archivo de trabajadoras constituye una apuesta para leer la historia de las mujeres en los circuitos laborales. Pero cruzar el mundo del trabajo y el de las mujeres habilita, además, una pregunta central, que no es esencialista –rastrearlas– sino económica: leer dónde está el trabajo. Esta lectura del trabajo –qué parte lo produce, dónde está su valor, cómo se lo negocia o salariza, qué mezcla, cómo se construye la clase, cuándo sucede la movilidad– es una discusión encendida aún más con la pandemia.

Entonces, más que de insertar o deslizar dónde están las mujeres en los grandes problemas –trabajo, Estado, economía–, los feminismos operan como modos de leer y provocar nuevas preguntas hacia estos problemas. En sí mismos, son una máquina de trabajo contemporáneo, de atravesar la época por el conflicto del tiempo, de la vida, del dinero. Algunos ejemplos: las políticas de los últimos años a través del reconocimiento del trabajo de la economía popular, del trabajo de cuidado para los aportes jubilatorios o el pedido de la ampliación de licencias por paternidad.

La modernidad es una operación de arquitectura. El Estado-nación, las revoluciones burguesas, las ciudades, las formas de producción económica capitalista anudan una distinción entre un espacio productivo, asalariado y reconocido, en el que la mayoría de los asignados son los varones; de un espacio reproductivo, no asalariado y no reconocido, en el que la mayoría de las asignadas son mujeres. Esta distinción se vincula con una de las operaciones básicas de la modernidad, que es la división por esferas: el espacio privado, el público y el estatal, como señala Habermas. Los feminismos leen esta distinción como “división sexual del trabajo” al mostrar la jerarquización y las relaciones de poder puestas en juego. La escena típica del laboral inglés: el varón en la fábrica de ensamblado en Manchester, la mujer en la cocina preparando un guisado y los niños en la escuela.

Los distintos capitalismos que acontecen en el siglo XX apuntan a esta escena. Cada vez más mujeres ingresan a distintos sistemas del trabajo asalariado. Esto pone a jugar otras figuras desde los feminismos, como la doble jornada —mujeres que trabajan dentro y fuera de sus hogares—, la proliferación del sector de servicios —trabajadoras que contratan a otras para la limpieza y el cuidado—, junto con la visibilización de otras zonas del trabajo como el afectivo, el emocional, el lingüístico. Un capitalismo que no solo vende autos o insumos agroexportadores, sino también experiencias, financiación, sexualidad, emociones y “técnicas del yo”. (Una lectura del mundo del trabajo puede ser la que explore los avances en la tecnificación de los productos para el hogar, desde el microondas hasta la última aspiradora inteligente).

Cada modulación entre economía y sociedad trae una imagen que solemos pensar a través de cuerpos de varones. Fordismo, taylorismo, Estado de bienestar, flexibilización laboral, uberización. La lectura de dónde está el trabajo busca conectar las escenas de producción social con las de reproducción de la vida en las unidades familiares, las del barrio, las de un comedor popular. La foto del Estado de bienestar con trabajadores de musculosa blanca no existe sin la otra de mujeres con un delantal gestionando el hogar, muchas veces ya haciéndolo de modo superpuesto a algún trabajo asalariado. América Latina produce sus fotos barrocas.

Hay fotos de Estado y fotos de pandemia. Imágenes que, aunque distintas, podrían haber sido sacadas en casi cualquier lugar del mundo. La de una mujer en el auto, una oficina ad hoc para tener una reunión sin interrupciones. La de otra vestida con una camisa y un jogging, pero que fuera de cuadro está en el medio de una casa despelotada con niños que la reclaman. Hay otras fotos menos vistas porque el cuidado no es solo de la niñez, sino también de abuelos y abuelas, o de personas en distintas situaciones de vulnerabilidad. La pandemia son muchas fotos que llevan al extremo eso que señala Arendt en La condición humana: la diferencia entre labor y trabajo. Arendt discute al marxismo porque, aunque pudiera abolirse el capitalismo, nunca podría abolirse el trabajo de vivir, el trabajo de mantener la propia vida a través de la limpieza, el cuidado, la cocina, la compra, el afecto y la participación en la educación.

La otra operación de lectura sobre el trabajo y la ciudadanía capta la radioactividad de ciertas zonas de construcción de lo público a través de lo que llamo las “hermanas menores”. La saga de quienes, con sus condiciones de posibilidad, empujan el límite del cielo, de las que hacen otros asaltos. El cielo posible, como lo nombra Alicia Genovese. Las gremialistas y las oficinistas que van a la confitería. Las primas de las montoneras. La minoridad es un modo de lectura, a partir de Deleuze, que produce fugas y no se vincula con una noción cualitativa sino con una posición de enunciación.

Las menores reinventan lo común no donde menos se lo espera (en esa rebeldía que replica seguir sosteniendo el paradigma arriba-abajo, identidad-representación) sino donde es, sencillamente, posible. Pero de otra manera, una diferencia mínima. Minoritaria. Decisiva. Azucena Maizani en pantalones, María Luisa Carnelli corresponsal de guerra, Tita Merello ganándose el mango. Las modificaciones de minoridad son situacionales, no entran en ningún listado ni están dotadas de los mismos sentidos. Cada época produce también estos actos, arrojos mínimos que tejen grandes transformaciones sociales.

El trabajo puede ser abordado como un modo de leer la conexión entre economía y sociedad. En 1913, un año después de la asunción de Yrigoyen, que amplía la participación de las multitudes en el Estado, a partir de la sanción de la Ley Sáenz Peña, que legisla el voto universal, secreto y obligatorio (para los varones), Evaristo Carriego publica el poema “La costurerita que dio el mal paso”. Un año después de la sanción del voto femenino, que expande la ciudadanía de las mujeres, en 1948, Borges publica el cuento “Emma Zunz” en la revista Sur. Al histórico entrecruzamiento de mujeres, trabajo y costura, la figura de la costurerita es una idea-fuerza que recorre el siglo XX en la Argentina.

Las alternativas más habituales pasan por ser “costureras”, es decir, mujeres que realizan las tareas domésticas, o que a lo sumo realizan labores pagas en sus casas —“coser para afuera”—; o “maestras normales”, que se incorporan a la vida pública en tanto extensión del rol maternal, como estudia Nari. Propongo el “ciclo de las costureritas” para aglutinar a aquellas que desobedecen el mandato de ser costureras. En efecto, cierta narrativa masculina las nombra con el diminutivo y este gesto, hasta un tanto despectivo, muestra en el mismo lenguaje la diferencia respecto de quienes sí cumplen el mandato de domesticidad. El “ciclo de las costureritas”, artefacto vivo de la cultura argentina, advierte distintas inflexiones de la trayectoria de la joven trabajadora que, al aventurarse a no ser costurera o maestra, abandona el barrio por el Centro.

Armstrong, en su análisis de la novela inglesa, lee el poder de la domesticidad y cómo lo primero que se pone en ruedo son estas mujeres domésticas. El foco es mostrar cómo se vinculan trabajo, clase y vida. La clase no solo como algo que empieza en la billetera y el salario, sino como un proceso que se construye a través del consumo, el ocio, la educación, las vacaciones. Armstrong lee de qué modos las mujeres “transforman” un ingreso en una calidad de vida deseable. Su propuesta hace serie con la de Milanesio en Cuando los trabajadores salieron de compras. Allí propone al consumo como una forma de leer los modos y articulaciones entre trabajo y peronismo.

Las subjetividades de consumo muchas veces fundan subjetividades laborales y políticas, atravesadas por materiales literarios. La modernización como flujos que moldean las subjetividades. Las que ganan dinero con el trabajo y consumen en las tiendas de las avenidas, conectadas con la demanda y la lucha por el voto femenino. Las mujeres que toman el tranvía, vinculadas con los cambios en la circulación, en el trazado urbano y en la producción de diversos cruces entre el barrio y el Centro.

El peronismo –y en Eva Perón esa generación de trabajadoras–: inaugural en la “aristocratización” del trabajo. Elijo deliberadamente estos términos, “trabajo” –que remite al mundo capitalista y material– y “aristocracia” –que remite a lo nobiliario y simbólico– porque el peronismo cruza esos mundos: las alpargatas y los libros. Así, dota de modernidades las subjetividades de trabajadores y trabajadoras, en especial, a partir de los derechos laborales y del consumo. (Liberalización de las formas de vida –con la sanción de leyes que reconocen hijos ilegítimos, por ejemplo– dentro de una cultura política, no diríamos, liberal).

Hacer de lo que es una necesidad –vender la fuerza de trabajo– flujos de modernidades que, de formas contradictorias, son apropiadas con ímpetu por las mujeres. A la construcción histórica de la trabajadora como “fea” o “tuberculosa”, degradada respecto de la idealización doméstica, se la contrasta con el comienzo de la elección de la Reina del Trabajo, como analiza Lobato. La “aristocratización” en esas llaves habilita, entonces, otra lectura de los vínculos con las capas medias. Este puente, del “miserabilismo” en la obrera al reinado “nobiliario” del trabajo: discusiones sobre dónde está el valor.

El trabajo para las mujeres a veces puede ser contracultural. No es que el trabajo sea per se opresivo o liberador, sino que la lectura del trabajo implica miradas etnográficas, situadas, que pongan en juego las dinámicas de construcción de subjetividad que ese trabajo supone. El trabajo, como todo lo que lo rodea, las amistades, el transporte, celebrar los cumpleaños con las compañeras de oficina, participar de las fiestas de fin de año, las marchas o reuniones sindicales, lo que se sueña con el aguinaldo. De todo lo que hay que vestirse para ejercer como trabajadora, de todo eso que la escena demanda, lo que permite, expulsa, habilita.

Las mujeres, ahí donde el mundo popular y el de la clase media se tocan, se intersectan, habitan esas fronteras, zonas mestizas de tráficos, sensatez y sentimientos, entre patronas y trabajadoras en casas particulares, túneles entre mesas, entre vecinas y familias de una misma cuadra, las mil historias de la plaza del barrio, bolsas con ropas donadas o arregladas. Transportes, reuniones, regalos comprados para los cumpleaños, grupos de Whatsapp: lugares de pasaje.

Para Boltanski y Chiapello, el espíritu del capitalismo no es solo una producción económica. Fraser se pregunta en esta línea por el “carisma”, por el capitalismo como un orden social institucionalizado que no se limita solo a una organización económica sino que opera como un modo de producción de subjetividades. Entre ellas, el trabajo de la clase. Lo que la clase da y pide: herida y promesa, cruz y don. Leer la literatura argentina reconfigura la discusión sobre el trabajo. Y el interrogante en torno a qué es trabajo es una pregunta urgente.

 

Fuente: Nación Trabajadora