El operativo de seguridad armado por el gobierno mantiene encerrados a los habitantes de la villa de Retiro, que tienen que presentar el documento para poder salir y entrar al barrio. Gente que se queda sin poder ir a trabajar y por lo tanto sin ingresos.

Dice Laura Díaz que “parece el muro de Berlín en Retiro”. Habla de las vallas de dos metros de altura que cubren todo el ancho de la calle frente al edificio del viejo Correo. Es la única puerta de entrada y salida a la villa 31 por su lado norte. Pero idéntico paisaje hay en los accesos de los otros tres puntos cardinales.

“Por fin el barrio tiene espacios verdes”, ironiza Tomás Palacios. Señala a la marea de gendarmes que desde hace varios días patrulla la zona. Los vecinos habían recibido señales de lo que ocurriría por rumores que venían circulando desde el 15 de noviembre. La descripción de las restricciones por causa del G-20 hablaba del cierre total de la avenida Ramos Mejía (sic) vigilada especialmente por la villa 31.

“Peligro, pobres”, podría advertir el GPS ideológico del Gobierno.

Paola Coronel vio cómo el martes tres uniformados con casco, escudo y ametralladoras le explicaban lo que sería su vida hasta el domingo. Cuenta que “me dijeron que para entrar y salir del barrio íbamos a tener que hacer una fila y mostrar el DNI, todos, incluso nuestros hijos. Los que tenían domicilio en la villa podían pasar. Pero, más allá de las molestias de los trámites, hay un montón de vecinos que son de acá pero que no regularizaron sus documentos. Ellos van a estar encerrados cuatro días”.

La Ciudad disfruta del sueño del gueto propio. Una gran parte de los vecinos no podrá moverse ni para ir a su trabajo o al hospital. No pasan colectivos ni autos.

Si Paola quisiera comprar una sola botella del vino Enzo Bianchi Grand Cru 2015 que servirán en la cena de la cumbre tendría que trabajar cuatro días seguidos. Tiene una pequeña parrilla donde tira algunos pedazos de carne para deleite de trabajadores, camioneros y gente de paso. Pero todos estarán ahora a dieta forzosa. Incluso los bolsillos de la mujer. Explica que la situación “nos perjudica un montón, salimos a vender sándwiches, otros salen a vender chipá, es nuestro único ingreso”.

La lista de marginados incluye además a albañiles, empleadas domésticas, personal de limpieza de oficinas y buscadores de changas. Y los chiquilines del barrio, los que debieran ser únicos y privilegiados, crecen de cara al desprecio y al miedo. Dice Paola que “ven a la Policía y se asustan, preguntan si van a poder ir a pasear el sábado o si nos van a quitar la casa”.

En la sede del Club Padre Carlos Mugica, allí mismo donde descansan los restos del cura asesinado por defender a los más pobres, todo parece estar listo para un campeonato. Hay cuarenta gendarmes en la puerta, da para un pentagonal con equipos de ocho. Es que son los únicos que podrían jugar. Blanca Aguirre, coordinadora de la institución, cuenta que el club fue obligado a cerrar hasta el lunes y “500 chicos y chicas que vienen a hacer fútbol masculino y femenino, hockey y apoyo escolar tendrán que estar de las puertas para afuera, ni a los profesores dejan pasar”. Hasta tiene custodia el puente peatonal que permite pasar por encima de la bajada de la autopista Illia (también cerrada) para conectar la cancha y la capilla con el barrio.

“Yo vivo acá, soy argentina y le digo no al imperialismo, no a la pobreza, no a las políticas que benefician solo a los que tienen plata, a los ricos”, agrega Paola, “se cierran fábricas, el sueldo cada vez vale menos y nosotros tenemos que ver cómo se pasean delante nuestro los principales responsables de la miseria y las guerras en el mundo”.