La pandemia de Covid-19 puso al descubierto – una vez más – la situación que se vive en las cárceles argentinas. Como aporte a la discusión, Socompa publica aquí un capítulo de “Cárceles. Otro Subsuelo de La Patria”, el libro de Eduardo Anguita y Daniel Cecchini publicado en 2017.
Corría 1971, y las tropas norteamericanas en Vietnam estaban en pleno retroceso. Los mandos de la Armada de los Estados Unidos tenían a muchos soldados en prisiones militares: desobediencia, marihuana, hartazgo de estar lejos de casa, miedo a matar mujeres y niños. Hacía tres años que Norman Mailer había dado cuenta de la gran marcha contra la guerra llevada a cabo en Washington. Los ejércitos de la noche fue la síntesis del rechazo de la generación del baby boom a la dominación imperial. Los mandos de la Armada querían saber cómo hacer funcionar las cárceles militares de modo que los marines se disciplinaran y entendieran que hacían lo correcto allá, a doce mil kilómetros, en Vietnam. Así fue que dieron con un psicólogo, Philip Zimbardo, dispuesto a hacer un experimento: reproducir en un ambiente cerrado el vínculo entre carceleros y encarcelados. Fue tan fuerte el resultado que quedó en la historia de la Psicología y de los sistemas penitenciarios como el experimento de Stanford. Porque Zimbardo enseñaba en la universidad de Stanford, ubicada en Palo Alto, California, más o menos cerca de las bases navales del Pacífico estadounidense. El sistema fue rudimentario: avisos en los diarios ofreciendo una paga por entrar en una especie de Gran Hermano sin rating. Tras el casting, quedaron una docena que debían hacer de presos y otros tantos de guardias. Les dieron la vestimenta que simulaba uno y otro rol y a los guardias les agregaron unas cachiporras. El experimento debía durar dos semanas. Al segundo día, los guardias tuvieron que soportar una especie de motín. Al cuarto día, ya se rumoreaban intentos de fuga. Los muchachos que apenas unos días atrás habían llegado para ganarse un puñado de dólares cumpliendo rol de guardián tuvieron la brillante idea de establecer premios y castigos a los prisioneros para evitar los disturbios. Varios presos, aunque nadie les hiciera un libreto, mostraron conductas de adaptación y hasta de sumisión frente a quienes cumplían el rol de guardias.
Zimbardo ocupaba el rol de jefe de la prisión y tomaba nota de todo. Al sexto día se dijo que la cosa no daba para más y los 24 hombres, actores circunstanciales, se fueron a sus casas. Las conclusiones de Zimbardo se centraron en que cuando la distribución de poder es tan despareja, quienes hacían de carceleros asumían conductas sádicas y los que simulaban ser presos, tendían ser sumisos pero, de repente, tenían disrupciones explosivas.
El experimento fue concebido en el más tradicional estilo conductista y quizá sea mínimo para entender las razones profundas acerca de los comportamientos en las cárceles y de cómo las sociedades desiguales reproducen la desigualdad en los ámbitos de castigo. Sin embargo, el experimento de Stanford sirve para mostrar vertiginosamente que son suficientes apenas seis días para mostrar lo importante que es la libertad para el ser humano. O, mejor dicho, para entender lo tremendo que es sostener un sistema de vida donde unos hombres deben vigilar a otros a los que se les quita la libertad.
Zimbardo sacó a la luz muchas cosas inquietantes. Reveló, confirmó mejor dicho, que el ejercicio del poder es arbitrario cuando las diferencias entre los individuos son tan abismales. Quienes estaban privados de libertad en este ejercicio de simulación fueron sometidos a tratos crueles. Del otro lado, quienes dominaban la situación por su condición de supuestos carceleros aplicaron castigos para ejercitar su poder sobre los otros. Aquel ejercicio se llevó a cabo en el contexto de la Guerra de Vietnam: un ejército expedicionario de la mayor potencia de la Tierra dispuesto a doblegar a los insumisos y rebeldes de una nación soberana, pero pobre. Pasados los años, Estados Unidos tiene la mayor cantidad de presos del planeta: más de dos millones y una tasa de 700 presos cada 100 mil habitantes. En las prisiones norteamericanas, la inmensa mayoría son afroamericanos y latinos de comunidades pobres o relativamente marginales. En la Argentina hay 70 mil presos y la tasa es de 155 presos cada 100 mil habitantes, más o menos el promedio mundial. Las prisiones argentinas están pobladas de jóvenes, morochos provenientes de hogares pobres. La desigualdad social está presente. Muy presente.
¿Hay un estereotipo de preso y otro de guardián en las cárceles argentinas del siglo XXI? Es difícil saberlo, pero la preocupación de quienes están en la cúspide de los sistemas penitenciarios es que los presos no se escapen, no se suiciden y no hagan motines. Se podrá decir que esas prioridades muestran un espíritu conservador y un poquito cruel. La gran mayoría de la sociedad, cuando se habla de las cárceles, suele ser bastante más cruel todavía. No importa el corte sociológico que revela el origen villero de los presos. No importa que la proporción de personas con procesos abiertos –es decir, sin condena firme- es muy alta (seis de cada diez en el sistema federal y siete de cada diez en el bonaerense) y que las denuncias sobre vejaciones y torturas en las cárceles elaboradas por la Procuraduría de Violencia Institucional desborden casos de crueldad.
¿A quién le importa? La cárcel suele ser un lugar para los otros. La cárceles el territorio del espanto. Pero, más allá de la retórica, las prisiones existen. En ellas hay personas que tienen derechos. Como sostiene Roberto Gargarella, el sistema constitucional argentino está preparado para garantizar los derechos de todos, de quienes cumplen con la ley y de quienes delinquen. El argumento de que los buenos están fuera de la cárcel, más allá de ser infantil, no alcanza. No están justificados los tratos atroces ni las torturas. Además, hay normas para el detenido y organismos que deben controlar cómo cumplen los servicios penitenciarios esas normas.
Algunas prisiones cumplen con los estándares constitucionales. Algunas, además, tienen presupuestos como para pasar las inspecciones de los organismos de control institucional. El Servicio Penitenciario Federal tiene 39 establecimientos carcelarios y alberga a 10 mil de los 70 mil presos que hay en la Argentina. En diciembre de 2015, el Servicio Penitenciario Bonaerense informaba que la población penitenciaria ascendía a 34.096 personas alojadas en las 20.732 plazas de los 56 establecimientos penitenciarios y las 7 alcaidías departamentales; había un 59,8 % de sobrepoblación. Por otra parte, según datos obtenidos por la Comisión Provincial por la Memoria, en los últimos diez años la población de las cárceles bonaerenses aumentó de 23.878 presos en 2006 a los más de 34 mil del año pasado. El presupuesto del SPF y el del SPB no son tan distintos pese a que este último triplica la cantidad de presos en sus cárceles. Los resultados de esta desigualdad son notables.
Una premisa básica es reconocer que las sociedades tienen, en su génesis, sistemas de castigo. El sistema punitivo por excelencia de la modernidad es meter presos a quienes transgreden las normas. En la Argentina, apenas asumió, Domingo Faustino Sarmiento, emitió un decreto para construir una cárcel modelo. Fue en 1869 y siete años después ya funcionaba la Penitenciaría Nacional en el predio de la avenida Las Heras, en la Ciudad de Buenos Aires, a pocas cuadras de donde el mismo Sarmiento decidió erigir el Zoológico y el Botánico. Donde hoy hay paseadores de perros y runners, por los años setentas del XIX fueron llevados unos 300 presos. El gobernador de la cárcel fue Enrique O’Gorman, hermano de Camila, fusilada a los 23 años por haberse enamorado del cura Ladislao. Enrique O’Gorman era un prohombre: había sido jefe de Policía de Buenos Aires, destacado por prohibir el cepo en las comisarías, luego estuvo al frente de los bomberos. Poco antes de asumir al frente de la cárcel, había tenido una actuación destacada para ayudar a los afectados por el cólera en 1870.
Es difícil pensar en un siglo XXI con alguna persona tan destacada al frente de los sistemas de prisiones. Quizá al frente de los servicios penitenciarios haya personas buenas y probas, pero todos tienen más que bajo perfil. Poco se sabe de los programas de reinserción, poco de los cursos dados por voluntarios en las cárceles, o de los sistemas educativos para personas privadas de libertad. Más bien, la exposición mediática de estos asuntos es para desacreditar las iniciativas humanitarias. ¡Pasen y vean –se anuncia cada tanto en un noticiero- fulano de tal, que robó un banco o vendía cocaína, ahora juega al rugby en la cárcel! Y un premio Nobel de Literatura fue a visitar presos. Eso no es todo, ¿sabe usted cuánto le cuesta cada preso al país, pagado con nuestros impuestos?!
La mayoría de los medios se paran con el ojo de las víctimas de la inseguridad, un lugar imbatible. Construyen audiencias donde cualquiera que esté parado frente a un televisor forma parte de un colectivo llamado víctimas de la inseguridad en tanto que hay otro colectivo llamado delincuentes. Como si los derechos de los primeros se vieran avasallados cada vez que los detenidos tienen algún beneficio. Cabe la pregunta: ¿Y una vez que lo metés preso, qué hacés con el tipo? La respuesta es muy simple: Que se pudra en la cárcel. Si acaso, estas crónicas están destinadas a incomodar ese discurso y a intentar sacar de la opacidad el intrincado sistema de toma de decisiones. El momento de la emoción violenta de una víctima real o de sus seres queridos se extiende en el tiempo y resulta contagiosa a otros que quizá no sufrieron el trauma del robo o lo vivieron en otro momento. Los medios reproducen con eficacia el enojo, la indignación y la desesperación ante el delincuente.
Luego hay otro momento que para la Justicia y el tratamiento penitenciario es vital: el respeto de los derechos de las personas, a ser tratadas con dignidad, a defenderse en un juicio y a vivir, eventualmente, en una cárcel limpia y sana. Todo ciudadano, sin necesidad de ser especialista, debería entender que hay un después del pasaje por la prisión y, en consecuencia, hay un durante. Es decir, un hombre o una mujer que se pudrió en la cárcel es un cadáver cívico. Por otra parte, la reincidencia en el delito es un dato real, sucede muchísimo. Y el sistema penal tiene infinidad de estatutos para afrontarla.
Desde aquella Argentina que entraba a la modernidad y al mundo a fines del XIX a esta Argentina periférica del XXI pasaron demasiadas cosas. En aquel tiempo, llegaban a la cárcel unos pocos ladrones, muchos gauchos retobados, no pocos anarquistas, ladrones sofisticados y algunos asesinos emblemáticos. Ahora las cárceles están plagadas de muchachitos –y de algunas chicas- que venden drogas o que salen a delinquir habiendo ya abusado mucho del alcohol y las drogas.
Gargarella acaba de publicar un ensayo comprometido sobre estos temas. Lejos de pretender una mirada neutral, en Castigar al prójimo Gargarella dice: el punto de vista que asumo (es que) el castigo constituye una actividad muy difícil de justificar, particularmente en situaciones de fuerte e inexcusable desigualdad, y por eso requiere de nosotros una aproximación, antes que complaciente, crítica.
Otro hombre formado en Derecho, Alejandro Marambio, que estuvo al frente del Servicio Penitenciario Federal entre 2007 y 2011, habló con los autores de este libro de varios de los temas que siguen más abajo. El primero, las características que tuvo la primera Cátedra de Criminología de la Facultad de Medicina de la UBA. José María Ramos Mejía y otros referentes de la modernidad en la Argentina se interesaron por las características de la personalidad de quienes cometían delitos. Se basaban en pensadores positivistas italianos como Enrico Ferri, Raffaele Garófalo y el muy mentado Cesare Lombroso. Positivismo, en pocas palabras, es que las verdades salen de las observaciones de casos, de la experiencia. Lombroso publicó el Tratado antropológico experimental del hombre criminal y sus verdades cundieron por doquier. El color de piel, ciertos rasgos faciales o ciertas miradas resultaban, en la visión lombrosiana, son rasgos indicativos de los criminales. El apellido materno de Cesare era Levi, judío, y tuvo la suerte de no padecer lo que otros judíos que, como Primo Levi, vivieron los campos de concentración y el exterminio por el odio racial y religioso, tan emparentado con las teorías lombrosianas.
La Nación argentina había encontrado en la Generación del 80 a una europeísta clase dirigente que despreciaba a los inmigrantes europeos y, ni hablar, a los gauchos y a los mestizos. La modernidad era blanca, pero no de sangre italiana o española. Una blancura que pretendía blasones y escudos de armas de aquellas familias patricias dueñas de las tierras y adaptadas a la división internacional del trabajo.
Bajo ese liderazgo, la sociedad miraba a la cárcel como un lugar donde iban los sujetos peligrosos. Ramos Mejía y otros académicos iban a los congresos de criminología y tenían la misma lógica de Lombroso, que se guiaba por el aspecto fisonómico del supuesto criminal como dato clave para entender su peligrosidad. Pensaban que había sujetos con el gen del mal, que estaban predestinados a cometer delitos y no podían evitarlo. Entonces, para esa franja de criminales con rasgos lombrosianos peligrosos no importaba la valoración de la pena de prisión conforme al delito cometido. Para ello, la cárcel era una medida de seguridad e internamiento para aislarlo de una sociedad a la que, de modo inevitable, iba a dañar.
En cambio, algunos sujetos estaban menos dañados y podían evolucionar. Sobre ellos sí tenían sentido la criminología y la búsqueda de la reinserción social. A esos había que hacerlos trabajar, capacitarlos. Había inversión, programas, gente que estudiaba en las cárceles. La imprenta en donde se imprimía el boletín oficial era la de la penitenciaria.
Tanto Marambio como Gargarella resaltan que había una contradicción entre el positivismo criminológico y el penalismo liberal. Esta última concepción está desarrollada en la Constitución, que sostiene la igualdad de los ciudadanos. En cambio, el Código Penal era positivista, no todos iguales en esa mirada positivista, ya que algunas personas no podían evitar cometer delitos. La mirada lombrosiana no sólo servía para definir la pena de los supuestos –o reales- delincuentes sino que además era una conducta discriminatoria. La discriminación racial o religiosa también se recuesta sobre rasgos físicos que condenan a las personas de grupos distintos a los que ejercen el poder o pretenden llegar a ejercerlo. La sociedad argentina de principios de siglo XX era muy desigual por ingresos y tenía, en consecuencia, una consideración desigual ante quienes tenían rasgos físicos de las comunidades originarias, los afros y los inmigrantes europeos del sur o de origen judío.
En ese contexto, la lógica penal era: al sujeto que cometió delitos había que alejarlo de la sociedad, había que reformarlo en un contexto diferente al que había cometido el delito. Eso era para el segmento de quienes, desde esas miradas, podían ser reformados. A los otros se los mandaba a las colonias, como la corona británica mandaba a las colonias a sus presos.
Australia es un caso interesante. En Sidney hay un museo al que los australianos le dan mucha importancia. Es pequeño y reproduce las condiciones de vida de quienes llegaban allí forzados. Es algo así como el Hotel de Inmigrantes de Buenos Aires, pero mucho más rústico. Se llama Museo de los Prisioneros y hay unas computadoras donde el visitante puede encontrar a sus ancestros. Desde ya que no eran nobles ingleses. El australiano que consulta suele enterarse que tiene un bisabuelo galés que era un minero revoltoso o un tatarabuelo irlandés que robaba chelines en las calles de Londres. La corona británica les conmutaba la pena por trabajos forzados a miles de kilómetros de sus lugares de origen. Hacían caminos, casas, puertos y no le costaban a la Reina más que la comida y los camastros donde dormían.
En la Argentina, a los anarquistas y a los ladrones y criminales se los mandaba a Neuquén, Rawson o a Ushuaia. Esa penitenciaría tiene los mismos rasgos que las cárceles de la Siberia: al alejar, a los ojos de la sociedad el problema no está a la vista y, a la vez, combina la prisión con el exilio, uno de los peores castigos en la Grecia y la Roma antiguas.
Cuando el golpe de 1930 derrocó a Hipólito Yrigoyen, muchos de los radicales que estaban en el gobierno fueron enviados a Ushuaia, claramente para que no volvieran. Si alguien cree que es una exageración puede recorrer una vasta bibliografía al respecto, pero basta con leer La cárcel del fin del mundo, una crónica ficcionada de Guillermo Saccomanno, donde están narrados desde el tenebroso viaje en el crucero Patagonia hasta cómo los médicos diseccionaban a Cayetano Santos Godino, el célebre Petiso Orejudo. Una cirugía terminante –dice en primera persona el personaje de Saccomanno- le iba a cortar de cuajo la inclinación al sadismo. Una operación que redujera drásticamente sus orejas modificaría su personalidad y, aun cuando no lo volvieran un beato, al menos apaciguaría su alma. Con tal propósito arribaron a la Tierra (el Penal) esos popes de la medicina y la psiquiatría. Se reunieron con el director y el alcalde. En un par de días se adaptó el dispensario para la realización de la cirugía. Se lo pintó de blanco, se hizo una desinfección, se adoptó una serie de medidas de higiene obsesivas. El Oreja se retobó. Los perros debieron empujarlo por la fuerza de su celda. Un inesperado jeringazo lo doblegó (…) Cuando pudo levantarse, en su período recuperatorio, lo asignaron a la cocina. Duró un suspiro en ese puesto codiciado por nosotros, los hambrientos. Fue sorprendido sumergiendo una rata en las cacerolas del guiso. La paliza que le dieron sus compañeros lo retornó al dispensario. La anécdota vino a demostrar no solo el fracaso de la ocurrencia médica. También que las deformaciones corporales pueden repararse pero no las del alma y que ambos, cuerpo y alma, pueden vivir existencias independientes. Hasta acá la ficción de Saccomanno. Godino pasó 30 años en prisión. Era un asesino y violador serial. Los últimos 21 purgó en Ushuaia. Lo golpeaban y lo violaban con asiduidad. Murió en el peor de los mundos, apenas un año antes de que Roberto Pettinato clausurara ese presidio.
La Argentina del primer peronismo hace un salto cualitativo interesante, intenta dejar atrás la criminología positivista -aunque no termina de salir del todo, aclara Marambio- y trabaja en la reforma carcelaria. Hay un clic importante en esos años: empieza a vincularse la cárcel con la pobreza. Va a la cárcel un sujeto relegado de la sociedad. Es la época de Pettinato, un penitenciario de bajo rango llevado a la cúspide por Juan Perón. La suerte hizo que el general reparara en él porque practicaba lucha libre. Pero era un luchador humanista y reformador. Pettinato eliminó los grilletes, el traje a rayas y otros tratos aberrantes. Tras la llegada de la dictadura de Pedro Aramburu e Isaac Rojas, la Argentina retrocedió: la cárcel volvía a ser ese lugar donde va la gente mala. Lo importante de la época del primer peronismo es que incluye al delincuente dentro del esquema social. A él también se lo suma al cambio de paradigma penitenciario. Eso le da entidad social: no es el objeto del mal sobre el que se desencadena el odio. El delincuente preso es parte de la sociedad y la pena debe contemplar su reincorporación a la sociedad. Ese preso no solo es el resultado de una serie de prácticas culturales de la sociedad en la que creció. Además, si las instituciones no logran encauzar sus conductas, la sociedad tiene más problemas. Lo que las estadísticas llaman aumento de las tasas delictivas no es más que el fracaso de los procedimientos penales y penitenciarios.
A principios de los setentas hay un giro fundamental, cuando los máximos dirigentes del PRT-ERP, FAR y Montoneros fueron enviados al penal de Rawson y se produjo la fuga en agosto de 1972 y la posterior masacre en la base naval de Trelew. El Estado Mayor del Ejército decidió que los agentes penitenciarios fueran parte de las fuerzas de seguridad. El Servicio Penitenciario entonces tiene un origen policial pero humanista con O’Gorman y luego con Pettinato desfilan el día de la Patria y se acercan a la visión del Ejército que les daba Perón hasta que, en los setentas se integran al esquema de sometimiento de prisioneros políticos y muchos de los oficiales y agentes integran grupos de tareas.
En 1976, tras el golpe de Estado, el Servicio Penitenciario Federal así como los servicios provinciales de Córdoba y el Bonaerense se transformaron en un mecanismo más del control del servicio de inteligencia de la Armada y el Ejército.
Empezaron a sacar presos para fusilarlos con la falsa excusa de que se habían fugado. Los casos de la masacre de Margarita Belén, cuando sacaron detenidos de la U7 (SPF, Chaco), también el de la U9 (SPB, La Plata), la Cárcel de Encausados (SPC, Córdoba), son los más emblemáticos de los crímenes con la participaron de penitenciarios en los grupos de tareas. Hubo muchos más crímenes y vejámenes de presos políticos. Pero además el tratamiento carcelario para el resto de los detenidos aumentó en rigor y crueldad. Los penitenciarios recibían órdenes directas de jefes del Ejército. Los azules y los grises -como llamaban los militares a los policías y a los penitenciarios- eran subordinados de los verdes, por el traje de los hombres de Ejército. Era una cuestión jerárquica y no de funciones diferentes. Eso dejó una huella que hasta el día de hoy subsiste. No solo en la mentalidad militarizada de algunos funcionarios de penales sino en prácticas concretas. En alguna oportunidad que el SPF debió trasladar al Hospital Militar Central a ex oficiales de Ejército detenidos en Marcos Paz, al llegar a las instalaciones, en cambio de hacer la custodia como a cualquier detenido, los penitenciarios dejaron solos a los detenidos. Tal fue el caso de Jorge Olivera y Gustavo De Marchi en julio de 2013, condenados por delitos de lesa humanidad. La investigación permitió saber que detrás de la fuga había un entramado de militares y civiles del que quizá participaran algunos penitenciarios. Sin embargo, hay muchos casos donde los agentes, aún hoy, no cumplen con las normas de custodia con sentido estricto porque perciben que trasladan a un superior y no a un detenido.
Podría decirse, sin hacer un reduccionismo, que hay dos vertientes culturales en la formación y la cultura penitenciaria: una democrática, de la escuela de O’Gorman–Pettinato, centrada en el respeto a los derechos y los lineamientos de reinserción de los detenidos; y una práctica punitiva, que abreva en el sistema carcelario represivo y militarizado, orientada por la mano dura, incapaz de salir del rol del penitenciario como quien debe someter a los presos porque estos son irrecuperables.
Para Marambio, en democracia hubo una dificultad muy grande para poder encauzar estos conflictos al interior de la cultura penitenciaria. Ahora estamos dentro de un plan que va bastante bien desde el Sistema Federal, dice, que apuntó a cambiar y mejorar la formación de los funcionarios penitenciarios haciéndola universitaria, con el objetivo de torcer esa pugna en favor de la cultura democrática. En cambio, las provincias tienen un sistema muy pobre, con pocos recursos, en donde en algunos casos es la policía quien custodia las cárceles como en Neuquén o La Pampa. Hay una mezcla entre lo policial y lo penitenciario. Los problemas, además, tienen que ver con la superpoblación y con la falta de inversión en la cárcel. Ahí te das cuenta la enorme diferencia entre el sistema federal y el provincial. El sistema federal tiene presupuesto europeo, no el mejor, pero de estándares europeos. El SPF es el único servicio penitenciario de Latinoamérica con ese presupuesto. El que lo sigue es Chile pero está años luz en términos de cantidad de dinero invertido y cantidad de presos. En los últimos años, en el SPF hubo cambios sustantivos. Los oficiales hoy se forman en la universidad, son Licenciados en Tratamiento Penitenciario.
Pero un problema delicado es que el sistema tiene un 60% de procesados. Un número que Marambio califica de exagerado y riesgoso: cambia la finalidad de la cárcel como lugar de condena, a que su prioridad sea un espacio de retención y custodia. Qué le pasa por la cabeza a un tipo que no sabe si lo van a absolver o condenar. El que tiene condena se pone a pensar cómo va a pasar esos años. En cambio todos, todos los procesados creen que van a salir en libertad, que va a haber alguna nulidad, aun los que los engancharon con todas las pruebas. Esa es una gran división. Y, por ley, no deberían juntarse pero como hay tantos procesados están todas las cárceles mezcladas, dice. España tiene un número cercano al 20% de procesados. Brasil, que tiene más de 600.000 presos, también tiene un 35% de procesados.
Respecto de su propia gestión al frente del SPF, Marambio dice que una de las prioridades fue bajar la cantidad de muertes en la cárcel. Cuando se hizo cargo, era de 66 cada 10.000. Se pueden morir por peleas entre internos, por enfermedad o suicidio. En los tres casos si el SPF omite su trabajo el número aumenta. Al final de la gestión, terminaron con 32 muertes. En Noruega, por esos años también era de 32 por cada 10.000 presos. Eso no es que se parezcan los regímenes penales ni mucho menos que 32 sea una cifra para conformarse. Eso quiere decir que se puede trabajar con una lógica más humana, dice. La situación en el Servicio Penitenciario Bonaerense es mucho más grave que en el Federal. Según el informe anual de 2015 de la Comisión Provincial por la Memoria, la tasa de personas muertas asciende a 43 por cada 10.000 detenidos. De las 145 muertes ocurridas durante ese año, el 65 % fue por enfermedades curables no asistidas, como por ejemplo la tuberculosis, que produjo 15 muertes.
Contar la cárcel no tiene una pretensión académica, tampoco está en condiciones de hacer un diagnóstico de lo que sucede en las prisiones. Hay una cantidad de abogados, filósofos y sociólogos que tienen un conocimiento experto. Para preguntarse qué es la cárcel, es preciso mencionar a Lila Caimari, autora entre otros trabajos de Apenas un delincuente (siglo XXI). Ese libro analiza las prácticas y las teorías penales y punitivas en la Argentina que va desde la creación de la Penitenciaría Nacional (1877) y la llegada del primer gobierno de Julio Argentino Roca (1880) hasta el derrocamiento de Juan Domingo Perón (1955). La autora recorre la relación entre los proyectos políticos de la modernidad y el castigo administrado por el Estado, no solo con documentos de archivo sino con lo que llama las voces profanas, especialmente al rol de la prensa. Es decir, Caimari indaga sobre cómo construyen sus saberes los que tienen el poder de administrar el sufrimiento legalmente prescripto sobre quienes no cumplen con las leyes. Pero también recorre las representaciones que la sociedad construye sobre los crímenes y los castigos. Las teorías lombrosianas resultan como la miel para las abejas en la crónica policial. Si bien es un libro de historia, invita a pensar en la Argentina de este convulsionado siglo XXI, en el cual más allá del rating resulta indispensable transitar el vivo y el directo de las noticias policiales. Hasta hace unos años, la televisión argentina tomó de las cadenas de Estados Unidos el formato de los juicios. Sin embargo, en los últimos tiempos, solo cobra relevancia el momento de la escena del crimen y si es posible bajo la reproducción de las cámaras de seguridad donde se registran asesinatos alevosos o robos despiadados. El sensacionalismo gana a las audiencias. Hay una ausencia completa del día después. Solo algunos casos resonantes tienen espacio en el momento del juicio. Menos que menos hay espacio en los medios masivos para saber qué pasa con las personas que llegan a la cárcel, cómo atraviesan sus días en las prisiones y qué utilidad tienen como espacio de resocialización.
Contar la cárcel no tiene capacidad moralizadora sobre el discurso de los medios. Sí pretende recuperar la crónica como la manera de transmitir la mayor cercanía posible entre las audiencias, en este caso los lectores, y los hechos punitivos. En ese sentido, este trabajo se inspira en las mejores tradiciones y las plumas señeras de quienes dejaron huella en el oficio de contar los hechos reales con un lenguaje seco, economía de palabras y pocos calificativos. Roberto Arlt estuvo el 1 de febrero en la Penitenciaría Nacional para presenciar el fusilamiento del anarquista expropiador Severino Di Giovanni. Hacía pocos meses que José Evaristo Uriburu había derrocado al gobierno constitucional de Hipólito Yrigoyen. El régimen quería que los diarios contaran cómo administraba la pena una dictadura. Arlt sin necesidad de dar sus opiniones dejó una aguafuerte que, en pocos párrafos, pone a la sociedad argentina entre las cuerdas:
El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad? ¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita: Venda no.
Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?
Pelotón, firme. Apunten. La voz del reo estalla metálica, vibrante: ¡Viva la anarquía! ¡Fuego!
Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro de gracia.
Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: Está prohibido reírse. Está prohibido concurrir con zapatos de baile.
¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?