Con China e Israel en una vanguardia peligrosa, los Estados, con muy distinta suerte, están utilizando el big-data y la infovigilancia para controlar la pandemia. ¿Hasta dónde es lícito hacerlo? ¿Qué mundo surgirá de todo esto?
La irrupción del COVID-19 a nivel mundial aceleró un debate que se venía dando en la esfera pública desde unos cuantos años: ¿es lícito utilizar los grandes datos que se generan a través de los modernos dispositivos electrónicos para controlar los comportamientos de la sociedad? ¿Qué destino le darán los Estados que los utilicen una vez que amaine la tormenta? ¿Qué prevalece más en una situación de crisis: el derecho a la privacidad o la seguridad sanitaria?
China e Israel son los dos países que han desarrollado a nivel mundial los dispositivos más sofisticados de control social utilizando el denominado “big data”, aunque por motivos diferentes. Mientras los asiáticos vienen haciendo uso de estos sistemas para mantener bajo estrecha vigilancia a una sociedad de 1.300 millones de habitantes en la que cualquier disidencia es duramente reprimida, en Israel se utilizan con la excusa de detectar de forma preventiva posibles actividades terroristas y gozan de buena prensa en una población que ha resuelto ceder privacidad a cambio de seguridad pública. Ambos países han utilizado en forma intensiva estas tecnologías para luchar contra el COVID-19, tanto como para controlar cuarentenas en poblaciones remisas a aceptar las restricciones estatales, de modo de hacer un seguimiento casi milimétrico del recorrido epidemiológico de los contagios.
El gigante asiático fue el primero en poner el tema en el tapete y lo hizo a través de su agencia oficial de noticias, Xinhua, cuando dio a conocer que gracias a la cooperación de Alibaba, una de las mayores corporaciones de comercio online mundial, había desarrollado una app que permitía clasificar a los ciudadanos de acuerdo a su riesgo de exposición al virus en “verdes, “amarillos” y “rojo”. Inmersos en un inmenso campo de concentración virtual con reminiscencia de semáforo, los chinos pasaron a ser controlados a través de sus celulares. Gracias también a un código disponible en los medios de transporte podían saber incluso si estaban sentados cerca de un “rojo” o un “amarillo” o de un simple ciudadano de a pie con un poco más de 37 grados de fiebre. Luego el gobierno fue más allá: con la ayuda de la Corporación de Tecnología Electrónica desarrolló un sistema para seguir individualmente a cada ciudadano para saber si había pasado cerca de un contagiado y qué probabilidades tenía de estar o no enfermo.
Yo te sigo a todas partes
En Israel el gobierno de Netanyahu autorizó a mediados de marzo el uso de metadatos surgidos de los teléfonos celulares de millones de ciudadanos para rastrear a quien pudieran haber estado en contacto con infectados y mandarles un mensaje para que se aislaran de forma inmediata. La medida despertó críticas entre quienes se oponen a tecnologías tan intrusivas, pero los buenos resultados para controlar la pandemia las apagaron.
EEUU, que según demostró el affaire Snowden, somete a un intensivo espionaje a gran parte de su propia población con sus agencias de inteligencia, no tuvo tanta suerte con el COVID-19. En la patria del individualismo y las garantías individuales no es lo mismo buscar terroristas que localizar movimientos de ciudadanos. Cuando ya la pandemia estaba haciendo estragos, Facebook, la Universidad de Harvard y el MIT anunciaron que estaban creando Safepathas, una aplicación con los mismos objetivos de geolocalización utilizados por China, pero que borra los datos individuales. Sucede que el coronavirus no espera y los resultados están a la vista.
En la Unión Europea la cuestión es aún más espesa. Tanto Italia como España tienen mamotréticas leyes sobre la “privacidad” que hacen que tengas que firmar un sinfín de papeles cada vez que comprás un aparato electrónico o contratás un servicio de internet. Las leyes son tan intrincadas y complejas que nadie las comprende y muchos creen que las han hecho así sólo para disimular que los espían. Teorías conspirativas aparte, lo cierto es que ambos países no pudieron poner en práctica este tipo de uso de big data porque la legislación ad hoc se les puso enfrente.
Mientras algunas voces se levantaban para criticar el previsible uso de este tipo de datos en el continente, las leyes de “habeas data” también se interpusieron en el camino de los Estados para recurrir a otro tipo de información muy útil en Asia: los movimientos bancarios, gracias a los cuales se pudieron detectar desde movimientos infundados a cuentas sospechosamente inactivas que podían estar indicando la presencia de un enfermo en soledad.
Cuando ya la pandemia hacía estragos en gran parte de los países de la UE los siete grandes operadores telefónicos del continente se comprometieron a entregarle a las autoridades en Bruselas datos de localización de sus ciudadanos que sólo servirán para ver cómo se difunde el virus territorialmente y si se están o no cumpliendo las medidas de aislamiento social. Aquí también los resultados están a la vista.
¿Y por casa cómo andamos?
En América Latina los usos del big data contra el virus son casi tan utópicos como la posibilidad de encontrar alcohol en gel en un escaparate de un supermercado. La mayor parte de los países de la región han optado por negar inicialmente la crisis (Brasil o Ecuador) o por recurrir a medidas de autoritarismo de viejo cuño, como el dictado del estado de sitio en Chile o Bolivia, de dudosa efectividad para prevenir contagios según la epidemiología moderna.
En Argentina, sin embargo, se desencadenó la semana pasada una polémica pública cuando la ministra de seguridad Sabrina Frederic admitió que se realiza ciberpatrullaje para colaborar en la detección de casos sospechosos y en el cumplimiento de la cuarentena. Como usó lo que ella misma denominó luego “una expresión desafortunada”, al hablar de testeo del “humor social”, le saltaron al cuello los diarios del establishment, encabezados por la “tribuna de doctrina” de los Mitre que no dudó en dedicar toda la edición del domingo a la supuesta “reaparición” del “gen autoritario peronista”.
En la polémica que intentaron instalar se les escaparon algunos detalles: en primer lugar, que la tecnología que se utiliza la compró la mismísima Patricia Bullrich en Israel y que fue utilizada por el gobierno del PRO con objetivo de cyberespionaje, es decir, de búsqueda de información personal de ciudadanos sobre sus tendencias políticas que desencadenaron en una serie de detenciones insólitas a twitteros y usuarios de Facebook por cuestiones tales como poner una frase ofensiva contra el presidente o un ministro. Y que el ciberpatrullaje que luego explicó mejor Fréderic es algo bien diferente: se utilizan programas de análisis de big data con el objetivo de buscar palabras que indiquen la presencia de enfermedad en usuarios todavía no detectados o posibles estallidos sociales en barrios vulnerables afectados por la cuarentena obligatoria.
Lo que vendrá
Metidos en esta polémica que se entrecruza con los efectos devastadores de la pandemia, filósofos, periodistas, políticos y opinólogos de toda laya se han lanzado durante los últimos días a discutir sobre el uso de metadatos para combatir el coronavirus. Más allá de liberatarios o ultraconservadores, coincidentes en defender la privacidad de los individuos a rajatabla, emerge un consenso a nivel mundial sobre el cambio que significará el coronavirus en esta materia.
China y los países asiáticos que han recurrido a esta tecnología emergen como los claros ganadores del debate por la simple razón de que han logrado acorralar la pandemia hasta reducirla a su mínima expresión, al menos por ahora. Europa y EEUU no sólo han quedado expuestos en materia de sanidad estatal, sino que además se han visto atados por legislaciones antiguas (en promedio las leyes de la “privacidad” tienen más de treinta años), que por si fuera poco ni siquiera han logrado cumplir con su objetivo primordial, ya que el ciberespionaje comercial hace rato que se implementa por parte de los gigantes de internet con el objetivo de maximizar sus ganancias.
Conclusión posible: el dilema no debería estar puesto en torno a la protección o no de los datos individuales de los usuarios, sino al uso al que se destinan esos metadatos. Si quienes tienen acceso a ellos, coinciden los expertos, los utilizan para el comercio desleal o para el control político, la crítica es justificada. Pero si el big data puede ayudar a detener la peste, bienvenido sea el big brother.
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