Enseguida los medios pusieron el acento en el tema de las redes de pornografía infantil y se rumorea que el médico podría ser juzgado bajo este cargo. Pero detrás de esta perversa trama hay chicos que han sufrido violencia en sus cuerpos, algo de lo que se habla muy poco.

Se está hablando mucho de pornografía infantil y poco de abuso. Los chicos cuyas imágenes puso en circulación el pediatra Ricardo Russo fueron objeto de un abuso previo y planificado en función de la propia satisfacción sexual y de abastecer a un mercado en crecimiento que no solo consume imágenes sino que, para poder ser abastecido de ellas, requiere de uno o varios abusadores que hagan el “trabajo sucio”. Ponerlo en términos absolutamente mercantiles, aunque no deje de ser una descripción parcialmente correcta, elude otras dimensiones donde la responsabilidad individual del abusador queda desprovista de su contexto. El pediatra es simplemente un perverso (de los peores, por cierto) pero, por el hecho mismo de que se lo califique como tal, permite que la sociedad se despegue de los hechos. Como si el mundo que habita el abusador fuera otro que el nuestro. No se trata de plantear que la sociedad es cómplice de Russo sino considerar que hay circunstancias que crean la atmósfera para que su perversión se despliegue y se comercialice.

Ampliemos un poco el ángulo de mira. Las encuestas sobre comportamiento sexual, entre las cuales las más famosas son las llevadas a cabo por Freund y Costell en 1970, el conocido informe Kinsey en su edición de 1975 o los estudios de Hall en 1995 registran que casi un 25 por ciento de los adultos consultados reconoce haber tenido alguna vez fantasías sexuales con niños. Apenas una muy mínima parte de ese universo encuestado llevó esas fantasías a la práctica, como sí lo hizo Russo durante mucho tiempo protegido por la impunidad que le da la relación privada entre médico y paciente. Es llamativo que, al menos por ahora, no se hable de lo que hacía el pediatra en su consultorio privado, sino que a esa inpunidad se suma el hecho de que trabajara en su mayor parte con una población de escasos recursos. En esto también, como en otros aspectos, la pedofilia es la puesta en práctica brutal y devastadora de un desnivel, en este caso social. No es sorprendente, la mayoría de los curas abusadores elegían a sus víctimas entre los sectores carenciados y con niños sin un entorno familiar donde poder contar lo que les habían hecho.

La cuestión merece ser analizada más allá de números estadísticos. La sexualidad no es un territorio de límites claros ni lo que sucede allí es pasible de ser trasladado a criterios de normalidad, que puedan ser definidos de manera taxativa. Justamente la regulación fija de la moral tiene su contrapartida en el relativismo, cuya afirmación más extrema es sostener que el propio deseo es un valor supremo y que por lo tanto se justifica que todo se subordine a él. Un planteo que podemos encontrar, por ejemplo, en los textos del Marqués de Sade, quien llega a justificar el asesinato en función de satisfacer el placer del victimario, siempre que esté integrado en una escena sexual. Cualquiera de las dos posiciones, una moral impuesta desde afuera, o justificada simplemente en la voluntad soberana del sujeto de deseo, están en la trama de esta perversión que hoy parece central y que se conoce con el nombre de pedofilia. Y que recorre un signo de estos tiempos, la psicopatía y el convertir el deseo de posesión –de objetos o de personas- en su cumplimiento sin que haya barreras.

Si se logra salir del cepo conceptual que implica el rechazo basado en valores exteriores o bien la aceptación que se sostiene en reivindicaciones individualistas, se puede avanzar en las relaciones que mantiene la pedofilia con otras zonas de la sociedad, y su constante amplificación, ayudada por Internet. Para decirlo de otro modo, no es una supuesta pérdida general de valores lo que la fomenta y menos aún, como sostienen sus defensores, un avance de la libertad sexual. Pero es de allí de donde se puede empezar el análisis.

Nuestra relación con la sexualidad requiere de ciertas posiciones éticas (que no necesariamente pasan por pautas morales acordadas socialmente, que son variables en términos históricos) frente al deseo de los demás y frente a nuestro propio deseo. El paso de la fantasía a su concreción tiene que ver con esta ética. El comportamiento pedófilo no se inscribe en ninguna ética, en la medida en que impone su deseo por encima de alguien (en este caso un niño) cuyo deseo tiene rumbos confusos y sobre el cual carece de control. Esto hace del abusador un victimario absoluto y del niño una víctima absoluta. Aquí no se pueden invocar –aunque algunos defensores de la pedofilia, religiosos y laicos lo hagan- cuestiones de consenso o de deseo de la víctima.

Lo que no se plantea es que existe actualmente un estado de cosas que propende a la expansión y a la industrialización del abuso de menores y de la pornografía infantil. Seguramente esa situación tiene mucho que ver con las nuevas lógicas, los nuevos estándares morales y las diferentes éticas del deseo que conlleva la vida cotidiana en el capitalismo salvaje, cuya explosión coincide –aunque no se pretende postular una causalidad mecánica- con la ampliación de la pedofilia y del circuito que ronda a su alrededor. Entonces, como ocurre con otros fenómenos, su propia complejidad los hace de mucho más difícil resolución. Mientras la depredación de los abusadores tenga a su favor un cierto clima de época, la primera medida y probablemente la única en el corto plazo es proteger ese bien –en este caso la infancia, y sin distinción de clases sociales- que está en constante amenaza. Y la protección no pasa por medidas espasmódicas. Se hablará de Russo por unos días, la ministra de Seguridad seguirá haciendo hincapié en la cuestión de la red de pornografía infantil a la que busca homologar con el narcotráfico que es su campo de batalla favorito. Es un problema que en verdad se instala en el cruce de muchas de las cuestiones que la sociedad actual no ha logrado resolver. Y frente al cual prefiere muchas veces el silencio.

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