Los pueblos se quiebran, se equivocan, dan vivas al invasor, aplauden a quien le oprime, escupen para arriba. La alienación hacia un poder hegemónico produce el oscuro espejismo que disuelve colores y matices.
En las arenas bailan los remolinos.
(Atahualpa Yupanqui)
Para llegar al sitio donde realizará su iniciático trabajo de campo, el joven etnólogo ha tomado un avión, luego un tren, después un bus y ahora se encuentra dentro del único medio de transporte del lugar: la caja de un camión. Lo comparte con un abigarrado grupo de lugareños que retornan a sus aldeas de origen, esparcidas en el medio de esas selváticas, escarpadas sierras. Se destaca entre el conjunto; pese a no considerarse alto, se eleva al menos un palmo sobre las cabezas de los otros pasajeros y, además, es blanco, pese a que en la ciudad y entre sus amigos su mote era “el Negro”. Difiere además en el aspecto de sus ojos, redondos frente al corte rasgado de sus compañeros de viaje. En la oscuridad pueden ser chinos, japoneses, coreanos, coyas, mapuche, aymaras, siux, trobriandeses, nambikwara; todos iguales.
Llueve a torrentes. Ya es de noche y desde algún lado del montón emponchado surge una voz que le avisa, Señor, ha llegado. El etnólogo se incorpora mientras una mano solícita baja la tapa trasera del camión a fin de facilitarle el descenso. Gentil detalle; su ojo antropológico se había percatado de que quienes bajaban antes que él debían saltar el escollo, sin miramientos. Las luces de posición del vehículo iluminan con un tenue rojizo el lodazal horadado por la huella. Allí mismo, abajo, observa atónito que un indio, uno de los que le acompañaban en el trayecto, se encuentra en cuatro patas al pie del camión. Con cordialidad el blanco le pide que se corra y, en un susurro, a su lado, otro le informa que precisamente ese hombre guarda semejante posición para que usté, Señor, tenga un escalón y no se embarre. Poco importaba que un metro más acá o más allá de todos modos el fango cubriría sus botas por encima de los tobillos: era el hecho.
Los pueblos se quiebran, se equivocan, dan vivas al invasor, aplauden a quien le oprime, escupen para arriba. Acaso no todos, pues los pueblos jamás son homogéneos; pervive en sus entrañas la diversidad, el narcisismo de las pequeñas diferencias, más no sea. Es que la alienación hacia un poder hegemónico produce el oscuro espejismo que disuelve colores y matices: prima esa noche donde todos los datos son parcos.
Quinientos años de sometimiento no se quitan así nomás de un día para el otro; parecen funcionar en automático, a control remoto. La perspectiva vulgarizada de la historia da a entender que los tan diversos pueblos amerindios se rindieron sumisamente a un puñado de conquistadores españoles que se impusieron por el temor a la cruz, al caballo y a las armas de fuego, con la complicidad de las enfermedades infecciosas importadas. No es tan sencillo, asegura el doctor Juan Pablo Ferreiro, etnohistoriador multicultural y binacional, para quien “la explicación estándar es la vigencia de la ideología colonial que transforma unos cuantos siglos de conflicto y enfrentamiento en una rendición mas o menos sumisa” que nunca existió. Solo hay que recordar -agrega- que, para el Chaco, por ejemplo, “el último combate se desarrolló en 1919 (Fortín Yunká)”. En el NOA y en la región andina en general “la situación es distinta debido a la diversidad y grados de enfrentamiento entre los diversos pueblos”, mientras que en la Patagonia “hay que advertir que la emergencia actual de identidades supuestamente desaparecidas hace siglos indican el sentido opuesto: reaparecen allí donde y cuando se dan condiciones mínimas” tanto de cohesión interna como de amenaza externa, operando en forma recíproca, dándose mutuo impulso, en una contradicción que a medida que se extiende, se reactualiza. Retrospectivamente, acota el antropólogo Ferreiro, y como consecuencia del planteo anterior es que estos pueblos originarios “no habrían estado más organizados, sino exactamente lo contrario; habrían sido los portadores de formas diversas de organización con muy baja centralización, al contrario de los conquistadores”, férreamente instituidos bajo una estrategia central más homogénea que la de sus conquistados.
Si embargo, aunque plausibles, tales razones no alcanzan a dar cuenta de la perdurabilidad de las maneras de sumisión, si se sigue tomando el caso del indio que pone su cuerpo para que el hombre blanco lo pise a modo de escalón para que no se embarre. O que se trate de una mera -aunque, al punto de vista occidental, extrema – forma de cortesía, análoga a la del caballero citadino que cede el paso a la dama al atravesar una puerta, cuyo sentido es radicalmente opuesto en tanto el varón es el sujeto y, en esta escena, la mujer el objeto. En la ocasión de que el acto del indio de marras tuviera el sentido (tan contrario a los usos y costumbres de la moral media occidental y blanca) de la cortesía propia del caballero burgués frente a la dama del segundo caso, la aparente sumisión se convertiría en ironía, invirtiéndose el sentido, donde el aborigen sería sujeto (masculinizado) y el tipo blanco el objeto (feminizado, mutatis mutandis).
Lo que, por otra parte, en esa escena emergía para el sentimiento vulgar al modo de incuestionable evidencia como una “interpretación”, pasa a ser, en la dialéctica de los términos recién aludidos, una mera “traducción”. Que como tal siempre traduce a la lengua materna, narcisista, etnocéntrica, traidora. Lo que hace, dicho sea de paso, correlato con cualquier “traducción” infatuada de “interpretación”, ya sea histórica, psicoanalítica, sociológica, humanista o algebraica.
Pues tales formas y fórmulas, al fin y al cabo, resultan análogas al intento de adjudicar cierta candente actualidad al Síndrome de Estocolmo: ese que presume a la víctima encandilada hasta el enamoramiento por su victimario. Hipótesis psicologista donde predomina la idea de un individuo aislado, propietario privado de su albedrío, desfasado tanto del prójimo como de la Historia. Por qué un pueblo apaña y hasta sufraga en favor de quien lo expolia, parece albergar razones hamletianas, acaso porque allí confluyen variables de distintos órdenes. Complejidades poco accesibles a la reflexión académica, malacostumbrada a los abordajes monoculares, propios de su calificación diversificada.
Resulta un reduccionismo psicologista (¡otro!) instalar al neoliberalismo cuan privilegiado productor de subjetividad, como si ésta no existiese per se ni le antecediera, o hubiese existido un modo de producción dominante que no lo hiciera. En tanto modo de producción hiperconcentrado, aquél funciona en correlato con el oligopolio mediático, condicionando -sin determinar- la hegemonización de las subjetividades.
Dependería, en todo caso, de la idea que los actores tienen de su lugar en cada situación y de la relación que guardan con los otros sujetos que allí participan. A esta entelequia, a partir del siglo XIX se la denominó, sucintamente, ideología. Materialidad que opera por fuera de las conciencias, rigiendo actitudes y conductas, organizando pensamientos, imponiendo morales. Eran tiempos de Revolución Industrial y las cosas estaban bastante claras: los burgueses eran propietarios de los medios de producción en los que no trabajaban. Lo hacían los obreros (o proletarios) que vendían su fuerza de trabajo, única mercancía que poseían para ofrecer en el mercado. El precio de la misma se regulaba merced a la disposición del patrón, los valores del mercado y la presencia de un lumpenaje operando como ejército industrial de reserva. Cada clase defendía, mal que bien, lo suyo y todo parecía bastante evidente.
La institucionalización de las organizaciones de la clase trabajadora hacia mediados del siglo XX en la Argentina otorgó derechos, cohesión, movilidad social, identidad y una suerte de conciencia de clase que extendió el horizonte más allá de una restricta economía de subsistencia. Incluso, otra vez mutatis mutandis, los bárbaros quisieron ser romanos. Algunos. Otros persistieron. Por encima de tal diversidad se desarrollaron redes de solidaridad que cubrieron la casi totalidad del espectro, abarcando de la inserción en el modo de producción hasta la vida parroquial y doméstica. Pues, como la clase, la aldea, el barrio contiene, identifica, protege, otorga afinidad y filiación, un habla propia.
Práctica que se encargó de comenzar a aniquilar sistemáticamente la dictadura cívico-eclesiástico-militar (1976-1983) no sin el antecedente de las tiranías de las anteriores décadas y las posteriores, de facto o no, con el individualismo neoliberal como dogma, lanza y estandarte. Como suele suceder, el devenir histórico marchó más rápido que las organizaciones sociales formales que le dan cuerpo. La otrora (más o menos) monolítica clase trabajadora, sin ir más lejos, se fracturó en al menos tres grandes sectores: los trabajadores formales (en relación de dependencia, sindicalizados, con derechos sociales, etc.) obtuvieron y perdieron alternativamente alguna capacidad de acumulación. Los trabajadores informales (cuentapropistas, despojados de toda cobertura) pasaron a situarse en una posición subalterna con relación a los anteriores. Mientras que los desocupados (objeto del oxímoron “trabajadores desocupados”), en masa creciente, se atrincheraron en su propia retaguardia mediante el despliegue de un sálvese-quién-pueda, a la sazón compatible con el ideario neoliberal, que pasaba a teñir el cuerpo social en todas direcciones. Los ideales burgueses entraron en franco desplazamiento merced al avance del glaciar lumpen: desprecio por la cultura del trabajo, abolición dela historia, crecimiento de los microracismos, hiperindividualismo, alienaciones surtidas. El lumpenaje, por cierto, deja su rol principal de ejército industrial de reserva para convertirse -al decir del antropólogo Ferreiro- en una “fuerza de choque multisituada”, utilizada al mejor postor por todos los bandos. Ha cambiado su función: ya no vende su “fuerza de trabajo” a fin de abaratar el valor general de la misma en el mercado laboral, sino que se especializa como grupo de presión, material. De presión y/o ideológico. Sólo cuentan como número, como amenaza. La sociedad toda ideológicamente se lumpeniza, al serle imposible a cada clase identificarse con (ser parte de) su lugar en la relación valor/trabajo.
Amenazados en sus fuentes de trabajo y en sus bienes personales (la mistificación encubridora de la “seguridad”) por éstos últimos, por su parte los informales trazaron una alianza ideológica de facto con la pequeñoburguesía (propietarios que trabajan en su medio de producción, profesionales, funcionarios de servicios), que a su vez aspira a ascender en la escala a través de la obtención de los fetiches que caracterizan al poder económico. De esta manera se instituye el principio “Tener es Ser” o, dicho de otro modo: poseer los mismos objetos de las mismas marcas (o sus etiquetas) que la burguesía, desata el hecho fantasmagórico de pertenecer a la misma. En semejante tesitura, si la dictadura había dejado como herencia una enorme tumba oscura y vacía en cuyo fondo yacía una moto Kawasaki y un walkman, el neoliberalismo del siglo XXI instala el Audi, el traje Armani, la selfie y el winner. Eso sí: con una meditada respiración profunda al ritmo de cítara. Formas perversas de vínculo a través del prestigio social que suplen la relación entre los sujetos sociales por meras relaciones entre cosas.
Más que clima de época, son los universos materiales y simbólicos que le resultan afines, en que cada cultura a su debido tiempo se desempeña, lo que otorga contenidos a los actos. Es a partir de esa afinidad con los dispositivos de mercado (y mercadeo) que resultan isomorfos -según teoriza el sociólogo Diego Sztulwark- y atraviesan el conjunto del tejido social, lo que les permite a las clases dominantes desarrollar políticas de alineación y alienación automáticas. Quiebre de la diversidad, -sin desintegrarla- opera sobre las acciones de pensamiento y en este aspecto cobra función ideológica, allí donde interpela a los individuos de la especie sapiens como sujetos históricos, precisamente sujetados imaginariamente al universo simbólico que tanto les precede como les sucede. La descomposición ideológica asimila fragmentos de la dominante y actúa en todas direcciones, generando una renovada alienación. El Poder, a través de los medios, la coagula.
Modo de producción poscapitalista, el neoliberalismo se muestra como la etapa superior del imperialismo, donde por vez primer la riqueza deja de surgir de la producción del Capital para hacerlo de la especulación. La figura del capitalista clásico, burgués y apoltronado, pasa a convertirse en el esclavo del financista neoliberal, hacia el cual el poder de aquél se desplaza.
Cómo se reconfigura la forma de apropiación del trabajo social excedente, medido en dinero (la plusvalía), ilustra el mecanismo: ya la ganancia deja de emanar en forma exclusiva del producto del trabajador frente a la máquina, advierte Sztulwark. La generación del valor comienza a tornarse inasible, casi de mensura imposible, con lo que lejos de diluirse la plusvalía, todo trabajo pasa a convertirse en ella. Cuando tal extracción comienza a regirse por las finanzas, la burguesía deja de ser la clase que interviene en la sociedad a fin de organizar la producción. Desata el espectro de la autonomización productiva, con lo que distintos sectores pasan a organizar la producción por motu proprio. Las formas de dominio quedan a merced de las fuerzas exteriores a la producción propiamente dicha (bancos, financieras, tarjetas de crédito, monedas, forma de endeudamiento, etc.) que pasan a regirlas al dedicarse exclusivamente a capturar riqueza social, sin interesarse ni preguntarse cómo tal riqueza se produce. El beneficio que antes obtenía el capitalista al ser realizada la mercancía es reemplazado por la renta mediante bienes mistificados como títulos de propiedad, acciones, bonos, dispositivos bancarios: bicicleta bah. En cierto aspecto, la plusvalía se enajena a sí misma, desdoblándose: está la que el capitalista le expropia al trabajador, que a su vez se subsume en la que el financista le extrae al capitalista. Los valores inherentes a la clase obrera así se precarizan, eludiendo todo marco de referencia donde reconocerse dentro de la cadena productiva. Una de las singularidades del sistema es la oscilación del grado de extracción de plusvalía que desata la creciente precarización laboral y -acota Daniel Cecchini-, en este marco, el ciclo donde el dinero se reproduce a sí mismo a través de la ya mentada especulación financiera, generando la paradoja de producir su propia plusvalía.
Entonces los eslabones de esa cadena estallan, la serie se achata, se invierte en una suerte de perversión en cinta de Moebius donde el significante deja de representar al sujeto para otro significante y pasa a representar al mismo significante frente a cualquiera. Falsificación del lenguaje, reino del eufemismo, reemplazo del saber por el coaching. Para ilustrarlo con una imagen clasista, de democracia falsificada: el pibe de la villa miseria luce la marca Nike al tiempo que el hijo del CEO baila cumbia villera.
En contraprestación, lo atinente al desenvolvimiento colectivo -a la socialización- resulta demonizado en tanto y en cuanto atenta contra una reciclada dialéctica del amo y del esclavo, en la construcción ideal donde poseer los atributos exteriores implica convertirse en eso. Estalla de tal modo el vínculo entre el tiempo social necesario para producir una mercancía y el valor de uso de la misma, en una mutante alienación de la teoría del valor/trabajo tal como la venía comprendiendo la teoría económica marxista clásica. Y con tamaña imposición del fetichismo de la mercancía, explota asimismo el sistema de redes de solidaridad social construidos -mal que bien- en la etapa de acumulación inmediatamente anterior. Y con ello las identificaciones de clase, las pertenencias, los marcos de referencia. En términos doctrinarios característicos del movimientismo político argentino, los niños dejan de ser los únicos privilegiados, la clase trabajadora abandona su condición de columna vertebral protorevolucionaria, la bandera de la justicia social es arriada hasta la ignominia, la independencia económica se disuelve y la soberanía política pasa a ser una entelequia enterrada bajo las nuevas formas de dependencia poscolonial.
Pues, con el neoliberalismo, el valor de la mano de obra va dejando de ser el trabajo social necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo, es decir para su subsistencia. Factor que describe el eufemismo estadístico “necesidades básicas insatisfechas”. El precio de la mano de obra pasa entonces a ser sustituido por un asistencialismo clientelista y prebendario que oscila de modo funcional a los requerimientos del poder que lo otorga. Es este valor de estado alterado el que, al materializarse como significante en objeto, status o don, cobra la condición de fetiche. Convirtiéndose por lo tanto en unidad de mensura, válido tanto para el “puntero” del barrio más miserable, como para el “executive” de la multinacional más rapiñera.
En tanto, para el trabajador activo, la destrucción de la cadena valor/trabajo opera bajo la mascarada meritocrática del eficientismo, etapa superior del exceso perverso. Apólogo de un dispositivo ejemplar, entre otros, es cuando el Capital transforma en masa a la mano de obra a través de la demanda de objetivos o metas productivas de tamaña desmesura que resulta imposible cumplir. Con lo que el conjunto de trabajadores queda reiteradamente en falta con sus patrones, lo cual no sólo les sirve a éstos a fin de justificar cualquier latrocinio sino también a abonar la farsa que convierte al obrero en un Aristóteles creador, agradecido de Alejandro de Macedonia. El efecto estructural redunda en la inversión fantasmagórica de la cadena de producción de valor, por la cual, ahora éste emana de los bienes supuestos que el propietario cede al trabajador para que este implemente su fuerza de trabajo. Dicho rápido: el patrón le hace un favor al obrero al permitirle trabajar. Maniobra con la cual el segundo incorpora como propias algunas -si no muchas de- las categorías ideológicas del primero: ensoñación diurna más que espejismo de que -como afirmáramos- con compartir tales premisas la calabaza se convierte en regia carroza.
Descripto en términos estructurales: el carácter especulativo del neoliberalismo reemplaza las relaciones materiales de producción por asociaciones imaginarias de especulación. Quiebra de tal modo ese escudo simbólico que cada clase social (a la vieja usanza) ostentaba a fin de identificarse con (ser parte de) su lugar en el modo de producción (burgués- pequeño burgués -trabajador -lumpen). Correlato en el campo de la socialización es el estallido de las redes de solidaridad sobrevivientes. El sujeto histórico, ser social, queda aislado, reducido a su condición de individuo de la especie, suerte de organismo biológico permeable al pensamiento mágico, al discurso salvacionista, en cualquiera de sus variantes, a la sazón coincidentes en el apotegma de que el mero deseo (el anhelo personal, en rigor) individual construye el principio de realidad; más aún, constituye la realidad histórica misma.
Reconstruir los vínculos que vuelvan a anudar las redes de solidaridad social por debajo y por encima de las posiciones relativas en los medios productivos, pasa entonces a ser la tarea principal de cualquier agrupamiento sociopolítico que aspire a combatir de modo efectivo el tsunami neoliberal. Ninguna otra cuestión que el ejercicio creciente de una “nueva humanidad” como la alguna vez impulsada por Guevara, superación del “hombre nuevo”, capaz de quebrar el aislamiento a través de prácticas sociales, concretas y materiales, construidas mediante una ética ex post facto. Lejos de constituir una utopía, el germen de tales movimientos se percibe en los agrupamientos de mujeres, de minorías sexuales, étnicas y culturales que pujan por el reconocimiento de sus derechos. Así como de los científicos, artistas, estudiantes, y organismos de DDHH, sumados a las asociaciones de inquilinos, consumidores y en general damnificados por (telefónicas, compañías de cable, obras en construcción, cadenas de supermercados, supresión del fútbol para todos, etc., en fin…) los abusos de cualquier poder, institucional o no. Es decir, por aquellos colectivos que avanzan desde los márgenes, desde las esferas más alejadas de la socialización y por ende también menos próximas a los controles del poder central y de los aparatos represivos e ideológicos del Estado. Efectos paradojales de la economía burguesa, encierran la simiente de la sociedad que aspira a reemplazarla.