Miradas a vuelo de pájaro de lo que sucede con nuestros estados de ánimo a dos años de pandemia. Una catástrofe que padecemos en los corazones y que desde el bocho no terminamos de entender, ni de ver, ni de totalizar y mucho menos de poder proyectar .(Foto de portada: AlexTimmermans)
Y no digamos ya que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, y lo que mayor cosa es y casi increíble, los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban visitar y atender. Por lo que a quienes enfermaban, que eran una multitud inestimable, tanto hombres como mujeres, ningún otro auxilio les quedaba que o la caridad de los amigos, de los que había pocos, o la avaricia de los criados, además no acostumbrados a tal servicio, que casi no servían para otra cosa que para llevar a los enfermos algunas cosas que pidiesen o mirarlos cuando morían”.
El párrafo pertenece a las primeras páginas de El Decamerón de Boccaccio, escrito a mediados del 1300, recordado por sus cuentos amorosos y eróticos, por la película de Pasolini, mucho menos por esos pasajes tristísimos de la peste bubónica que azotó a Venecia –cien mil muertes en la potencia emergente-. Mil veces pide disculpas Boccaccio por referir a la peste y deprimir a los lectores. Varias otras veces entrecomilla una palabra -“sepultureros”-, a los que trata como criaturas degradadas que palían su miseria lucrando con el cadáver ajeno. La entrecomilla como si acabara de inventar el vocablo, un neologismo. La mirada de Boccaccio sobre el comportamiento humano durante la peste no es edificante, aunque puede que sea profética. Las cosas mejoran solo cuando siete damas distinguidas y algunos jóvenes a su altura se deciden a abandonar la ciudad podrida para instalarse en una casa de campo o palacete. Miami. Punta del Este.
R., la psiquiatra amiga, dice: “Nunca mediqué tanto en mi vida. Antidepresivos a rolete. A veces dudo de mí misma, de lo que estos haciendo”.
Otra psicoanalista y psiquiatra muy cercana: “Estoy harta, estoy harto”. Dice que es la frase que más se escucha en los consultorios de terapeutas de toda índole o corriente. Y dice que se han escrito toneladas de cosas sobre la pandemia y el sufrimiento humano. Tantas toneladas que agobian a los propios profesionales. Textos que no necesariamente nos llegan a todos, ni a los medios, ni a los encerrados en sus casas o sus cráneos, ni permiten tener una visión cabal de lo que está sucediendo en el país y en el mundo.
En la orilla de la pileta de un edificio de Belgrano una piba de 21 o 22 años, compleja, nada tonta, sensible y muy lúcida, cuenta que los pibes de su edad, tras el relativo retorno de la “normalidad”, andan muy acelerados. Que no se escuchan, que se enciman en charlas superpuestas, vertiginosas, haciendo como si no hubiera pasado nada ni sucediera nada, ninguna pandemia. Como el tango de Gardel: “No existirá el dolor”.
Mail de OSDE del 17 de enero pasado. Lo transcribo: “Tercera ola: queremos compartir con vos información importante. Queremos contarte cómo estamos resolviendo las dificultades con las que nos encontramos en esta tercera ola de pandemia. La tercera ola de contagios de COVID 19 llegó al mundo con una fuerza inusitada, con cifras que multiplicaron los récords de las dos anteriores y dieron como resultado la situación epidemiológica actual: la mayor demanda de atención médica y de hisopados a nivel nacional desde comienzos de la pandemia”.
El mail explica luego que la masividad de las vacunaciones y la menor letalidad de la tercera ola alivia la cosa. Pero:
“Por el pico de contagios y las sospechas por contactos estrechos las llamadas a nuestras líneas de urgencias se incrementaron en un 830% y las solicitudes de servicio del médico de cabecera virtual crecieron y se gestionaron en un 1700% más respecto al mes anterior”.
Quizá los números no sean rigurosos, el mail es un pedido de disculpas literal, seguramente los pacientes-clientes de OSDE andan a las puteadas por lo que garpan. Como sea, el mail en sí es un retrato de época.
Los mejores, innumerables textos que hablan de la pandemia (y que, de nuevo, no necesariamente llegan a todos, ni a los departamentos cerrados ni a los cráneos y corazones cerrados) la describen como a un cataclismo, un hecho inédito en la historia de la humanidad moderna, aunque haya habido otras pestes a lo largo de la historia. Una catástrofe humanitaria global, plagada de muerte, que causa estragos en la salud psíquica de medio mundo, en la cultura, en los modos de convivir, en los lazos de solidaridad, en el aumento siniestro de las desigualdades preexistentes, en la potenciación paroxística de los odios y las polarizaciones, en la economía.
Alicia Stolkiner escribió esto en el portal Soberanía sanitaria, dirigido por Daniel Gollan: “La magnitud de la afectación planetaria, la deficiente respuesta de países que se consideraban ‘desarrollados’ y la definitiva caída de certezas con respecto al futuro de lo humano en sí, construyen un escenario inédito. Pareciera que asistimos al desequilibrio catastrófico de un sistema hipercomplejo de alta inestabilidad, la economía-mundo capitalista en su faz financiera”.
…se cuecen habas
En todas partes es parecido. España. Artículo de un psiquiatra llamado Manuel Desviat, consultor de la OMS. El texto apareció en un portal llamado Contexto y Acción. Así como Socompa lleva el sobrenombre “Periodismo de frontera”, este otro tiene un eslogan divertido: “Orgullosas de llegar tarde a las últimas noticias” (en el portal mandan las mujeres). Lo que dice Desviat es como decir de Macri a la pandemia, o de Guatemala a Guatapeor:
“La salida de la Gran Recesión iniciada en 2008, o mejor dicho, el cómo se gestionó esa crisis, rompiendo barreras constitucionales que protegían la sanidad y otras prestaciones esenciales, llevó a la mayoría de la población a la precariedad y la desigualdad con un alto coste que aún perdura, en malestar ciudadano cuando no en claro sufrimiento psíquico. Los dispositivos de salud y, específicamente los de salud mental, se inundaron de parados (desocupados), personas desahuciadas, incertidumbre y miedo al futuro. A falta de lazo social y del útero social del Estado, de agenda política o diseño de futuro, la ausencia de cauces para canalizar el desespero, el duelo por las pérdidas, la humillación, el miedo o la cólera se incardinaban en el cuerpo y la mente: ansiedad, pánico, melancolía, agitación o paranoia”.
Escribe después Desviat: “La pandemia de salud mental vendrá luego cuando acaben los periodos de alarma y la omnipresencia del contagio”. Y cita a una colega suya, Carmen Cañada: “La locura (el sufrimiento psíquico) no es más que la expresión de aquello que nos oprime y que no podemos digerir. El confinamiento agrava todas estas circunstancias. Hay casas en las que se respira mucha violencia y en las que nadie desearía estar encerrada. Hay personas muy solas. Hay gente en situaciones de extrema pobreza y gente que la ve venir por la ventana. También se agudizan las diferencias de clase, no parece bueno para la salud mental confinarse en una casa pequeña, sin calefacción, sin luz, o teniendo que compartir habitación con varias personas”.
Esto fue escrito en mayo de 2020. La “pandemia de salud mental” ya está acá y tendrá tiempo de ponerse bien robusta.
Sustantivos reiterados pero imperiosos para hablar de la cosa: incertidumbre, miedo, bajón, confusión, desconfianza, stress, violencia, odio, pérdida de sentido, aislamiento, desadaptación, depresión, angustia, ansiedad, dolor, duelo, ceguera, ignorancia, lucro, pobreza, resentimiento, culpabilización, separación, placer de odiar, fabricación del odio, fanatismo.
Los pibes, los veteranos
Los más golpeados y sufridos, en eso hay acuerdo, los jóvenes. Jóvenes que ya venían mal (disculpas por la generalización). Por los hijos propios y de otros sabemos o creemos saber: crisis de ansiedad, ataques de pánico, dificultades serias para armar y sostener parejas, o la propia vida. Pongamos en pausa las “libertades” que (seriamente) perdieron los pibes, o veinteañeros y más, en pandemia. ¿Y antes? El que escribe tiene una rara noción, intuición o hipótesis acaso errónea sobre los pibes y la libertad. Es como que no la conocen del todo (acaso sí en la relación y conflictos con los padres o hermanos, seguramente sí la vinculada a los feminismos), es como que no aprehenden la noción y las ventajas de la libertad. O es que la conocen a medias, la tienen ahí medio guardada y se cagan en las patas acaso por no saber qué hacer con ella.
En la era de la pandemia, el fin del mundo y las distopías uno, como veterano, se conduele de eso. Le duele. También le da (injusta) rabia: ¡pónganse las pilas! ¡Vivan la vida con Cafeaspirina! Nosotros, tan genios, que pasamos de Elvis a Los Beatles y de Los Beatles a Woodstock, para ganar libertad. Nosotros, los del amor libre, la píldora, el baby-boom. Nosotros que la peleamos con nuestros viejos y contra los generales. Nosotros y el Mayo Francés, Vietnam. Biafra, las dictaduras, los procesos de descolonización en el África. Nosotros, rock nacional. Nosotros, estados de bienestar a tope. Nosotros, para la libertad, sangro, lucho y pervivo. Dejen de llorar. ¿Por qué lloran? ¿Qué mundo del orto hicimos, nosotros, que sufren tanto los pibes?
Esto último seguramente en las clases medias y altas. ¿Y más abajo? ¿Los que “matan por unas Nike”? ¿Cuántos años hace que hablamos de los pibes pobres que presuntamente delinquen o se van al carajo porque están imposibilitados de tener “un proyecto de vida”, “un sentido de futuro”? ¿20 años? ¿30 años? Qué hermosa involución la de los años de democracia. Y ahora, para más anemia, pandemia.
Libertad y rebelión. ¿Podrían nacer y desarrollarse Los Beatles en la segunda década del siglo XXI?
No falla. Uno postea la mala noticia de la muerte de un ser querido, padre, madre, hermano, amigo, compañero, artista o intelectual querido y van los campeonazos de la solemnidad y la cuadratura y gritan: ¡Hasta siempre! ¡Hasta la victoria! ¡LOMJE! No, hermanito, hermanita. No soy el Che, no somos el Che, no queremos o podemos ser el Che 24×24 en la era de la pandemia y el fin del mundo trastornado. No se trata de compañeros desaparecidos, ¡presentes! Eran simples buenas gentes, pequeños seres humanos queridos, endebles como todos y como todo. Murieron por covid, de cáncer, por un accidente cerebro-vascular. No me griten hasta siempre, por Dios. Yo, bajoneado, solo quiero ser un enfermero. Frase que –más en pandemia- le iría bien al presidente Alberto y a su gobierno: Yo solo quiero ser un enfermero.
En algo Facebook se asemejó al diario de La Nación: hoy es una página de avisos fúnebres.
Escribió mi cuñada, Alicia Pahn, psicoanalista y psiquiatra, en un texto que tituló “Dolor”, presentado al Colegio de Psicoanalistas:
“El mundo está enfermo. El dolor, el sufrimiento quedaron expuestos, al desnudo, y cuando esto acontece se genera un impasse, una interrupción de la cotidianeidad, de la rutina, de los automatismos que nos generamos, los que la sociedad nos impone y a los que el sistema nos somete. Se frena la vida física, psíquica y social. Una concentración en el fenómeno doloroso, una retracción de los que nos rodea y de los otros, del hilo narrativo.
¿Deja lugar esa interrupción, este impasse, al pensamiento? ¿O solo se llena de la urgencia para que desaparezca, para tratar de calmar el sufrimiento para que no nos desborde la incertidumbre, el temor, los fantasmas de la mutilación, de la muerte? No es casual la negación, la desmentida, la renegación como vendaje de lo que no se quiere ver o sentir”.
Luego Alicia habla del ay, de la simple interjección ay, el ay entendido “como un grito o mejor, como un pedazo de cuerpo que se interpone en el discurso”. Un ay, síntesis económica, la mínima expresión de lo que el diccionario no refleja. “Una expresividad que requiere de una vía veloz, urgente. No hay tiempo para el dolor. (…)
Ese AY! es puro sufrimiento y sufrir etimológicamente significa AGUANTAR, SOPORTAR. Aguantar el que sufre y aguantar al que sufre”.
De la página web de la Organización Panamericana de Salud:
“Washington, DC, 9 de septiembre de 2021 (OPS). En el marco del Día Mundial para la Prevención del Suicidio, que tiene lugar el 10 de septiembre de cada año, la Organización Panamericana de la Salud (OPS) advierte que la pandemia por COVID-19 ha exacerbado los factores de riesgo asociados a las conductas suicidas y llama a priorizar su prevención.
Diferentes estudios han mostrado que la pandemia ha amplificado los factores de riesgo asociados al suicidio, como la pérdida de empleo o económica, los traumas o abusos, los trastornos mentales y las barreras de acceso a la atención de salud. Un año después del inicio de la pandemia, alrededor del 50% de las personas que participaron en una encuesta del Foro Económico Mundial en Chile, Brasil, Perú y Canadá declararon que su salud mental había empeorado”.
Diario Público, España, 11 de noviembre pasado: “Los peores presagios se cumplieron: los suicidios llegaron a su máximo histórico durante la pandemia. Según los últimos datos publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE), el suicidio se ha mantenido como la primera causa de muerte externa en 2020, con 3.941 fallecimientos, un 7,4% más que en 2019. Son casi 11 personas al día que se quitan la vida -10,8-. Un 74% de ellas varones (2.938) y un 26% mujeres (1.011)”.
BBC, febrero de 2021. “En 2020, las tasas de suicidio en Japón subieron por primera vez en 11 años. Lo más sorprendente es que, mientras los suicidios masculinos descendieron ligeramente, las tasas entre las mujeres se dispararon casi un 15%”.
Los días de picos de calor, de golpe de calor, de 40 grados en medio país color rojo-naranja, los pasé en el campo, la puritita pampa bárbara. El cristianaje en el pueblo más cercano encerrado en sus casitas humildes, alguna con pelopincho. Los perros matungos fundidos al pavimento. La tierra reseca, los hormigueros enormes resquebrajados por el sol y las hormigas sin salir. El campo achicharrado, el aire vibrante, el pasto blanco cortado al ras por los caballos, más tierra dura, caliente y pelada que raíces de pasto. Los caballos nerviosos peleándose en el bebedero, como nunca mordiéndose los cuellos, saliendo espantados al galope, levantando polvo. Las madres yeguas tirándoles tarascones a sus hijos potrillos. Pájaros ahogados en el otro bebedero, hecho con una bañera vieja.
Hubo dos tardes, rayando los cuarenta grados, de un silencio escalofriante. Ni brisa, ni viento, ni canto de pájaros en un área atravesada por un arroyo, que da al Río de la Plata, siempre poblada de mil especies de pájaros y aves. Ni pájaros, ni aves, ni insectos, ni moscas o tábanos, nada. Silencio sepulcral de fin del mundo.
Al día siguiente llegó un vecino, medio amigo, peón-ayudante y guardia cárcel algo kirchnerista. Un tipo durísimo y macizo, con unos puños del tamaño de guantes de box, entrenado además como comando. Nacido, criado y hecho en todas las tareas de campo. Nos contó que en la tarde anterior, caminando por pastizales, tuvo la misma impresión. Él, gaucho de ley hecho y derecho, que se vio todo, cazador de jabalíes, criador de dogos, domador de presos pesados, dijo que sintió en medio del campo que era como en las películas del cine-catástrofe, las de cometas chocando a la Tierra: la fin del mundo.
De regreso a la ciudad, cantidad de caranchos a ambos lados de la ruta. Cantidad inusual. Decenas de ellos posados sobre el pasto. Como si supieran algo que nosotros, pobrecitos, no. Caranchos en alerta, conocedores, augures.
Ya hablaremos en la segunda entrega de apocalipsis, de No mires arriba y de la necesidad harto revolucionaria –asigún dicen los zurdos– de cagar a Netlix a misilazos nucleares. Ya hablaremos más sobre la pandemia, nuestra precaria salud mental y la fin del mundo.
(Fin de la primera parte. Como en la revista Superman, Continuará).
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