(Casi) todos en este país se quieren de clase media y el kirchnerismo, que ayudó a engrosarla promoviendo el ascenso de buena parte de los de abajo, aborreció y fue aborrecido por sectores de la clase media. Una vez más, la Argentina no se parece a Dinamarca, donde  todo es más claro, y más puro y donde todo el mundo sabe quién es.

Si yo tuviese la audacia de negar que este cuerpo y estas manos que escriben ahora mismo son míos me emparejaría sin duda a uno de esos insensatos que, según René Descartes, tienen el cerebro “ofuscado por los negros vapores de la bilis”, seres desviados que “afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos”, o, ya en el extremo de la locura, “se imaginan que son cacharros o que tienen el cuerpo de vidrio”.

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“Hoy todos somos clase media” podría ser un slogan solidario pergeñado por algún publicista deseoso de quedar bien con la mayor parte del pueblo argentino. El sustento empírico del slogan estaría dado por estadísticas que hasta el más insignificante gurú del marketing conoce: 8 (casi 9) de cada 10 argentinos se consideran clase media. Sin embargo 3, a lo sumo 4 de cada 10, por ingresos, lo son. ¿Cómo explicar la confusión entre el grupo de pertenencia y el grupo de referencia? Ricos que se creen más pobres, pobres que se consideran más ricos. Una respuesta bastante lógica surge si tomamos en cuenta la aspiración o la identificación y dejamos de lado el ingreso: los valores de la clase media son percibidos por el conjunto de la sociedad como valores superiores, y como tales, resulta aconsejable ponerlos en práctica (o al menos aparentar que se los practica): esfuerzo, trabajo, honestidad, una clase alejada siempre de los nocivos excesos, el justo medio aristotélico en acción. Todos queremos ser clase media porque todos queremos ser mejores personas.

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La distinción (según Pierre Bourdieu) es un criterio fundamental para explicar ciertos comportamientos sociales: pobres que pretenden distinguirse (tipo de trabajo, nivel educativo, etc.) de los indigentes; sectores medios que pretenden distinguirse de los pobres y de otros sectores medios (en este punto conviene citar el artículo “La década kirchnerista: Populismo, clases medias y revolución pasiva” donde la socióloga Maristella Svampa define de manera provocadora al kirchnerismo como “populismo de clases medias”; la definición  de Svampa permite calibrar tanto la amplitud ideológica de estos vastos sectores como la extrema polarización interclase, ambas circunstancias, sumadas a las anteriores, demuestran los serios inconvenientes que existen a la hora de proponer una afirmación definitiva sobre el concepto “clase media”), ricos que pretenden distinguirse de sectores medios y altos, millonarios alienados en su propia riqueza que ya no ven a nadie a su alrededor: no existen otros de los que distinguirse.

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La tensa relación entre el kirchnerismo y las clases medias estalla en el 2008, luego de la ruptura del gobierno con el grupo Clarín a raíz del conflicto con los terratenientes sojeros (el campo somos todos). Apenas unos meses antes, según el politólogo Sergio Daniel Morresi (en la misma compilación que Villanueva) comienza el ciclo virtuoso del kirchnerismo: “…fue sólo después del 2007, durante la presidencia de Cristina Fernández, que se desarrollaron políticas claramente contrarias al neoliberalismo, tales como la estatización de los fondos de jubilaciones y pensiones y se avanzó en una agenda más audaz”. ¿Cómo se entiende entonces el giro de la clase media a la luz de esto? Una posible respuesta aparece en una nota titulada “Argentina: el giro de la clase media urbana que amenaza al kirchnerismo”, publicada por el diario El País de España en la previa del Ballotage Macri-Scioli: “Hasta 2011 veníamos bien, pero empezaron a dar más planes”. En la misma nota, una apreciación del entrevistado genera un sentimiento que oscila entre la ternura y el desconcierto: “Te cobran el impuesto a las ganancias para pagar a los que no trabajan. Queremos un cambio. En Morón hay mucha clase media y estamos disconformes con el impuesto a las ganancias”.

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Ya es un lugar común: el lenguaje construye realidades. Las palabras según esta doctrina no serían una mera descripción de las cosas sino su condición de posibilidad. Muchos fueron los filósofos que contribuyeron a darle sustento a la fórmula, uno de ellos pudo haber sido Friedrich Nietzsche cuando escribió en El anticristo “La resolución cristiana de encontrar al mundo feo y malo ha hecho al mundo feo y malo”. Estamos hablando básicamente del aspecto performátivo del lenguaje, de un lenguaje que hace cosas, que hace ser a las cosas (si digo A es feo, A se vuelve feo). Esto viene bien para revisar algunas expresiones de los denominados líderes de opinión: los periodistas (exitosos). Amantes contemporáneos de la sentencia fácil (filodoxos diría Platón), conocen al detalle el peso de sus palabras en la sociedad actual; quizás por esa razón desde hace un tiempo, junto al último cambio de gobierno, produjeron un viraje muy significativo en algunos términos (los ejemplos fueron tomados de un periodista de la ciudad de Rosario que a base de esfuerzo, honestidad y coraje conquistó las luces de la gran ciudad, Luis Novaresio; cabe aclarar, sin embargo, que el fenómeno es generalizado): a los hechos que antes denominaban corrupción ahora le dicen conflicto(s) de intereses, a los delitos los bautizan desprolijidades, testaferro devino en la impersonal expresión inglesa fronting, y en este período distinguen con prudencia germánica la evasión de impuestos o el lavado de dinero de las cuentas y empresas off-shore (instalaron además la imagen del paraíso para nombrar territorios en donde protegen su dinero del control fiscal narcotraficantes, empresarios, banqueros y estafadores de toda índole).

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El detonante para escribir este texto (aunque lo ubique en quinto lugar y aunque termine desviándome del proyecto original) fue el siguiente fragmento: “Se trata de una postura casi esquizofrénica”. ¿De quién? Del kirchnerismo (y esta postura casi esquizofrénica confirma su estrecha relación con el peronismo histórico, casi escribo platónico). Continúa Ernesto Villanueva (rector de la Universidad Arturo Jauretche): “Como amamos a los sectores populares, bregamos porque dejen de serlo y se conviertan en algo que no valoramos, esa horrible clase media”, (el artículo se titula “Los procesos nacional populares frente a las clases medias”, extraído del libro Clases medias argentinas modelo para armar compilado por Atilio Borón y Mónika Arredondo). El kirchnerismo (el peronismo) durante ¿12 años? impulsó medidas económicas que convirtieron a una gran cantidad de argentinos de bajos ingresos (otra gran cantidad nunca pudo salir de esa condición) en clases medias, es decir, mejoraron la calidad de vida de millones porque su objetivo era beneficiar a los menos privilegiados dándoles algunos privilegios, pero inmediatamente después de otorgárselos el kirchnerismo comenzó a denostarlos simplemente porque salieron de su gravosa situación o porque desconocieron el avance. Otra manera de decirlo: los benefició para poder menospreciarlos sin culpa. Es una visión extraña que abre un interrogante, si de verdad consideraba el kirchnerismo que los sectores medios eran ideológicamente nefastos, ¿para que promovió su crecimiento? (según un informe del Banco Mundial de noviembre de 2012 “la clase media en Argentina se duplicó en la última década”); el kirchnerismo, entonces, parafraseando al Karl Marx, ha generado a sus propios sepultureros (y los sepultureros del kirchnerismo generarán a sus propios sepultureros, pero eso es una profecía aún incumplida). Pienso también esa postura contradictoria en el marco de una relación amorosa histérica (¿obsesiva?, ¿masoquista?, ¿melancólica?). Uno sabe que la ruptura (la muerte) siempre llega, entonces se adelanta preventivamente: yo te amo, pero te convierto en otra cosa para no amarte más (ser no amado), y lo hago porque sé que en algún momento vos ibas a dejar de amarme.

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Todos son perseguidos por algún representante del Mal o por el Mal mismo (Víctor Hugo, el periodista uruguayo, afirmó: “El diablo es el grupo Clarín”), unos inventan al monstruo para construir poder y fogonear la lógica del conflicto permanente, otros inventan al monstruo a los fines de sostenerse en el poder mientras producen una transferencia regresiva de recursos inédita en la historia argentina, el monstruo de uno es el amigo del otro, el monstruo también se hace pasar por cenicienta, finalmente la imaginación social de “la gente” construye monstruos para no verse obligada a dar explicaciones por su comportamiento cotidiano (desde tirar las migas del mantel por el balcón hasta guardarse los aportes de un empleado. En este sentido, una pregunta de Martín Kohan en la nota de Perfil titulada “En el molde” da en la tecla, la parafraseo: ¿por qué razón el verdulero de la esquina, que entre las cuatro paltas que le compro esconde una en mal estado, se volvería honesto, probo e incorruptible al tener bajo su influencia sumas millonarias de dinero público?).

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La clase media, entonces, crece, se ve beneficiada por decisiones políticas (muchos creen que mejoró su situación por mérito personal) que les otorgan beneficios no sólo simbólicos sino también económicos, y mientras más crece más se enfrenta con quien la ayuda a crecer, enfrentamiento explicado en principio por las nuevas pretensiones: se vuelve republicana, pide transparencia, una sociedad ordenada, pulcra, siente que vive en Dinamarca, reclama como un danés educado en los más prestigiosos colegios de Copenhague (de todas maneras, ¿a diferencia del danés?, continúa omitiendo los aportes de su empleado).

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Cristina Kirchner habló por cadena nacional 4600 minutos, como se encargó de titular Infobae, procurando magnificar la cifra y el resentimiento. 76 horas en ocho años parece ser un dato perturbador, sí convertidas en minutos, incluso en segundos, 276.000. Más allá de las disputas por la cantidad lo cierto es que muchísimas personas comenzaron a manifestar una alergia a la voz (la feliz expresión es de Martín Kohan) de la presidente. La gente decía “no quiero escucharla más”, como si su voz fuese omnipresente, ubicua, como si antes de dormir esa voz acompañara a propios y extraños, sin freno, eterna. Se me impone aquí la imagen un paciente psiquiátrico que se lanza desde el último piso de un edificio porque una voz infernal lo persigue y el único modo de liquidarla que encuentra es lanzándose. Felizmente, en el caso de una parte del pueblo argentino, el remedio fue menos rotundo: quienes eran perseguidos por la voz hallaron en el silencio de Macri un eficaz antídoto.

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El macrismo ama a la clase media. La glorifica. La pone de ejemplo cada vez que puede. La clase media es el motor del país, de la historia, es la fuerza que trabaja para transformar este mundo en un lugar mejor. El macrismo invita a la clase media a compartir el camino: ¿Vamos juntos? Pero le exige un esfuerzo (y evita explicarle adónde va). Le dice que admira su valentía, pero le pide que transpire la camiseta. Que la transpire de verdad. Que próximamente llegará el tan ansiado respiro, la tierra prometida, (¿Dinamarca?), aunque por ahora no (los datos duros de la economía, al menos hasta hoy, desmienten el cumplimiento de la promesa, excepto para un nada desdeñable sector con acceso al crédito).

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En La escritura y la furia. Ensayos sobre la imaginación latinoamericana Gabriel Inzaurralde, en el capítulo dedicado a la novela La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, cita al teórico español Martín Barbero para indagar sobre el impacto de los medios de comunicación en la sociedad contemporánea (la novela transcurre en Colombia):

“Es la realidad de un país con una muy débil sociedad civil, un largo empantamiento político y una profunda esquizofrenia cultural la que recarga cotidianamente la capacidad de representación y la desmesurada importancia de los medios […] la verdadera influencia de la televisión está menos en la cantidad de televisores encendidos que en su capacidad de movilizar imaginarios colectivos, esa mezcla de imágenes y representaciones de lo que vivimos y soñamos, de lo que tenemos derecho a esperar y desear”.

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Macri habla poco, casi nada, y cuando habla ostenta una serie de limitaciones lingüísticas (que van de la afasia a la dislexia) e intelectuales (aprietos para organizar una oración con cierto sentido, frases huecas, formas vacías) que no conforman un obstáculo a la hora de obtener rédito político. Frente a tamaña habilidad sus detractores desesperan: “No puedo escucharlo”, ¿no pueden escucharlo porque la voz indeleble de Cristina continúa sonando, no pueden escucharlo porque molesta simplemente su voz o lo que la voz dice? Yo creo que existe una alergia a la voz del presidente, una alergia a la voz y al silencio subyacente en esa voz.

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Elijamos un personaje polémico: Hugo Moyano. Para unos fue un compañero luchador, después un deleznable traidor (concedo que bajo una presión brutal, pero en cierto período todos se transformaron en enemigos para Cristina Fernández: el campo, los docentes, los bancos, los industriales, los supermercados, la clase media, los sindicalistas, los periodistas, y parte de su propia tropa) y ahora nuevamente compañero. Para otros Moyano fue un negro de mierda, después pasó a ser rubio de ojos celestes (¿un danés?, ¿un gran danés?) y ahora nuevamente vuelve a ser un negro de mierda.

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La clase media, entonces, lista para vivir en Dinamarca comienza a disminuir, se ve perjudicada por decisiones políticas (mucha gente cree que empeora su situación por arte de magia: “es lo que hay”, dicen) que le quitan beneficios no sólo simbólicos sino también económicos, y mientras disminuye su número elude enfrentarse (denegación fetichista) con el responsable de sus padecimientos (esta actitud puede modificarse). Así, con el correr del tiempo van cayendo la calidad de sus pretensiones hasta que finalmente reclama un empleo digno y salir de la pobreza (ha perdido la nacionalidad danesa).

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Escribe Byung Chul Han en Psicopolítica: “El neoliberalismo convierte al ciudadano en consumidor. La libertad del ciudadano cede ante la pasividad del consumidor. El votante, en cuanto consumidor, no tiene un interés real por la política, por la configuración activa de la comunidad. No está dispuesto ni capacitado para la acción política común. Solo reacciona de forma pasiva a la política, refunfuñando y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que le desagradan. Los políticos y los partidos también siguen esta lógica del consumo. Tienen que proveer. De este modo, se degradan a proveedores que han de satisfacer a los votantes en cuanto consumidores o clientes. La transparencia que hoy se exige de los políticos es todo menos una reivindicación política”. Una consecuencia natural del fenómeno de la indignación y la queja consumistas consiste en la caracterización subjetiva de todo ser humano como víctima (sigo en este tema a Daniele Giglioli en Crítica de la víctima). No sólo en Argentina. Pero con una gran inclinación argentina por la victimización. Víctimas o potenciales víctimas. Imposible salir de esa condición. Y no me refiero, obviamente, a las víctimas reales. Me refiero a un novedoso imaginario: La Víctima, cara oculta del victimario, o su otra cara, especular. Su complemento. La irresponsabilidad llevada al paroxismo. El obstáculo insalvable para cualquier discusión. La verdad revelada de La Víctima. Indiscutible. ¿Quién se atrevería? Una frase que describe el nuevo credo: “Los demás, no yo”. Los demás son responsables, yo soy La Víctima. Los demás: sindicalistas, políticos, periodistas, vecinos, otros.

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Unos cantan “vamos a volver”, como si hubiese un lugar cristalizado y protegido que no se erosiona con el paso del tiempo. Un lugar idílico excluido del infernal devenir. “Vamos a volver”, cantan como si el futuro asegurara el regreso al útero materno. Otros responden, “no vuelven más”, como si tuvieran la llave maestra que abre las puertas del cielo. “No vuelven más”, porque ahora estamos nosotros en el lugar que todos anhelan. A ellos se los asusta: “Ojo que vuelve”, y aguantan con alegría los infortunios que tengan que aguantar, aguantan “porque si no vuelve”. Y los que quieren volver se ilusionan con un reemplazo, “si sigue así se va antes”.

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Mi desmesurado amor por Islandia y la imposibilidad circunstancial de viajar allí fueron construyendo una pasión irrefrenable por el cine de ese país. No sé si fue por casualidad, pero en las dos últimas películas que tuve oportunidad de ver trabaja Ingvar Eggert Sigurðsson (si el universo total es 335000 habitantes no debe haber grandes actores de sobra), en una interpreta el papel de loco (el psiquiatra televisivo Dr. Nelson Castro le diagnosticó a la distancia a Cristina Fernández Síndrome de Hybris, un desorden mental relacionado con la necesidad del poder absoluto; a Mauricio Macri se lo vio, luego del meritorio discurso de apertura de las sesiones ordinarias del congreso, saludar efusivamente a una serie de seguidores invisibles que lo reclamaba en Plaza de Mayo), en otra hace de policía. En Englar alheimsins (Ángeles del universo) su personaje sufre una transformación a partir de un supuesto desencanto amoroso y termina recluido en una institución psiquiátrica donde construye lazos amistosos con otros internos. En un momento de la película Páll (Ingvar Eggert Sigurðsson) le pide permiso al director del psiquiátrico para ir junto a sus compañeros a un velorio. La charla empieza así: “Eres esquizofrénico y creo que la esquizofrenia está profundamente arraigada en el carácter islandés. Todas esas creencias en elfos, espíritus, trolls son una prueba de personalidad múltiple”. Luego de las palabras del médico, Páll aclara: “La OTAN me ha vuelto loco. Nací el día en que Islandia se unió a la OTAN. Cada año los comunistas se manifiestan por mi cumpleaños”. La escena es maravillosa, la película también.

En Mýrin (Las marismas), un policía llamado Erlendur (otra vez Ingvar Eggert Sigurðsson) tiene graves problemas con su hija drogadicta y simultáneamente debe resolver un crimen atroz que revuelve el pasado sangriento de la ciudad. Erlendur al final logra enderezar la investigación (y a su hija) y descubre en los cimientos de la vivienda del asesino una serie de cadáveres en estado de putrefacción (las palabras de Martín Kohan en el artículo “Presente y pasado” se pueden aplicar a la película, aunque él no la haya visto: “Ese pasado que tanto y tanto se quiso dejar atrás, no estaba atrás: estaba abajo. Literalmente aplastado, literalmente escondido, subterráneo en sentido estricto, yacimiento literal. Hacer del presente un pasado, proeza de nuestra literatura, ahora nos sirve acaso para eso: para percibir, en el presente, el sustrato del pasado, como suelo que se pisa, como base, como pilar, como sedimento. La pretensión general de que el pasado como tal ya no exista, el intento de abolirlo a golpes de obstinada ignorancia, sirve siempre a la destrucción, así sea construyendo.”). Satisfecho por la aclaración de los crímenes, el policía regresa a su casa y se recuesta en el sofá junto a su hija, recuperada, que lo abraza. Es la única secuencia amorosa de la película. Una especie de reconciliación que provoca un destello de lucidez en Erlendur: “…crees que puedes ponerte una armadura y defenderte. Que puedes ver la inmundicia alrededor tuyo desde una distancia, como si no fuera asunto tuyo”.

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En uno de los capítulos de La hegemonía menemista (el prólogo de John Holloway empieza con dos preguntas: “¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos ha pasado que tantas personas en el mundo están contentas de dar su apoyo a regímenes brutales y aplaudir a gobiernos que llevan a cabo actos de destrucción y represión que muchos de sus partidarios no contemplarían en su vida?), Alberto Bonnet trata de explicar la célebre frase escuchada durante los ´90, “nadie votó a Menem” (y Menem ganaba), a partir de la idea de denegación fetichista: “ya lo sé, pero aún así…” (esto refutaría la esperanza del “ya se van a dar cuenta”). El autor sigue al filósofo esloveno Slavoj Žižek y afirma que esta posición “apunta a evitar el encuentro con lo real traumático”. Pero, ¿qué era lo real traumático en la época menemista? El proceso hiperinflacionario definido como “una ofensiva del capital contra el trabajo”, un modo algo más sofisticado que entender a la inflación como mero fenómeno monetario. A la vez la frase “nadie votó a Menem” estaba, para el autor, en consonancia con un slogan repetido varias veces en la historia argentina por quienes ostentaron el poder: “yo o el caos”. ¿Qué significa caos? Entre el 1976-1983: la subversión; en 1989-1990: la hiperinflación, momentos clave de una “ofensiva de la burguesía destinada a modificar las relaciones de fuerza entre clases”. Ante tal ofensiva, indica Silvia Bleichmar, citada por Bonnet, los sectores medios aceptaron “una democracia empobrecida” y tuvieron una elevada tolerancia “a la corrupción”, sabiendo, sin dudas, “que esto en algún momento se iba a terminar” (según Perry Anderson el trauma hiperinflacionario es la forma “democrática” de inducir “a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales”, a diferencia de las formas coercitivas de la dictadura). En este sentido el ciudadano (medio) sabía que Menem no representaba sus intereses, “pero aún así” votaba y creía en él; incluso si el ciudadano hubiese actuado en consonancia con su saber, dice Bonnet, se habría visto “enfrentado al abismo de la disolución de las relaciones sociales (caos)”. Insisto, para terminar, el ciudadano podría haber sistematizado su creencia en Menem invocando argumentos racionales: “la estabilización de la capacidad adquisitiva de su salario, la recuperación de su capacidad de ahorro y de consumo a crédito, su novedoso acceso a bienes importados o viajes al extranjero” y, sin embargo, a pesar de los legítimos argumentos esgrimidos “estaría mintiendo con la verdad”, puesto que su propósito, en realidad, era evitar enfrentarse con una experiencia traumática.