Internet y las redes llegaron con las manos repletas de promesas. Libertad, comunión entre personas, acceso irrestricto al saber. Pero todo eso llegó acompañado de pedófilos,moralinas,  fake news y otras publicidades. La conexión como utopía, límites y posibilidades

El 21 de setiembre del 2012 una adolescente holandesa invitó a su fiesta de cumpleaños a todos sus amigos de Facebook. La noticia se disparó por la Red y al día siguiente unos 16000 jóvenes invadieron el barrio de Haren. La policía tuvo que movilizar a quinientos agentes para contenerlos, pero sin poder evitar que causaran daños millonarios. El cumpleaños de Merthe fue una de las primeras colisiones frontales entre el mundo virtual y el físico. La había provocado una red social que diez años antes ni siquiera existía.

Desde entonces, el poder catalizador de las redes no hizo más que crecer. No se limitó a crear nuevos vínculos entre la gente sino que les impuso la necesidad de vivir vinculados. No tardó mucho en invadir la vida política y produjo unas inéditas movilizaciones callejeras, de un alcance que nadie hubiera imaginado.

La red era el medio ideal para propagar rumores. Más veloz que el rumor tradicional, el mensaje llegaba casi simultáneamente a mucha gente, pero cada uno lo recibía de algún conocido y supuestamente confiable. Esto hacía que más que un rumor pareciera información confidencial. Quien lo recibía se sentía un privilegiado, con acceso a la información que a otros les ocultaban los medios masivos. En apenas unas horas un rumor alarmante podía inundar de gente las calles y plazas. No sería una multitud tan enardecida como esa que armaba las viejas barricadas, pero no resultaba menos intimidatoria para la autoridad política.

Aquellos nuevos medios electrónicos que parecían inclinarnos más bien al aislamiento, habían resultado terriblemente movilizadores. No sólo nos mantenían en contacto interrumpido con nuestro propio clan. También sabían generar un nuevo tipo de polímeros humanos; enormes agregados sociales sin estructura ni organización que podían tanto improvisar un liderazgo como licuarlo.

Uno de los primeros casos en que las redes dieron muestras de protagonismo político fue en las protestas del 2009 contra el régimen iraní. La convocatoria de las redes movilizó grandes masas, pero tuvo escasos efectos políticos, y hasta pudo facilitar la represión. Pero los entusiastas de siempre aprovecharon para proclamar que las redes eran las nuevas “armas de construcción masiva” y propusieron a Twitter para el Nobel de la Paz.1

Poco después, el mundo islámico voló en pedazos en una paradójica “primavera árabe” (2010-2013), que los mismos optimistas quisieron ver como un triunfo de la democracia. Pero al derrocamiento de las dictaduras que oprimían la región le sucedieron las guerras civiles y la intervención extranjera. En ese marco también creció el inesperado monstruo del ISIS, que supo usar las redes para convertir la matanza en espectáculo y armar a sus acólitos como bombas humanas.

Los “indignados” españoles (2011-2015) fueron otro brote de anti-política que se incubó en las redes, pero muy lejos de generar una nueva organización lograron apenas incidir en el voto.

Los utópicos solían decir que las redes asegurarían el triunfo de la información verdadera sobre las mentiras del poder y que con ellas se construiría una nueva democracia. Los magros resultados obtenidos y la magnitud de los efectos no deseados los desmintieron.

Lo cierto es que, pesar de eso y en un plazo sorprendentemente corta, las redes pasaron a ser el sistema nervioso de la sociedad. Millones de personas no podrían vivir sin Facebook, Twitter o Linkedin, que han resultado más adictivas que las drogas. Nacidas apenas en 2003, emigraron a la telefonía móvil, lo cual las hace aún más presente en nuestras vidas. Presidentes, reyes, Papas, políticos, artistas e intelectuales: todos dependen de las redes para vincularse con sus audiencias. El crimen y el odio también aprendieron a usarlas para el delito, la perversión, el vandalismo y el acoso.

Hace más de treinta años, cuando todavía no existían las redes sociales, Baudrillard calificó de obsceno a ese “éxtasis de la comunicación” que entonces era apenas incipiente. Tratándose de un posmodernista, es difícil saber si eso era un anatema o un elogio, pero lo cierto es que anunciaba la llegada del homo extaticus, ese que no puede estar desconectado, y hace varias tareas al mismo tiempo. El proceso parece estar culminando hoy, cuando algunos han llegado a recomendar el uso de Twitter en conciertos y celebraciones religiosas, para que nadie deje de compartir datos, opiniones y sentimientos. Pareciera que hasta actividades tan íntimas como orar o gozar de la música necesitaran del contacto permanente.

La primera red que ofreció los servicios que hoy son habituales (perfil personal, grupos y foros) fue SixDegrees, creada en 1997. El nombre se lo habían puesto los sociólogos, cuando descubrieron que nuestros vínculos personales se entretejían con los de otros hasta alcanzar a todo el género humano, con sólo seis grados de “parentesco.”

La amplísima oferta de tecnología comunicacional de que hoy disponemos ha modificado nuestra forma de relacionarnos, pero está lejos de ser la raíz del cambio. No debemos olvidar que el desarrollo tecnológico siempre responde a una demanda que ya habita en el imaginario social. Internet nació en el seno de ARPA porque los investigadores necesitaban intercambiar información y Facebook surgió para que los estudiantes de Harvard se relacionaran entre sí.

La necesidad de organizar las redes ya estaba en el imaginario político mucho antes de que los ingenieros pensaran cómo llevarla a la práctica. La idea había nacido en el seno de la New Left de los años sesenta, esa izquierda contestataria que impugnaba el verticalismo y la burocracia partidaria. Paradójicamente fue la New Age, que asociamos más con el esoterismo que con la política, la que se hizo eco de esa idea y la popularizó. Una de las primeras personas que pensaron en organizar redes para cambiar la sociedad y la cultura fue Marilyn Ferguson (1938-2008), la más notoria ideóloga de la New Age.

En 1980 Marilyn Ferguson lanzó su manifiesto La conspiración de Acuario2 que convocaba a crear un gran movimiento espiritual y político capaz de recoger la herencia hippie. Su atractiva fórmula combinaba ideas de la Teosofía con algunas audacias científicas y sedujo en su momento a gente como Ted Turner, Al Gore, Buckminster Fuller e Ilya Prigogine.

Como ya había hecho Mme. Blavatsky, un siglo antes, Ferguson proponía una síntesis de Oriente y Occidente que conjugara espiritualidad y ciencia. Pero a diferencia de otros profetas de la Nueva Era insistía más en el componente científico que en el místico. Para Marilyn no todo sería meditación, mandalas, estados alterados y encuentros cercanos. Había que hacer una revolución cultural y para eso era preciso crear redes sociales.

Por supuesto, las redes que imaginaba Marilyn no eran las que hoy frecuentamos. Lo más parecido a Facebook que había entonces eran BBS, AOL o Compuserve, que recién estaban saliendo del mundo de los negocios.

Marilyn pensaba que las redes permitirían construir una nueva organización social, que sería no-lineal y simultánea. Se atrevía a afirmar que la red sería nada menos que el instrumento que nos permitirá dar el paso siguiente en la evolución humana.

Ferguson admitía haber descubierto todo eso en los trabajos de Luther Gerlach y Virginia Hine, dos antropólogos que venían de estudiar los movimientos ambientalistas de la década anterior. Para Gerlach y Cine las redes eran estructuras segmentadas, policéntricas e integradas (Segmented, Polycentric, Integrated Networks o SPINs). En ellas predominaba la horizontalidad, los liderazgos eran circunstanciales y las estrategias, flexibles.

Las redes permitirían organizar y movilizar a los jóvenes progresistas que estuvieran dispuestos a luchar por la paz y una mejor calidad de vida. Ferguson creía que no sólo se estaban construyendo con los medios de comunicación tradicionales sino “también usando guías y computadoras.” Cuando murió, recién se comenzaba a hablar de Facebook y Twitter, pero ya habían aparecido unas redes terroristas o criminales que nunca había imaginado.

Cuando un nuevo medio técnico comienza a instalarse en las costumbres suele despertar un optimismo ingenuo, que no tardará en diluirse cuando surjan las primeras decepciones. Es lo que no podía dejar de ocurrir cuando Internet dio sus primeros pasos.

Apenas a seis años de que William Gibson acuñara la palabra cyberspace, Tim Berners-Lee creó la WorldWideWeb, que desde ese momento comenzó a absorber a todos los medios conocidos. La Red nos dio más de lo que esperábamos y cambió nuestra forma de informarnos, pero también generó expectativas difíciles de satisfacer.

Muchos la imaginaron como una inédita utopía libertaria y otros tantos soñaran con ser sus legisladores. El primero y más famoso de los manifiestos de Internet tuvo un carácter marcadamente utópico.3 Ante el primer intento estatal de controlar los contenidos de la Red, John Barlow proclamó “la independencia del Ciberespacio, la nueva patria de la Mente”. El Ciberespacio sería un mundo virtual en el cual no habría autoridades, privilegios ni prejuicios; allí no había materia sino información, y no podía existir otra norma que la Regla de Oro, el respeto al prójimo.

Los manifiestos posteriores se fueron haciendo cada vez más realistas, porque tuvieron que hacer frente a cosas como la pedofilia, el robo de identidad, las cadenas del odio, el spyware y el ransomware. La expectativa utópica puesta en la Red resultó tan ingenua como la espiritualidad psicodélica que había propuesto la New Age. Si el sueño de ésta acabó en la pesadilla del narcotráfico, el de la otra se llenó de cosas tan inesperadas como indeseables. Hoy los big data son una mercancía política, las monedas virtuales mueven fortunas y los militares alistan armadas de hackers.

Para no ser menos utópicos que el resto, los teóricos de la educación no dudaron en proclamar que ahora la gente leía y escribía cada vez más, y que el hipertexto democratizaría el acceso a la información. Recién cuando la multitarea se hizo habitual pudimos ver que sus efectos no eran tan positivos. Se dijo que a los hijos de los gurúes de Silicon Valley los educaban en escuelas Waldorf, para desarrollarles la atención y la creatividad antes de que accedieran a la Red.

Como suele ocurrir en las grandes transiciones tecnológicas, tardamos bastante en entender cómo ésta afectaría a nuestras vidas, mientras que la Red seguía sumando gente y la computadora fundía a la máquina de escribir con el correo y el teléfono.

En estos casos, el pasado se resiste a desaparecer: los primeros autos aún tenían cortinas como las carrozas, y el chófer ocupaba el asiento del cochero. Era inevitable que los relojes digitales tuvieran agujas y que nuestros procesadores de textos sigan teniendo carpetasarchivospapelerostijeras y pinceles.

La transición se completó, tras atravesar varias etapas y tardó en desprenderse del pasado. Al comienzo, aun sin creer en la utopía anarquista, seguíamos pensando a la Internet como un mundo de contenidos, pero no reparábamos en la importancia de su continente. McLuhan nos había advertido que el verdadero mensaje era el medio, pero seguíamos viendo a la Red como una enorme biblioteca borgeana. Imaginábamos que, por haber nacido en las universidades, sería un océano de conocimientos donde nosotros iríamos de pesca. Tardamos mucho en descubrir que éramos más pescados que pescadores. A eso que llamábamos navegar, sus creadores le decían surfear, como reconociendo su superficialidad. De hecho, se parecía más al zapping de la televisión que a una búsqueda de biblioteca.

La Red parecía ser el medio ideal para transmitir conocimiento, porque combinaba el hipertexto con el multimedio. En defensa del hipertexto se decía que había logrado que la gente pasara más tiempo leyendo. Pero la lectura era cada vez más lineal y superficial y las nuevas generaciones tuvieron cada vez más dificultades para comprender un texto.4

Con el tiempo descubrimos que lo que deseaba la mayoría de los usuarios no era el conocimiento, sino el contacto y el reconocimiento personal. La selfie iba a ser el ícono de la nueva era.

En un momento todos nos habíamos enorgullecido de hablar del tiempo con alguien que vivía en Japón: pero eso no era más que un teléfono ubicuo e instantáneo. Luego, la llegada del chat abrió un espacio para esa frivolidad que antes no salía de los corrillos barriales.

Pero todavía entonces nos seguíamos sintiendo orgullosos de difundir el saber y hacíamos circular innúmeros power points con mensajes de paz, espiritualidad y belleza.  Claro está que la promiscuidad informática también permitía que renacieran la “cadena del dólar”, la estafa Ponzi, las estampitas milagreras y la información falsa.

Las mentiras que circulaban por aquella Internet eran los hoaxes, unas bromas en general bastante inocentes: Nokia regala celulares, Bill Gates quiere compartir su fortuna contigo, la NASA jamás estuvo en la Luna, Stonehenge es un fraude… El sociólogo Shibutani los definió como “noticias improvisadas”; una definición inquietante, que echaba sombras sobre cualquier clase de noticia.

Con la evolución del smartphone se dio otro paso. El celular dejó de ser un teléfono para servir de puerta al mundo hiper-mediático. Fue el que permitió pasar de los inocuos hoaxes a las perversas fake news, que no sólo engañan sino erosionan la credibilidad general.

Las fake news no son bromas; son deliberados engaños manipulados por operadores profesionales, que usan la estrategia de la guerra psicológica y hacen propaganda blancagris o negra. Más efectivos que la publicidad comercial, influyen exitosamente en la opinión pública y se han naturalizado al punto de que algunos las llamen “verdades alternativas.”  Hasta nos hemos acostumbrado a hablar de posverdad, como si ya no pudiéramos conocer la verdad.

El concepto de posverdad no hace más que coronar esa necrofilia posmoderna que vino anunciando el fin de casi todo, desde la muerte de Dios y del Hombre hasta la del cine y la novela. Crece de la mano del autoritarismo que regresa, y con él parece imponerse el famoso “lo que digo tres veces es verdad.”

Las fake news y la idea de posverdad no son fatalidades tecnológicas. La tecnología sólo amplifica o refuerza lo que sentimos y pensamos. Como se dijo de las cadenas de odio y acoso: “nosotros ponemos las semillas, y la Internet es sólo el viento que las esparce.”

Cuando MacLean propuso explicar nuestras contradicciones y dijo que en nuestro cerebro aún se escondían el reptil y el mamífero, no convenció a los científicos, pero sí parecería haberlo logrado con los promotores de las redes, que nos ven más sensibles a la emoción que al razonamiento y a la imagen que al concepto. El usuario típico reacciona emotivamente a una imagen, pero cuando tiene que argumentar sólo sabe recurrir al sarcasmo, el insulto o la amenaza, que son formas de violencia. Siempre dimos por supuesto que la democracia dependía de la racionalidad del ciudadano, pero las redes parecen estar más dispuestas a despertar emociones que a dar razones.

La corrupción cognitiva y la violencia verbal no las crean las redes sociales, las técnicas de edición, los algoritmos de búsqueda ni los big data. Son otro síntoma del nihilismo, que tras arrasar con la modernidad nos prepara para algo que ni siquiera sus promotores imaginan.

Todos conocen el viejo cuento del contrabandista que todos los días cruza la frontera con una carretilla llena de arena, pero debajo de ella los aduaneros nunca encuentran nada. Un guardia jubilado se hace amigo del hombre y le pregunta qué era lo que contrabandeaba. ”Carretillas, por supuesto” contesta el otro.

Cuando todos alabábamos a los medios por la información que nos brindaban, MacLuhan nos advirtió que si nos regalaban algo era para vendernos la adicción al medio. La información —escribió— es ese trozo de carne que los ladrones le arrojan al perro guardián para que los deje saquear tranquilamente la casa.

Cuando Larry Page creó Google se propuso llegar a un número casi infinito de usuarios (Google viene de googol = 10100) y acelerar al máximo el flujo de datos para que permaneciéramos más tiempo en pantalla. La información debía ser gratuita, para poder vender publicidad y cosechar información valiosa sobre los propios usuarios.

El escándalo de Facebook nos ha mostrado algo que no dejaba de ser evidente. Más allá de la diversión que prometen, las redes son buques factorías que cosechan y procesan los datos políticos, sociales y económicos que crecen como el plancton en el ciber-océano.

El hipertexto y la multitarea nos están haciendo perder la capacidad de lectura profunda y reflexiva, para convertirnos en meros decodificadores de información. Hemos renunciado a cultivar el conocimiento para hacernos cazadores y recolectores de datos.

Hace ya casi un siglo que Heidegger definía a la vida moderna por su “avidez de novedades” y Eliot clamaba: “¿Dónde está la sabiduría que perdimos con el conocimiento? ¿Dónde el conocimiento que perdimos con la información?”

Para tranquilizarnos, los teóricos aseguran que no puede haber una regresión a la oralidad, tras miles de años de escritura. Pero podemos imaginar una sociedad cuya clase dirigente tenga el monopolio de los símbolos, y donde la masa se exprese sólo con ideogramas o emoticons.

Como es sabido, ese sentimiento que algún poeta romántico hubiera expresado con palabras como “En medio de la congoja, sigo entreviendo una luz de esperanza” el progreso nos ha permitido resumirlo en una carita provista de una lágrima solitaria. Pero, ¡cuidado! Dos lágrimas paralelas significan morirse de la risa, y disipar los malentendidos puede ser enojoso.

  1. Evgeny Morosov. The Net Delusion. New York, Public Affairs, 2011
  2. Marilyn Ferguson, La conspiración de Acuario. Transformaciones personales y sociales en los ’80. Barcelona, Kairós 1985. Cap.VI
  3. John P.Barlow, A Declaration of Independence of Cyberspace, 1996
  4. Nicholas Carr. The shallows.What the Internet is doing to Our Brains. New York, Norton, 2010

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