Reflexionar sobre nuestras prácticas de intervención en las redes sociales parece indispensable en un contexto de extrema polarización como el que estamos viviendo. ¿Qué es más útil frente al discurso del odio: la provocación o la búsqueda de coincidencias? (Foto de portada: escena de El gran dictador).
La violencia de las palabras antecede a la violencia sobre los cuerpos? Si repasamos los principales momentos de la historia humana en los que se produjeron grandes masacres no es muy difícil encontrar, en los años previos, discursos impregnados de odio que anticipan la catástrofe. Quienes saben que esto es así han encendido todas las alarmas al constatar la gran carga de ira y odio que se puede percibir en los discursos que pululan en la actualidad en las redes sociales. Encontrar un antídoto antes de que se produzca la enfermedad terminal es un desafío.
El Holocausto nazi aparece prefigurado medio siglo antes en Los protocolos de los sabios de Sión, un libelo antisemita publicado en Rusia en 1903, en el que se habla de una supuesta conspiración judeo-comunista, las dos víctimas predilectas del que luego será el infierno de Hitler. El mayor genocidio contemporáneo, el que se produjo en Rwanda en 1994, fue la consecuencia de un espiral de odio que comenzó a finales de los años 60. Tanto en Rwanda como en la Alemania nazi, los medios de comunicación jugaron un rol fundamental a la hora de difundir la palabra del odio. La radio RTLM creada por el gobierno rwandés un año antes de la masacre al igual que la revista Kangura, llamaron abiertamente al exterminio de sus opositores. El Tribunal Penal Internacional que juzgó el genocidio rwandes sentó un valioso precedente con respecto a los predicadores del odio. En diciembre de 2003 los principales responsables de ambos medios fueron condenados a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad.
A exasperar se ha dicho
En una conferencia dictada en Berlín en 2011 y recientemente traducida al español por Ediciones Godot, bajo el título Estrés y Libertad, el filósofo alemán Peter Sloterdijk sostiene que las sociedades contemporáneas sólo subsisten como tales gracias a que son capaces de generar grandes dosis de estrés entre sus habitantes, tensando permanentemente las discusiones públicas de manera cada vez más radical. En ese contexto “la función de los medios – sostiene Sloterdijk – consiste en evocar y provocar al colectivo en tanto tal, presentando propuestas nuevas cada día, a cada hora, para que éste se excite, se indigne, se llene de envidia, se exalte. Una multitud de posibilidades que apuntan al sentimentalismo, al miedo y a la indiscreción de sus miembros”.
Esta lluvia de estrés genera, según el pensador alemán, una apariencia de cohesión social y “la actualización del lazo social en el sentir de sus miembros sólo puede llevarse a cabo mediante la creación simbólica de un estrés tematizado de manera crónica. Si un colectivo se enfurece ante la idea de su propia desaparición, indica que tiene un buen nivel de vitalidad”. Si estas tensiones desaparecieran, concluye, la sociedad como la entendemos hoy se disolvería y su capacidad de convivencia sería seriamente puesta en riesgo.
Hace tiempo ya que las clases dominantes occidentales descubrieron este funcionamiento de las sociedades modernas, como bien lo demuestra el documental dirigido por el inglés Adam Curtis y producido por la BBC titulado El poder de las pesadillas (2004), cuya versión subtitulada puede disfrutarse en YouTube. En este trabajo formidable Curtis rastrea el uso del miedo en las sociedades anglosajonas durante el siglo XX y centra la investigación sistemática sobre su utilización como arma política en los experimentos llevados a cabo durante la Guerra Fría por el célebre matemático John Nash, quien descubrió que la exacerbación del egoísmo y de los recelos entre quienes conviven en una sociedad lleva al conjunto del colectivo a una situación en la que todos sus miembros pierden.
En manos de las avariciosas élites multimillonarias de la actualidad, los descubrimientos de Nash se han transformado en el veneno que hoy vemos desparramado a torrentes por ciertos emisores muy interesados en encontrar permanentemente chivos expiatorios en los que descargar la ira y la frustración de los ciudadanos (inmigrantes, minorías sexuales y religiosas, ciertas agrupaciones políticas, movimientos sociales, etc.). La ecuación es simple: cuánto más prime el interés individual más empeorarán las condiciones de vida del conjunto.
¿Empatía como antídoto?
Uno de los señalamientos más importantes que realiza Sloterdijk al final de su conferencia es que la sobredosis de estrés que hace falta inyectar hoy para sostener unidas sociedades con fuerte tendencia a la dispersión termina por poner en riesgo la libertad de los individuos. La aparición de movimientos políticos que se sitúan en los bordes más ultras del sistema político confirma que el supuesto “remedio” va camino a transformarse en poderoso “veneno”.
Ante esta situación los colectivos que son víctimas potenciales del odio que viene dirigido por las élites sostienen discursos endogámicos que los vuelven aún más cerrados sobre sí mismos. Ante la posibilidad de desaparecer aumentan el estrés discursivo en las redes sociales, asegurando sus lazos pero sin poder romper con el cerco que el enemigo les traza. Discursos enunciativos, consignas, afirmaciones tajantes que demuestran más inseguridad que fortaleza en sus razonamientos, vuelven las manifestaciones de sus argumentos impermeables a los otros que observan la discusión desde afuera. La “teoría de los juegos” y su famoso “dilema del prisionero” entran en acción y cada uno termina defendiendo a rajatabla su quintita, mientras el colectivo /Nación se debilita y pierde por goleada.
Cambiar los modos en que intervenimos en las redes sociales, nuestra versión moderna de la plaza pública, puede ser un potente antídoto al discurso del odio. ¿Qué ocurriría si en vez de aseverar como si fuéramos dueños de la verdad sobre cualquier argumento en Facebook o en Twitter, postuláramos la cuestión como una pregunta? ¿Y si usáramos más el humor que la diatriba? Distanciarnos de nuestros propios argumentos, ¿no haría un poco más simple al otro que todavía no ha tomado partido simpatizar por nuestra causa? Abandonar el enojo y cambiarlo por la ironía, ¿no permitiría acaso seducir a aquel que se encuentra todavía en una posición intermedia?
Cuando establecemos una discusión en las redes sociales tendemos a la dureza y estamos siempre al borde de atacar al adversario anónimo que se nos cruza. Olvidamos que ese oponente está tan convencido como nosotros de lo que piensa. Y mientras para unos CFK es una gran estadista, para los otros es una yegua. Que nos pongamos a insultarnos o a agredirnos aún con elegancia no cambiará las cosas. El problema es el que está en el medio, asistiendo de forma pasiva al entredicho. Ese es el sujeto al que hay que seducir. Al oponente no le moveremos un dedo, al neutral podemos hacerlo si recurrimos más a la empatía, al humor, a la ironía y la distancia con nuestras propias percepciones, ya que al corrernos del lugar absoluto de la verdad nos abrimos a generar un campo en común de entendimiento con quien aún no se ha terminado de abroquelar del lado contrario. En este sentido las estadísticas de Facebook y Twitter son reveladoras: por cada sujeto que interviene de forma abierta en una discusión hay entre 25 y 30 que sólo se detienen a leerla sin animarse a intervenir. En esos campos pasivos se juego la batalla política real. Se supone que por cada sujeto que interviene de forma abierta en una discusión hay entre 25 y 30 que sólo se detienen a leerla sin animarse a intervenir. En esos campos pasivos se juego la batalla política real.”
Reflexionar sobre nuestras prácticas de intervención en las redes sociales es indispensable en medio de un contexto de extrema polarización como el que estamos viviendo. Los movimientos políticos también deben darse ese debate. ¿Contribuye en algo el extremismo de las consignas? ¿Sirven para algo los documentos rimbombantes? ¿Y los actos provocadores para con el otro? ¿De qué le sirve al movimiento feminista mear en la puerta de la iglesia o desfilar con cuerpos desnudos por ciudades de provincia que sólo pueden percibir eso como una provocación? ¿Cuántos nuevos militantes se ganan para la causa después de esto? ¿Y de que sirve irrumpir encapuchados en una manifestación, cuando se sabe que el otro bando utilizará precisamente esto para estigmatizarlos? ¿Ganó o perdió el kirchnerismo cuando sobregiró su discurso épico y comenzaron los militantes en las redes de hablar de “la jefa” e identificarse como “soldados”?
Ante esta realidad… ¿No sería mejor mostrar más dudas que certezas? ¿Tener más preguntas que respuestas no los volvería más creíbles para las grandes mayorías a las que hace falta conquistar para volver a ganar las elecciones? ¿Qué es mejor, ser irreverentes o buscar la empatía?