Miradas a vuelo de pájaro de lo que sucede con nuestros estados de ánimo a dos años de pandemia. El sufrimiento psíquico como doble categoría, sanitaria y política. Las pifias de Occidente. Don’t look up. Larga diatriba contra el barbijo. La muerte de un hermano y todas las otras (Imagen de portada: El séptimo sello, Ingmar Bergman (1957) .

(La primera parte de esta nota puede leerse acá).

Si al autor de esta nota literalmente partida al medio se le antojó asociar el sufrimiento psíquico que trajo la pandemia con los imaginarios de fin del mundo no es –en absoluto- porque el escenario global se parezca a un fin del mundo (cosa que sí, como las enormes fosas comunes cavadas de Nueva York a Manaos, o los cadáveres tirados en las calles de Perú y Ecuador, o la respuesta absurda y brutal de Trump y Bolsonaro a la hora de combatir al bicho). Tampoco es que la pandemia parezca configurar un fin del mundo vía la posibilidad de la llegada, desde lo más ignoto del África abandonada y no vacunada, de la Última Mutación Final y Aniquiladora del coronavirus (cosa que quién sabe). O que la pandemia haya demostrado lo que vimos tantas veces en tantas películas yanquis malas, cuando los servicios de inteligencia y el secretario de Estado les dicen a los buenos: “La gente es estúpida, no está preparada para esta noticia de la caída del aerolito. Habrá pánico y se van a matar unos a otros. Colapsarán supermercados por saqueo, autopistas y aeropuertos” (en nuestra versión real, los más estúpidos que salieron en vanguardia fueron no pocos líderes políticos y naufragaron los estados). Tampoco es que creamos -para nada- en lo que sugieren otras quinientas películas, malas, regulares o buenas, en las que el fin del mundo viene de la mano de conspiraciones corporativas (laboratorios, tecnológicas, el poder financiero, toda gente buena).

No, nada de eso. Si al autor de esta nota se le dio por asociar sufrimiento humano, de las almas, pandemia y apocalipsis es porque la cosa viene de largo. Es porque –diría Lenin- estaban dadas “las condiciones subjetivas”. Es porque les pasa a muchos. Es porque venimos de innumerables miedos e incertidumbres y de mucha ciencia-ficción apocalíptica desde por lo menos los años 60, de distopías, y de fantasías más o menos realizadas y proyectos de gente malísima, muy horrible y espantosa, que quiere dominar nuestras pobres cabecitas mediante juegos de algoritmos y guerras digitales y en cualquier momento Estados Unidos y China se van a las piñas nucleares y agarrate, Catalina.

Está ahí, el imaginario nos rodea. El que escribe viene rompiendo soberanamente la paciencia de los lectores, repitiéndose en sus notas con que algo nos pasa en el alma colectiva y es por eso que producimos y consumimos tantas distopía reales o ficcionales. Más que un malestar de la cultura –ahora diría Freud-, o civilizatorio, es una diarrea planetaria, un cólera de acá a Saturno.

El triunfo de la Muerte, Bruegel El viejo, Pieter (1562 – 1563). Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm. Fragmento.

No sé ustedes, fieras, pero temo por las vidas de mis hijas y de sus hijos cuando ya estemos fiambres y ellas y ellos se tengan que bancar en mallita y con snorkel el derretimiento ártico y antártico y sin tocar el timbre abran las puertas cucarachas gigantes y tiburones de quíntuple hilera de dientes filosos y aserrados emerjan de los inodoros.

El que escribe, muy orondo, hace chistes con estas fantasías o visiones. Pero a cada cual le pasará lo suyo, algo del orden de lo inquietante, de lo que descoloca y entristece en modo continuado. O será que no y que la solución es no ver, no imaginar, no proyectar, consumir mucho si se puede, guardarse en Instagram, creer en pelotudeces insignes, cagarse en todo y más en el prójimo, vomitar furia, salvarse por ser estúpido, si es que los estúpidos sufren menos.

¿Puede el Estado ser tu analista?

Para cuando el gobierno del Alberto, de apellido Fernández, había hecho unas cuantas cosas bien a la hora de batallar contra la pandemia, profesionales de la salud mental, con o sin el diario del lunes, no importa eso ahora, cuestionaron no sin delicadeza que no estábamos atendiendo bien, querido Alberto, este problemita del sufrimiento psíquico traído por la pandemia, y en parte anterior a ella. Puede incluso, miren la barbaridad que se va a escribir acá, que las autoridades porteñas hayan percibido mejor que las nacionales esto de las evidencias psíquicas, los efectos del encierro, la soledad, la angustia, la impaciencia y la insolidaridad. Y que entonces fuera por eso –demagogia o no, más bien sí- que hayan resistido tales autoridades las medidas restrictivas y/o cuarentenas. No es tampoco que las autoridades porteñas hicieran maravillas para cuidar las almas de los vecinos, menos aun de sus pulmones.
Está claro, diario del lunes o no, que en los primeros meses de lo que se trataba era de poner los recursos dinerarios y los fierros sobre la mesa: inventar y extender espacios de internación (¿se acuerdan de las instalaciones en Tecnópolis, los hospitales urgidos de campaña, los hoteles de CABA para aislar contagiados?), camas, terapias intensivas, personal de salud (al que dejamos de aplaudir hace siglos), respiradores, afinar el funcionamiento de laboratorios como el Malbrán, construir “réplicas” del Malbrán en no pocas provincias, finalmente la compra de vacunas cuando las vacunas aparecieron, compras en algún caso apresuradas. Con el diario de varios lunes puede decirse que algo definitivamente no está bien –desde mucho antes de Alberto F.- si en un país con alto desarrollo científico-tecnológico, avanzado en sus amplios programas de vacunación, no pudimos desarrollar lo que Cuba sí, unas cuantas vacunas propias, soberanas.

Momento oportuno para decir que uno, plateísta y ángel de bondad, le exige rabioso al Estado vacunas propias, medicamentos propios nacidos de laboratorios estatales o cooperativos, y del otro lado, todos los sistemáticos días, te salen con los botines de acero y de punta: las falsas denuncias por corrupción en la compra de vacunas, que la vacuna rusa -la comunista del orto- era una porquería, Pfizer o muerte y clinc, caja por el chivo. Y además los negacionistas, los Milei, los evangelistas, Pato Bullrich, los antivacunas. En ese lodo, revolcaos en un merengue, más sufrimiento psíquico, queridísimos hermanos y hermanas.

Vamos Occidente todavía

El 18 de noviembre pasado hubo conferencia virtual en el Colegio de Psicoanalistas. Todo con la noble y valiosa intención de llamar la atención sobre aquello de lo que se habla en esta nota partida al medio: la necesidad de incorporar la simplísima y a la vez compleja categoría del sufrimiento psíquico tanto en las políticas públicas de combate contra la pandemia como en la comunicación oficial sobre políticas sanitarias, evitando la apelación al miedo (asunto este último, el de evitar el miedo, sobre el que escribe duda).

La conferencia la dictó una profesional de voz a la vez severa, suave y serena, contenedora, que para gusto del cronista escribió muy bonito y preciso el texto que leyó. Mariana Wikinski se llama la conferencista, egresada de la UBA, of course, y ex presidenta del Colegio de Psicoanalistas.

Lo que se reproduce aquí de una lectura de casi 40 minutos se compactará mal porque eso hacemos los periodistas: compactar horrible, simplificar como idiotas. Aun así, diremos que dos frases introductorias fueron de nuestro mucho agrado: la aclaración de la propia conferencista de que su texto escrito no lo estaba “por fuera de la incertidumbre y el desconcierto que se propone describir” y la siguiente afirmación: “Somos muy malos lectores de nuestro presente”.

El juicio final. Lochner Stephan (1435). Oleo sobre tabla. 124 x 172 cm.

Un abrazo y un beso a Mariana Wikinski solo por eso. Alta empatía ahí con el espíritu de Socompa, o del que escribe. No por nada la psicoanalista es miembro del Equipo de Salud Mental del CELS.
Hubo otro asunto que podemos llamar deconstructivo en el que hizo eje esta buena y bendita mujer. Citó una lectura crítica de un estudio de la universidad John Hopkins, hecho nada menos que en octubre de 2019, sobre la capacidad de respuesta que pudiera tener cada país ante la eventualidad de una epidemia global. Miren lo que son los azares: en octubre de 2019 aun no hablábamos de pandemia ni de COVID ni de bicho alguno amenazante. Pero justo uno de esos días aciagos se supone que un chino metía la cuchara en la sopa del murciélago que depositó el virus junto al fideo.

¿Qué sostuvo, con alta convicción occidental, aquel estudio de la muy prestigiosa John Hopkins? Sostuvo -agarrate esta mandarina- que los tres países que estarían mejor preparados iban a ser EE.UU., el Reino Unido y los Países Bajos. Un año después, con pandemia LTA, al menos las dos primeras naciones eran las peor rankeadas en términos de tasas de fallecimiento por millón de habitantes. Bien al contrario de lo augurado por la Hopkins, las naciones que en el estudio aparecieron por debajo del número 50 (Vietnam y China entre ellas), figuraban con tasas de fallecimientos mucho más bajas. La John Hopkins, dicho sea de paso, es la misma que siguen (seguimos, sigo) los medios de todo el mundo para no perderle el rastro al huracán COVID.

Algo de esto escribimos en Socompa hablando de pandemia, China, Vietnam y demás. Dijo Wikinski, citando a otros, que la impaciencia social de las culturas occidentales juega un rol crucial en la pésima previsión del estudio ostentoso. Lo contrario –paciencia- sucedió con las poblaciones del extremo oriental asiático –esto seguro que lo escribimos hace meses- a la hora de bancar restricciones y cuarentenas, con un encomiable espíritu colectivo y confuciano que, a su vez, trae otros problemitas, serios.

¿Qué más dijo Wikinski a la hora de pedir, con suma delicadeza, un combate sanitario más afinado por parte del Estado o quien fuera? Dijo que las buenas estadísticas (curvas de contagios y muertes, índices de vacunación, número de camas y ocupación de terapias, largo etc.) son imprescindibles para dar batalla, pero no suficientes.

¿Por qué? ¿Qué falta?

Falta la categoría sufrimiento psíquico, sufrimiento entendible también como sufrimiento político, como categoría política. Dijo la psicoanalista que los necesarios avances de la ciencia o las estadísticas a la hora de aprehender de qué se trata el bicho le hablan solo a un cuerpo biológico, no a nuestras almas o desde nuestras almas, dicho esto con dulzura. La distancia entre ambas maneras de medir o comprender –dijo- “es abismal”.

Para respaldar su visión mencionó un estudio sobre estadísticas titulado ¿For whom the bells curves? (juego de palabras sobre la novela de Hemingway, donde las campanas son las del físico y astrónomo Johann Carl Friedrich Gauss, la ciencia dura). La pregunta que puso sobre la mesa es esta: ¿una estadística es la única verdad de la milanesa, irrefutable y excluyente? Pues se ve –y nos convenció- que no. Habló Wikinski de la necesidad de hacer una sociología crítica de una cultura de la cuantificación que crea verdades, apoyada en las otras presuntas verdades autoevidentes de las estadísticas. La crítica se resumiría así: las estadísticas, sobre todo como intento de computar experiencias subjetivas, no son un reflejo de la realidad (infinitamente compleja, polisémica) sino el espejo en el cual la sociedad se mira a sí misma.

¿Qué parámetros aplicar entonces para comprender el golpazo de la pandemia en nuestros espíritus? ¿Cómo evitar igualar mediante la aplicación errónea de los mismos parámetros las experiencias sub-je-tivas (y de las otras) de lo que llevamos de pandemia? Mismos modelos de medición bien o mal concebidos para Alemania y Camerún, para el que vive en el country, el PH oscuro de Barracas, el depto de tres ambientes en Almagro, la casilla en Caraza, el adobe en Amaicha, lo que fuera en Seúl, la familia tipo, la familia reventada, la ensamblada, los solos y las solas, los pobres, o empobrecidos, los achacados, los viejos.

¿Por qué el que escribe se molesta y molesta al transcribir estas cosas? Porque las estadísticas no son la única verdad mediante la cual orientarse. Porque sospechamos de ellas. Porque la ausencia de brújula y mejor conocimiento contribuye al desconcierto y la incertidumbre, marcas cruciales de la pandemia y disparadores de más suspenso para el fin del mundo. Dicho esto, amén del pedido más que razonable de que las políticas sanitarias y la comunicación oficial no se manejen como dirigidas a un sujeto universal, un ciudadano modelo robot. Y siendo que también el sufrimiento psíquico se distribuye de manera desigual, según de quién y quiénes hablemos.

Canto general al barbijo mineral

¿Existen antónimos precisos para palabras como oda, elegía, alabanza, apología? Se complica un poco. Acaso vituperio, diatriba, escrache, difamación. Algún bardo emérito habrá de componer algún día un poema histórico ferocísimo maldiciendo al barbijo, lo opuesto a una abalanza. El barbijo como vestidura, como instrumento, el barbijo como peso y agobio, el barbijo como metáfora.

Volvés a casa, tirás el barbijo con alivio u odio, al fin solos. Inhalación profunda, exhalación. Salís de casa en un barrio edificado, denso, ruidoso. Ves al mundo embarbijado, todos sin rumbo con su barbijo.

-Oh, no. El planeta.

-Oh, no. La humanidad, qué mal todo.

El presente distópico, te bajoneás. O ya no soportás al encierro, tu pareja, tus hijos, tu soledad, tu desempleo, tu precarización. No doy más. En apenas dos años esto –esto de ver al mundo cargando un barbijo- acumuló una larga historia: aquellos primeros barbijos blancos con tiritas que estaban entre el pañal y el delantal. Las preguntas de entonces: Ah, ¿debo usar barbijo? ¿Pero qué barbijo usar? ¿Dónde? ¿Hasta dónde llega el estornudo del prójimo? ¿Y el gargajo? ¿Debo lamer con la lengua empapada en alcohol las suelas de los zapatos de toda la familia el entrar a casa? Que si barbijos de algodón, de poliéster o máscaras de plásticos fabricadas con medio sifón. Luego los emprendedores del barbijo. Luego los condenados de la tierra vendiendo en las calles y los bares los barbijos caseros hechos por los emprendedores. Luego barbijos de diseño, otros con lentejuelas y cadenitas para las mujeres, escudos de clubes de fútbol para los hombres de las cavernas.

Esquivar en las veredas a los ayunos de barbijo. Evitar mediante una curva o bajando a la calle las mesitas de los bares, sentir palpitaciones ante un grupo compacto, contener la respiración. Corazón, lates demasiado fuerte.

Los barbijos sucios tirados, yacentes en el pavimento, en las veredas, en los adoquines que dan a las alcantarillas. ¿Quién fue? ¿Cómo se le cayó? ¿Qué le pasó? En serio, ¿qué cosa gravísima le pasó al usuario de ese barbijo, mi congénere? ¿Cómo lo reemplazó? ¿Estará bien ese que perdió el barbijo?
Apenas pasamos de gatear con barbijo a caminar con barbijo conocimos sus primeras dos desventajas: anteojos empañados, picazón en la nariz, que sin barbijo no se hubiera producido. En el supermercado, con pavor y a hurtadillas, meterse la yema de un dedo en la boca para mojarla y poder abrir las bolsitas pegadas de polietileno y meter las papas. El modelo más oscuro y elegante del exitoso barbijo del Conicet, el negro con manijas negras, aprieta mucho detrás de las orejas a partir de los veinte minutos. Duele. El barbijo en el verano húmedo se te adhiere, te lame, te invade, te injerta, te asfixia, se te mete en el esófago, donde no debe.

Llega un momento –pasaron dos años de barbijo- en que se hace bravo, cada día, acarrear al barbijo y solo ver barbijos, medios rostros de humanos. Comprobar y reconfirmar barbijos todos los amaneceres en las calles. Heavy. Llega un momento en el que el simple barbijo adquiere una densidad y un peso físico y simbólico insufribles. Se hace el barbijo de hierro, la máscara de hierro, un cinturón de castidad remachado en la jeta que te impide ser (¡¡¡mi libertad!!!). Uno se quiere arrancar el barbijo en las calles y gritar como en una publicidad idiota, cantar Mañanas campestres, expresarse, ser feliz, gritar libertad, respirar (aire) libre, reír, abrazarse a todos. Pero todos están enfermos, posibles contagiados, leprosos. Todos son el enemigo.

La única ventaja presunta del barbijo, descontados sus beneficios sanitarios, es que a veces funciona como los anteojos oscuros: disimulan la fealdad propia y la de la gente. Otras veces no, la empeoran. Esas narices horribles granulietas salidas de los barbijos sudados, esos barbijos sucios caídos como baba de tela.

-¿Era linda? ¿Qué edad tendría?

-No sé. Estaba con el barbijo.

-¿Pero qué te dijo exactamente?

-No sé, hablaba con el barbijo.

-Me demoré porque me olvidé el puto barbijo en casa.

El ay, el dolor del no saber

Habíamos mencionado en la primera parte de esta nota a la psiquiatra y psicoanalista Alicia Pahn, quien invocó la antigua y primitiva potencia de la interjección ay, en un texto que escribió: “Dolor”. La búsqueda de su texto era también la de un mejor conocimiento y abordaje de la pandemia y el sufrimiento psíquico. Una búsqueda que necesariamente –señaló- debe ser transdisciplinaria. El texto implicaba una doble necesidad de aceptación, la de abrazar a otras disciplinas y –más doloroso- la de reconocer los límites de la disciplina propia. “Este es, quizás, nuestro dolor –escribió-. El encontrarnos con lo que no sabemos, con lo que no podemos, enfrentados al dolor del otro”. Casi que lo imploró de este modo: “Que también ante nuestro dolor frente a la incertidumbre, el desconcierto, los límites, los vacíos del no saber, no desmintamos ese dolor que nos produce y que omnipotentemente nos encerremos en nuestras disciplinas. Reconocer la complejidad de lo que debemos abordar y llamarnos a trabajar en conjunto con otros saberes. Que el dolor, el AY, ese grito, sea un llamado, una demanda a la participación colectiva”.

Don’t look up

En la primera parte se había prometido tocar el tema de la muy discutida película Don’t look up, por su relación con los imaginarios del fin del mundo. Será breve. A gusto de quien escribe es una buena película, no mucho más, excelentemente actuada y cuya mayor virtud –que muchos objetan- es representar el estado de estupidez humana en la era Trump. Sí, no tiene muchos matices. Sí, le falta complejidad. Lo que al que escribe la resultó –seamos francos- más irritante que gracioso fue que no pocos condenaran la película porque no contiene lucha de clases. O por un pecado original: si se trata de una producción de Netflix, ergo, axiomáticamente, se trata o de un engaño o de una triquiñuela del imperialismo. El espectador es otro estúpido entonces –esa parte es plausible-.

Plaga de Londres. Autor anónimo. Escena callejera. Grabado c1830.

Vaya a saber qué exigen estas gentes de una simple película más (o no tan simple dado que dio tanto que hablar). ¿Qué al final el fantasma de Fidel Castro salga a arengar al proletariado del mundo? ¿Qué se hagan una, dos, mil versiones de Don´t look up pero producidas por las viejas radios mineras de Bolivia, la Universidad Autónoma de México, mediante tam-tams tribales del África negra, a través de canal Encuentro? Y, no. La plataforma más imponente del mundo capitalista es Netflix. Y aunque el 85% de la producción de Netlix sea medio pava, sí, de vez en cuando sale algo distinto, incluyendo mucha distopía espejo del mundo actual o su proyección posible y temible, y algún documental crítico. Juntemos un millón de Socompas y hacemos nuestra propia versión. Pero, justamente, no tenemos esa fuerza cultural, los recursos, el aparataje y no tenemos a los costados una sociedad a punto de caramelo para tomar el Palacio de Invierno. Ese es el mundo que se describe en esta nota. Cuando hacia el año 1000 –entre pestes, hambrunas, guerras e incursiones vikingas- la humanidad vio en el cielo un cometa se portó con mejor salud mental: miró arriba, se cagó de miedo.

Ah, sí, claro, El Sacrificio, última película de Tarcovsky, filmada ocho meses antes de su muerte, es desgarradora como representación del fin autoinflingido del mundo. Terrible película. Acá va un desafío: vuelvan a ver sus 149 lentos minutos, con la partitura –entre otras- de la Pasión de San Mateo, del amigo Johan Sebastian. En un pasaje de la Pasión canta el coro:

¿Relámpagos y rayos se acabaron en las nubes?
¡Abre tu ígneo abismo, oh infierno,
rompe, destruye, devora y estrella!

Despedida a mi hermano

Barbijos. Diez o quince días después del fallecimiento de mi hermano dos compañeras de fierro de su productora y algunos más organizaron, pidiéndonos permiso a mi otro hermano y a mí, hacerle un homenaje en el espacio público. Por cuestiones de protocolo en el cementerio no éramos más de diez. Yo solo les pedí que no fuera una despedida ni solemne ni llorona ni alpedamente politizada, y que se respetara la distancia social. Por Facebook solicité que no hubiera abrazos. Así que mucha, mucha linda gente se arrimó al Parque de la Memoria -¿fue un sábado o un domingo?- y no, no hubo manera de evitar los abrazos, esos abrazos hermosos y horribles conteniendo la respiración. Es que cada tipo o tipa que se acercaba para abrazarte representaba un bellísimo pedazo de historia común y colectiva con brother Coco y el conjunto inmenso de los abrazos, tan increíblemente diversos -que la primaria, que la secundaria, que España, que México, que el cine, que los sindicatos, que los derechos humanos, que la política, que el periodismo, que los parientes que aún sobreviven y la nueva generación, que los amigos-, ese conjunto representaba algo así como un enorme fresco de la vida no solo de Coco sino de todos y ese fresco estaba hecho de estallidos de pasado y abrazos silenciosos. Me pasó de abrazar con mucha emoción, incluso con alegría, a muchos, sin que se me cayera una lágrima. Nos pasó no poder reconocernos las caras en algunos casos por los barbijos (y los años). Entonces los que se acercaban, se bajaban brevemente el barbijo y decían:

-Soy Cacho.

-¡¡¡Cachooooo!!!

Abrazo

Estaba una vieja amiga de mi hermano mayor que labura con las Abuelas de Plaza de Mayo hace añares tratando de arrastrarnos hasta cierto punto del parque para que se dijeran unas palabras de despedida. A su lado, el lungo Horacio Pietragalla. Nos regalaron sendos pañuelos de las Abuelas en honor a Coco, un honor. Mi hermano Ariel dijo unas palabras. Yo arrugué. Pero arrugué también porque en un acto así hubiera querido hablar de mi hermano como hermano, de mi hermano humano, de mi hermanito, de andar en bici por el barrio de chicos, de ir al río a hacer cerbatanas con las cañas, del verano del ’72 o ’73 en el que atravesó la Patagonia en un Citroën con el Cholo Mérega y Carlitos El Inglés Ocampo, ambos desaparecidos y yo, muy orgulloso de ostentar a mi hermano audaz, lo recibí en el campamento en que estaba, orilla sur del Futalaufquen. Pero no, ni me hubiera dada la facundia, ni tenía ganas, ni era el lugar. Solo me atreví a decirle a mi hermano mayor mientras hablaba, viendo que la gente se amuchaba con barbijos:

-Arie, deciles que se separen.

La pandemia

Fue todo muy hermoso, muy emotivo, muy fraterno y yo casi que contento –siendo medio fóbico-, hecho unas castañuelas. Apenas terminó el acto y la gente se fue retirando, me senté en el pasto con mi pareja luego de orillar el río y me quedé absolutamente ido, paralizado, pelotudo, hecho polvo, vacío. Lo cual me permite pensar mejor ahora cuántos no pudieron despedir a sus muertos, acariciarlos antes, ni darles un beso, ni velarlos, ni poder hacer un duelo más o menos decoroso por la puta pandemia.

Imagen de la película “Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb”. Stanley Kubrick (1964).

De hecho, me está pasando desde hace quince días, porque estoy tratando de dejar de fumar ayudado por parches de nicotina, que vengo de sueños agitados a pesadillas soñando –segunda etapa de duelo tras una pausa- todas las putas y rigurosas veces con Coco y mi hermano Ariel, a veces sumando a mis viejos muertos en vacaciones o raras mudanzas. Se me viene a la cabeza ahora mismo la célebre frase que las Madres comenzaron a balbucear desde mediados de la dictadura, aquello de no poder llevar aunque fuera un puto ramo de flores a la puta tumba inexistente del ser querido, desaparecido.
Pandemia, nuestra historia, macrismo, distopía, fascismos, Estados y democracias inútiles o cómplices, tristeza, sin sentido, vacío, fin del mundo. Todo se cruza.