El domingo pasado, a consecuencia de la pérdida total del suministro eléctrico en gran parte del Cono Sur de Sudamérica, se vio claramente la fragilidad de un sistema cada vez más complejo y dependiente de una tecnología incomprensible para el común de los ciudadanos y en manos de corporaciones mafiosas. ¿Qué podemos hacer?
“Así pues, tanto las sociedades como los grupos humanos más pequeños pueden tomar decisiones catastróficas por toda una serie secuenciada de razones: la imposibilidad de prever un problema, la imposibilidad de percibirlo una vez que se ha producido, la incapacidad para disponerse a resolverlo una vez que se ha percibido y el fracaso en las tentativas de resolverlos“
Jared Diamnond – “Colapso: Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”
Hace tiempo que nos venimos preparando. En mi casa hay mochilas de supervivencia listas, armas y municiones siempre preparadas, rutas de escape de la ciudad planeadas, puntos de encuentro pactados, vehículos siempre aprontados para la huida. Todos mis hijos han escuchado hablar del tema, y con sus distintas edades y responsabilidades saben más o menos como actuar en una situación de ese tipo. La inundación del 2013 en La Plata fue el punto de inflexión donde comenzamos a prepararnos para el colapso. Durante esa fatídica jornada, y durante los días subsiguientes, ninguna institución estatal se hizo presente en el caótico escenario, y solo la reciproca solidaridad entre los vecinos logró que las consecuencias de la tragedia no fueran aun más graves.
La idea de los sobrevivencialistas o “preppers” se popularizo en los EEUU de la Guerra Fría, donde importantes sectores de la población comenzaron a prepararse para el apocalipsis nuclear y el caos que sobrevendría a posteriori. Durante los años 60´s y 70´s, muchos estadounidenses asustados, construyeron refugios anti–bombas en los patios de las casas, almacenaron comida y agua en cantidades industriales y se entrenaron en todo tipo de técnicas de supervivencia. Aquí, las ideas “prepper” llegaron ya en el siglo XXI, de la mano del caos social y económico del 2001 y de las amenazas del cambio climático.
El domingo pasado, a consecuencia de la pérdida total del suministro eléctrico en gran parte del Cono Sur de Sudamérica, se vio claramente la fragilidad de un sistema cada vez más complejo y dependiente de una tecnología incomprensible para el común de los ciudadanos y en manos de corporaciones mafiosas. Lo más disparatado de la situación, es que frente a la evidente precariedad en la que vivimos y al desamparo que plantea el derrumbe repentino del sistema, la gran mayoría de la gente confía la resolución de la crisis a entelequias impotentes como “Edesur” o “el gobierno”, y no en la propia capacidad de organización.
Vivimos en una época en la que la crisis civilizatoria se cocina a fuego lento y de manera progresiva. En este sentido, los cientos de noticias que se comparten día a día sobre el constante deterioro de las condiciones de vida de la gran mayoría de la humanidad, la consolidación de sistemas de poder cada vez más injustos y despóticos, la acumulación de inimaginables riquezas en manos de unos pocos mientras miles de millones de personas no alcanzan a las condiciones materiales básicas de supervivencia, y desde las últimas décadas, los cambios profundos de origen antrópico que se han producido en el funcionamiento del clima del planeta, no encuentran una respuesta en el imaginario social de la humanidad que impugnen el orden actual y a la vez promuevan una utopía superadora.
La falta de capacidad de respuesta de nuestras sociedades a las amenazas crecientes para su supervivencia hace obvia la analogía con la parábola de la “rana hervida”. Esta puede resumirse así: Si ponemos una rana en una olla de agua hirviente, inmediatamente intenta salir. Pero si ponemos la rana en agua a la temperatura ambiente, se queda tranquila. Si elevamos la temperatura gradualmente, la rana no atina a reaccionar. A medida que la temperatura aumenta, la rana está cada vez más atontada, sabe que algo va mal, se intranquiliza, pero no hace nada para salir inmediatamente de la olla. Aunque nada se lo impide, la rana se queda ahí y muere.
Como parte de una generación que llegó a fines del siglo XX, cuando la modernidad daba sus últimos estertores, siempre sentí la obligación de aportar a la construcción de soluciones a los problemas de nuestra sociedad. En ese entonces, los que pensaban que las cosas estaban mal en el mundo, depositaban sus esperanzas en algo que llamaban “la revolución”, y que, luego de la toma del poder estatal, iba a lograr reencaminar el sistema hacia la construcción de un mundo ideal. Hoy, en pleno siglo XXI, creo que la tarea política de aquellos que aun sueñan con construir una sociedad donde la calidad de los vínculos (de producción, educativos, fraternos, amorosos, familiares, etc.) hagan que la gente viva más feliz, es crear, aquí y ahora, espacios de sociabilidad como los que decimos desear, para que el próximo colapso nos encuentre listos para sobrevivir, y para que una vez que la anomia y el caos se expandan, puedan servir como modelos para la reconstrucción de una humanidad más digna.
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