Desde que comenzó a gobernarla el PRO la ciudad de Buenos Aires se convirtió en una inmensa plataforma comunicacional que expresa, pretende inspirar o exige la alegría de un set televisivo. La confrontación, la dualidad entre esa ciudad feliz y las crueldades de la ciudad real, ¿tendrán algún efecto esquizofrenizante en nosotros?

Las callecitas de la Buenos Aires macrista tienen un inquietante no sé qué. En tiempos de las primeras disputas electorales entre Mauricio Macri y Aníbal Ibarra el primero tenía como caballito de batalla y de campaña la lucha contra “el  despilfarro en publicidad”. Incluso interpelaron a funcionarios de Ibarra por el asunto, qué tanto gasto, reclamaban. Resonaban aun los discursos antipolíticos y la Leyenda de las Zapatillas de Ruckauf (¡populismo del peor!), de modo que el macrismo apostaba a un discurso que tenía buen eco social. Cuando Macri ganó las elecciones… otra que zapatillas de Ruckauf: toda la ciudad se convirtió en una plataforma comunicacional: las sombrillas amarillas, las playas presuntas con sombrillas amarillas frente a las aguas contaminadas del río, los globos y los colores optimistas de la consigna electoral “Bienvenidos” cuando el duránbarbismo percibió que había sectores sociales que le temían a la componente discriminatoria y expulsiva del discurso de Cambiemos (Macri dijo hace no tantos años “Hay que encarcelar a los cartoneros porque roban la basura”; así como habló pestes de los inmigrantes y los pobres no porteños que se atienden en los hospitales de la ciudad).

Los inmensos chapones que rodean las obras del subte H (iniciado por Ibarra) en Puyerredón-Jujuy fueron otro dispositivo publicitario, que comenzó desplegando a tope el color amarillo. Luego, por cada pequeña refacción, el recambio de tres asientos en una plaza (de barrio bien cotizado), el arreglo de un bache, hubo un chivo amabilísimo. Hasta los uniformes de los operarios son un chivo amarillo.

Facebook es otro inmenso chapón de la alegría. Rodríguez Larreta, generoso, hace que te consulta si estás de acuerdo en extender la frecuencia del subte media horita por la noche. En los 70 el último subte salía a la una y pico de la noche (veníamos del bar La Paz o la pintada).

Las callecitas de Buenos Aires rebosan de chivos y el chivo cósmico que envuelve a todos los porteños es un vasto operativo cultural: miles de mensajes de alegría y de optimismo por todas partes, revolución permanente de la alegría, Trotsky emporrado. La consigna es te cuidamos, somos tu hada madrina, tu ángel de la guarda. Afiches con gente feliz comiendo una hamburguesa, Rodríguez Larreta sonriéndote en las pantallas de las plataformas de cada estación de subte (un sistema comunicacional propio, estatal, que llega a millones todos los días), la consigna del subtetrenmetrocicleta (abandonado porque quedó bobito), esos extraños, un tanto estúpidos sofás y sillones puestos sobre las veredas que fingen ser de verdad, como colchones mullidos, y son de hierro duro y frío. Por cada “instalación” urbana –son tan arbitrarias- uno no puede dejar de tener no solo una apreciación estética, o sufrir algún efecto indescifrable, sino una sospecha de curro (¿quién eligió, autorizó y pagó por todos esos engendros?).

Flores, plantitas, dibujitos

En los márgenes de los metrobuses –una buena iniciativa según por dónde discurran- suele haber maceteros de los que cuelgan plantas; eso es bonito, nadie discute que la belleza no deba ser reivindicada para la ciudad y menos el verde (cada día menor a escala urbana). En los puentes, los pasos bajo nivel, los viaductos, hay inmensos murales que son también coloridos, llenos de vida. Es una estética rara, moderna -por supuesto-, algo indefinible, muchas veces muy tonta y fea y aniñada, como hecha por pelotudos grandes. Pero lo importante es que es colorida y que es optimista y que es entusiasta. Se parece a menudo al diseño de ciertas pilchas femeninas: se multiplican las líneas curvas, los carámbanos, celestes horribles (túnel de Soler). Pululan motivos botánicos y miles de trazos espiralados con un toque infantilizado de Kandinsky o de Miró, infinitamente más fuleros que Kandinsky y Miró. Es de paso una respuesta estandarizada –de nuevo, como de industria textil o industria a secas o, peor, de set televisivo- a la intensidad y la práctica del mural popular o del grafiti, que eso sí es malo, malísimo, porque a veces el mural popular o el grafiti contiene crítica social y vivimos en tiempos en que la crítica está mal vista (Alejandro Rozitchner: “El pensamiento crítico es un valor negativo”. Lo que propone son talleres de entusiasmo).

El despliegue mismo de policías y patrulleros relucientes es un dispositivo comunicacional. Los uniformes cambian todos los días, cada día más fashion y más de película de acción, camuflajes Bullrich como para librar batallas en las selvas del sudeste asiático. Muchas veces no se sabe qué hacen ahí las chicas y chicos de la nueva policía de la ciudad, pero están, figuran, imponen, se exhiben, intimidan, son parte de una escenografía ambigua del “te estamos cuidando” virando a Big Brother. ¡No sabés cómo te quiero, vecino! Que el Fino Palacios haya sido procesado y ya pasado no importa nada. Lo mismo con el comisario Potocar, de la banda de los Supercar. Las Tasser no pasaron, sí los poderosos camiones futuristas diseñados para reprimir la protesta social. Hace pocos días la “nueva” cana porteña fajó mal a un grupo de pibes que fumaban porro. Se multiplican casos como esos, onda dictadura: pibes que son interpelados a los gritos y con violencia en la calle, pedido de documentos, amenazas del tipo “te voy a mandar a un reformatorio”. Mientras, los prostíbulos y la trata siguen funcionando a pleno. Mientras se multiplican los desalojos de casas tomadas o no, de gente sin techo, de manteros.

Buena vibra

Pero la ciudad respira onda, buena vibra. Invitan macanudos (y modernos) los afiches: vení a morfar, a matear, a chusmear, a gambetear, a fotear. “La ciudad la hacemos entre todos”. Hay en los pasillos de los subtes (en la conexión del obelisco por ejemplo), unas sillitas y mesas como de guardería tiradas en un rincón, sin mayor explicación. Si tenían identidad muchas estaciones del A o del D o del E prolongado en tiempos de De la Rúa e Ibarra, esa identidad hoy se pierde por la abundancia de esa estética de ciudad maquillada de feliz. Caritas como de tapa de cuento para niños, pescaditos, criaturas abstractas, y más carámbanos y colores chillones de vieja aula de primaria. Vaya a saber qué efecto produce en los que viajan sacar el cerebro del whatsapp, o del jueguito del celular, o de la cita amorosa por hacer, o del mensaje de la pareja que anuncia que se separa, o del entuerto estudiantil o laboral, o del que acaba de perder el laburo, o del aumento del alquiler o las expensas. Qué le pasa a esos tipos cuando confrontan tanta inconcebible y colorida felicidad. ¿Les estalla el bocho, no a la manera de la película Scanners, de Cronemberg, pero sí acaso de alguna manera más lenta, perversa y sutil? Suena perversito.

En un posteo de Facebook dicen que sacaron de su correspondiente corredor del subte el más célebre dibujo de Mafalda, el del “palito de abollar ideologías”. En las veredas de la ciudad en cambio festejan la vida esos muñecos realistas de personajes populares (Olmedo, Portales, Calabró, Sandro, Minguito), casi todos venidos del mundo de la televisión, los digeribles. En otro posteo de Facebook muestran una foto de una plaza de Quilmes, gobernado por el Nobel Martiano Molina. Muestra un busto o estatua de Evita aprisionado entre rejas, en un espacio tan oprimente que parece que Evita vive pero en una de esas jaulas de tortura del Medioevo, las Vírgenes de Hierro.

Alegría. El que escribe no puede meterse en la cabeza del que emerge del celular y ve los murales, del que está atascado en el tránsito y toca la bocina furiosa, de la madre o padre que hace cola y no encuentra escuela pública para sus hijos pero ve felicidad en los afiches que dicen que también a la educación (de calidad) la hacemos entre todos. El que escribe ve las paredes violentamente pintadas en las estaciones del subte y los pasos a bajo nivel y los colores le estallan mal, los siente crueles además de feos, son como gritos paroxísticos del programa de Tinelli o de Intratables. ¿Le sucede solo al que escribe? ¿Qué le sucede a la gente?

El que escribe piensa la ciudad macrista y recuerda la ciudad de Piazzolla-Ferrer:

Ciudades, fundadas para odiar.

Ciudades, tan altas, ¿para qué?

Ciudades, cadáveres de pie.

Ciudades, al polvo volverán.

Y la piensa también, a la ciudad, como experimento social esquizofrenizante y asocia la famosa secuencia de otra película, La naranja mecánica, cuando a Alex lo enchufan a los electrodos que por vía de imágenes de horror le quitarán su comportamiento antisocial.

Ciudad fundada para especular, tan altas para qué. Ciudad alegría de los cartoneros, los trapitos y del no saber en quién confiar: si en el pibe con capucha o en la cana amenazante. Ciudad de barrios no viables, de los inundables, de las villas que no son ciudad sino tumores a esconder, de los departamentos de uno y dos ambientes y las familias monoparentales y la soledad y la tristeza y la rabia, y el alquiler que se vence, y su aumento, los tarifazos, y cómo acceder a infinitos 150 mil dólares para hacerse de un departamento propio, ciudad sin otro desarrollo económico que los servicios y la tecnología, ciudad de viejos y nuevos pobres y desamparados y sin embargo feliz.

Ciudad que te trata de vos, te palmea el hombro, te finge un trato de confianza de asadito, te invitar a morfar y a matear, felicidad de a uno, ciudad de jubilados que –jajajá- ¡consumen porno! Te dice la ciudad macrista: sonríe, sonríe que te estamos filmando, en todo estás vos, estirá esa boca y reíte, payaso. ¿Cómo que no estás alegre, perdedor, amargo? Hacete ver, te dicen sonriendo.

Los tiempos cambian. Cambiemos. Hagamos de la Argentina el supermercado del mundo y de Buenos Aires un enorme taller del entusiasmo.