La aprobación de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en el Senado es resultado de uno de los fenómenos que caló más profundamente en los últimos tiempos en una sociedad que parece anestesiada ante los grandes conflictos. (Foto de portada: Alfredo Luna/Télam)

Para muchas de nosotras, este 30 de diciembre quedará registrado como un día histórico: la ley de interrupción voluntaria del embarazo es un triunfo que pasará a formar parte de las jornadas gloriosas de nuestro pueblo pero, en particular, de nosotras, las mujeres.

Cayó uno de los velos que nos impedían ser visibles: el de la hipocresía y aunque haya muchos más para develar y hacer caer a jirones, éste tiene una importancia trascendental en nuestras vidas: la libre decisión sobre nuestros cuerpos.

De todos los fenómenos sociales de los últimos tiempos, el de la lucha de las mujeres ha sido, sin dudas, el que calara más profundo en una sociedad que parece anestesiada ante los grandes conflictos con los que convive, incapaz de dar una respuesta colectiva masiva y duradera en el tiempo.

La transversalidad del fenómeno penetró hasta en los espacios políticos más conservadores dividiendo aguas y, paradojalmente, los mejores argumentos para defender el proyecto fueron las miradas autocríticas a la falta de respuestas del estado ante la problemática de las más pobres, las que menos pueden afrontar un aborto en condiciones de asepsia y que son las que terminan envueltas en una mortaja. ¡Un argumento de clase en una sociedad lumpenizada que ha perdido conciencia de la ineludible y siempre presente lucha de clases!

Foto: Fernando Gens/Télam.

Es que el sometimiento e invisibilización de las mujeres sostenidos por siglos se rompieron cuando los femicidios proliferaron. El “ni una menos” fue, en apariencia, el puntapié inicial que pariría, poco después y en un proceso en ascenso, la marea verde que se fue solidificando con contradicciones, errores y aciertos. El feminismo llegaba para quedarse y, en su camino, se desataron mil discusiones, se hiló finito y grueso, se contrapusieron posturas, ideas, ideologías y costumbres. Y si bien el feminismo no nació con “las pibas” porque en el país ya muchas habíamos comenzado, hace décadas, con los reclamos de derechos, es justo reconocer que se hizo masivo con las más jóvenes que le pusieron consecuencia y perseverancia.

El reclamo por el aborto legal y gratuito es antiguo, sin embargo, jamás fue escuchado como en los dos o tres últimos años. Si algo demostró la marea verde es que nada se consigue sin salir a la calle, sin organizarse, sin trabajar y sin hacer esfuerzos para mantener la unidad. Y lo invisible se hizo visible porque a pesar de las divergencias pudieron mantenerse en el tiempo, movilizadas y acorralando al poder político con el reclamo, especialmente si se tiene en cuenta que todas ellas votan y son miles a lo largo y ancho del país.

La hipocresía perdió su ropa cuando quedó a la vista que los abortos sólo estaban reservados para las mujeres que pudieran pagar una intervención en una clínica que preservara su vida y su salud; que los mismos que defendían las dos vidas fueron y son parte de gobiernos que desfinanciaron la salud pública, desmantelaron los hospitales e impidieron y siguen impidiendo la implementación del Programa Nacional de Educación Sexual Integral (ESI) en las escuelas; que son las más pobres las que, después de prácticas de barbarie, terminan desangrándose en un hospital o muertas en el trayecto; que los abortos clandestinos son un excelente negocio del cual jueces y políticos son cómplices; que TODOS estamos enterados que existen las clínicas aborteras a la vista que se dedican a practicarlos y que jamás fueron un secreto para nadie; que los derechos constitucionales que deberían garantizar salud, educación y vivienda sólo existen como letra muerta en una Constitución de la que se intentaron aferrar los defensores de las “dos vidas” tomando solamente lo que les venía bien para argumentar su negativa, pero no cumpliendo ninguna de todas las demás premisas; que defendieron con uñas y dientes la vida de “la persona” en gestación en detrimento de la vida de la gestante; que el punitivismo nunca impidió el aborto clandestino y sólo sirvió para acrecentar la discriminación hacia las más pobres; que el papel de las iglesias, tanto católica como evangélica, fue y es un freno a todo avance en la defensa de derechos fundamentales de las mujeres porque están asentadas en todo un andamiaje patriarcal muy funcional y conveniente para el sistema como medio de control social. Todo cayó y quedó al desnudo. Y fuimos las mujeres las que les arrancamos los harapos que muchos creyeron que eran vestimentas suntuosas.

Sí, fuimos nosotras, con nuestras idas y venidas, nuestras discusiones y debates que siguen en curso y seguirán hasta vaya a saber cuándo o que, quizás, no terminen nunca. Pero fuimos ejemplo de unidad y solidaridad de género, al que ahora llaman sororidad. Y no importan las palabras si lo que nos une es una lucha justa, un mismo objetivo, un deseo ancestral de terminar con nuestra opresión, con las diferencias que nos impusieron, con los mandatos que nos inculcaron, con el avasallamiento de que decidan qué hacer con nuestros cuerpos. Porque legalizar el aborto va mucho más allá de preservar la salud y la vida de las más pobres, las más vulnerables. Legalizar el aborto es un paso hacia nuestra verdadera libertad de elección. Le estamos arrancando nuestros cuerpos a las garras del patriarcado, le estamos diciendo que NO, que BASTA, que no queremos más, que nos dejen vivir como cada una de nosotras ELIJA, DECIDA.

Faltan muchos más derechos por conquistar, como que dejen de matarnos, que no seamos más la variable de escape donde se cuela la violencia social y se descargan las impotencias de las postergaciones, la falta de futuro, la carencia de educación, la penuria de no tener trabajo. El estado tiene que garantizar nuestras vidas no sólo para abortar, sino para que salgamos a la calle como seres libres sin temer que seamos atacadas, violadas, abusadas y asesinadas. El estado tiene que garantizar refugios, trabajo y guarderías para los hijos de las mujeres que padecen violencia familiar. El estado se tiene que hacer cargo…

Foto: Fernando Gens/Télam.

Es justo que terminen todas las desigualdades, que obtengamos igual salario por igual tarea desempeñada por un varón; que nuestros embarazos no vengan con un telegrama de despido en nuestros trabajos; que los hombres dejen de explicarnos el mundo como si fuéramos un hato de retardadas, para dar paso a que hagamos nuestras experiencias sin nadie que venga a darnos lecciones, a descalificarnos, a imponernos qué pensar, cómo hacer, hacia dónde ir y cómo “debemos” ser.

Y el logro de esta jornada victoriosa que sólo marca que hemos ganado una batalla no se lo debemos a ningún político, a ningún senador ni senadora, a ningún gobierno. Este triunfo es legítimamente NUESTRO le guste a quien le guste, porque fue nuestra presencia en las calles la que les arrancó esta ley. No le debemos nada a nadie, porque fuimos las mujeres las que impusimos una agenda que no tenían in mente. Fueron nuestros cuerpos verdes, nuestras tetas al aire y nuestros ovarios los que no permitieron que nadie mirara para otro lado, los que obligaron a toda una sociedad a expedirse, a discutir, a pensar, a debatir. Fuimos nosotras y nadie más.

Fuimos nosotras las que denunciamos, las que bancamos a las otras cuando el estado escondió nuestras problemáticas debajo de la alfombra, las que pusimos el cuerpo una con otra para no dejarnos en soledad, las que contuvimos a las abandonadas, las que ofrecimos mucho más que la otra mejilla porque en esa solidaridad siempre supimos que se nos iba la vida misma. Por eso el triunfo es nuestro y de nadie más, aunque ahora lo quieran vender como un logro de un manojo de políticos. No, el triunfo es nuestro.

E iremos por más, porque en el camino descubriremos que el patriarcado es funcional al sistema capitalista. Llegará el día en que no nos conformemos con reformas, en que descubramos que la explotación tampoco es justa, como no lo es el sometimiento. Y, entonces, sólo entonces, seremos enteramente libres como debimos haber sido siempre y gozaremos de la igualdad de derechos que hoy no gozamos.

Hoy, 30 de diciembre, todas lloramos, nos abrazamos, nos hicimos reír y disfrutar. Hemos avanzado y nada será como ayer, porque este presente augura todo lo que haremos juntas. El patriarcado no se va a caer. Al patriarcado lo haremos arder, definitivamente, nosotras.

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