Unas líneas apuradas – y de apariencia ingenua – sobre los tradicionales deseos de fin de año, esos deseos individuales e inofensivos que pueblan los brindis y que nunca se salen del corset de “lo posible”, y sobre otros que día tras día nos machacan que son imposibles para que nada cambie.
El ritual de los deseos es parte del folclore del fin de año dentro de esa lógica totalmente ilógica de que un simple cambio de número en el almanaque puede cambiar algo en la vida de uno, de los suyos, de un país o del mundo.
Se desea salud, se desea dinero, se desea amor, se desea trabajo, para uno y para los demás. Quizás al final de este año tan singular se pronuncie también otro deseo: que el año que viene no sea peor que este, el de la pandemia.
Lacan decía que el deseo es el deseo del Otro. Sin entrar en vericuetos teóricos, en su inmensa polisemia esa frase también dice que el deseo nos es impuesto desde afuera, desde otro lugar que no somos nosotros.
Los de la salud, el dinero – en la medida de “dinero que me alcance para…” aunque solo sea sobrevivir -, el amor, el trabajo son deseos generales que, por lo menos en nuestra sociedad, creemos también más o menos posibles. Son deseos que, de cumplirse, benefician a unos sin socavar los intereses de otros, y mucho menos de aquel Otro que los impone en cuanto deseos.
Hay una cuestión ahí que muchas veces pasa inadvertida: son deseos que apuntan a soluciones individuales, que pueden cambiar la vida de uno o de otro pero que mantienen intocado e intocable el sistema. Y que en nada comprometen.
Hay otros deseos que, al contrario, apuntan a lo colectivo y sólo de lo colectivo pueden nacer y realizarse. Esos deseos son también consignas, metas sociales, que apuntan a modificar o cambiar el sistema.
Esos deseos no entran dentro de lo permitido y el sistema permanentemente nos formatea para que los creamos imposibles.
Lo podríamos llamar el juego de la regla del deseo. Como todo juego, impone un reglamento para jugarlo y ese reglamento impone qué se puede y qué no se puede desear.
El sistema es el que impone las reglas del juego, la principal de las cuales es la que establece cuáles son los deseos posibles y cuáles son los imposibles.
La clave está ahí: en la de marcar a fuego sobre el imaginario social la impronta de lo imposible. No de lo prohibido – aunque esté contenido – sino de lo imposible, lo que nunca se podrá lograr, de ninguna manera.
Porque dentro del sistema, todo; fuera del sistema, nada.
Contra el corazón de esta creencia apuntaron, por ejemplo, algunas de las consignas del Mayo Francés: La imaginación al poder, Rompamos los viejos engranajes y, sobre todo, Seamos realistas. Pidamos lo imposible.
Las consignas (los deseos) que enuncia la sábana de la foto de esta nota proponen (desean): Trabajar menos, trabajar todos, producir lo necesario, redistribuir todo.
Otra manera de enunciar aquel viejo principio socialista: De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades.
Frente a deseos como estos – y las luchas colectivas por concretarlos – el sistema tiene sus respuestas.
La más benigna es responder (aún sin responder, haciéndolo creer todos los días, con la complicidad de toda la clase política parlamentaria y de los medios masivos de comunicación, entre otros engranajes) que es un deseo hermoso, que sería genial… pero que es imposible.
En la sociedad occidental esa es una estrategia por lo menos tan vieja como la Iglesia: las cosas buenas las recibirás en el Reino de los Cielos, para lo cual, claro, antes tendrás que morirte. En esta vida no.
Cuando la respuesta benigna falla, el sistema todavía cuenta con otra: la represión. Pero la represión siempre genera resistencias, es menos eficaz.
Las causas ideológicas, profundas, estructurales de la supervivencia de un sistema – por más injusto y violento que sea – hay que buscarlas en su eficacia para hacer creer que es único, que cualquier cambio debe ser dentro de él, que no hay otro sistema – otra realidad – posible.
Esta respuesta – esta obturación del deseo revolucionario – está presente en nosotros, de manera inconsciente, todos los días y a toda hora: en cada gesto, en cada pequeña acción, en ese levantarse a la mañana para vivir dentro de las reglas.
Por eso, desde estas líneas apuradas de casi fin de año les deseo a todos y a cada uno de ustedes que sean capaces de desear lo imposible.
Porque sólo así se hará posible.
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