No todos los llantos son iguales, ni todas las lágrimas surgen de un mismo sentimiento. La muerte de Diego Armando Maradona conmueve al pueblo y a todo aquel que disfrutó de su magia, pero también hace llorar a otros con, como suele decirse, lágrimas de cocodrilo.
Ellos también lloran porque se quedaron sin Maradona:
Llora con hipocresía el periodismo carancho, ese que vivía de hacer guardia en sus casas y en las clínicas.
Lloran en sordina los “mi guisti cimi jiguidir piri ni cimi pirsini.”
Lloran su frustración los psicólogos a distancia: nunca pudieron resolver el enigma del alma de Maradona.
Lloran con pucheritos las Sarlos y los Sebrelis, esos sommeliers de mitos populares.
Lloran a mares los panelistas y los opinadores que después de décadas de jugar al “¿MARADONA SÍ O MARADONA NO?” se quedaron sin juguete.
Lloran por sí mismos los centenares de parásitos que lo rodearon e hicieron todo lo que pudieron por sorberle el alma.
Lloran desde su superioridad moral los inspectores de llantos ajenos (incluyéndome a mí, que estoy escribiendo esto).
Lloran mayestáticos los odiadores compulsivos de lo popular. Y los odiadores compulsivos. Y los odiadores a secas.
Lloran su infortunio los buscadores de ejemplos de vida.
Lloran con mayúscula y varios signos de admiración los indignaditos y las indignaditas de las redes sociales.
Lloran ilustradamente los que fruncen la nariz cada vez que se pronuncia la palabra “pueblo”.
Lloran subidos a su banquito los críticos de vidas ajenas; esos que cada vez que Maradona hacía algo se sentían obligados a calificarlo. Que le ponían un puntaje de 3 estrellitas sobre 10: “poco recomendable”.
Lloran su abstinencia los compañeros de merca y de escabio porque se les acabo el regalo.
Lloran en sus escritorios los editorialistas de diario de domingo, esos que usaron la ecuación Maradona = Argentina para ladrar contra Maradona y contra Argentina al mismo tiempo.
Esos también están llorando, pero su llanto no es el mismo que el del resto de nosotros.
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