Hoy es el día de la patria y no sabemos muy bien de qué se trata aunque la celebremos. Pero es una noción o un sentimiento indefinido y claro que une historias del país con aquellas más pequeñas, las nuestras.
En 1966 se celebró el año del Sesquicentenario de la declaración de la Independencia. Hubo, como era costumbre por aquellos tiempos, un desfile militar, más al caso entonces que nunca porque el general Juan Carlos Onganía había asaltado el poder, mediante un golpe de Estado, apenas unos días atrás. No asistí en esa oportunidad, habían pasado poco menos de tres meses desde la muerte de mi viejo y esos días se me aparecen como muy oscuros en la memoria. Pero sí fui varias veces en años anteriores a contemplar el desfile frente a las Barrancas de Belgrano.
Para la mirada de un niño, la infantería era lo menos interesante. Su paso se parecía demasiado a la forma disciplinaria de la escuela tal como se la ejercía por entonces: se nos enseñaba a desfilar; como un capitán o un cabo en el servicio militar, el maestro de educación física repetía “derecha, dere, izquierda, izquier” y se nos daba la consabida y muy disciplinaria orden de descanso antes de volver a marchar. Por lo tanto el espectáculo de los soldados haciendo en las avenidas lo mismo que nosotros en la escuela no resultaba demasiado atractivo, aunque para una parte importante de la gente mayor ver a pibes de 18 años marcando el paso les resultaba algo emocionante que elevaba su fervor patriótico. Aplaudían a rabiar, mientras los más chicos nos aburríamos a la espera de lo que era el verdadero centro de nuestro interés: los tanques y los granaderos a caballo.
Aquello que no formaba parte de nuestro mundo y que, extrañamente, nos producía más asombro que admiración. Había algo distante en esos muchachos altos, de uniformes azul oscuro y ataviados con su morrión, montados a caballo. También transmitían algo fuera de lo común aquellos armatostes de metal un tanto envejecido y lustrado para la ocasión que se parecían a los tanques que veíamos en el cine. Tenían que ver, en nuestra imaginación, más con las películas que con la vida real.
Eran un mundo aparte, así como para ese entonces la patria nos quedaba a distancia. Nos la había alejado una conspiración de interminables actos escolares, himnos y canciones cuyo sentido no entendíamos (algunas no se entienden mucho hoy tampoco, como “Aurora”, cuya segunda estrofa dice: Así en la alta aurora irradial/punta de flecha el áureo rostro imita/y forma estela al purpurado cuello/ el ala es paño, el águila es bandera), izamientos de bandera en el frío del patio, aprender de memoria los nombres de los integrantes de la Primera Junta, recitar versos ante padres, maestros y gente de la cooperadora cuando se celebraba el 25 de mayo o el 9 de julio.
En resumen, la patria iba de la mano con lo obligatorio, había algo de artificial y de impuesto desde afuera. En definitiva, la patria –y en eso la cultura de lo militar ha influido bastante- nada tenía que ver con la gente que la habita. Estaba más allá de las personas y las circunstancias. Incluso los próceres –que obviamente fueron personas- habían sido ubicados a una distancia ontológica de nuestra realidad. Se convertían en una especie de fantasmas omnipotentes que todo lo habían podido y que habían dejado un bien con garantía de eternidad. Recuerdo a un compañero diciendo: “Qué bueno era Sarmiento, hizo mi escuela con dos baños”. Creíamos que cualquier escuela había sido construida por el padre del aula. Una suerte de Superman de la pedagogía. Otro tanto para San Martín y Belgrano que conformaban junto a él el Olimpo patrio.
De alguna manera, esa patria extraterritorial y al mismo tiempo exigente y devoradora de destinos quedaba representada en esos desfiles cuyo único mérito estético era la uniformidad. Marchar bien era hacerlo al unísono, que no hubiera pasos en falso. Algo de eso parece querer recuperarse aunque desde la mirada oficial, la patria es más una ocasión que un destino.
Ese mismo año de 1966, La Nación publicó una revista de tamaño acorde a sus tradicionales sábanas, enorme, inmanejable. Por algún motivo extraño, esa revista apareció en la casa de mis viejos, reducto de lectores impenitentes de Clarín. Lo cierto es que la tapa, dibujada por Raúl Soldi, siguió en mi memoria. Una efigie pálida de la República, con rulos y el gorro frigio cubierto de diez escarapelas. Se la ve con una mueca tristona, como mirando para adentro. Es raro, se esperaría algo más festivo. Ni siquiera el celeste del fondo deja de estar apagado.
Fue un número especial armado bajo un gobierno civil y terminado después del golpe militar del 28 de junio. Algo que se percibe en el texto de presentación. Bajo el título de “La Argentina en sus manos”, la nota cierra y de algún modo subraya la ambivalencia de ese tiempo: “Manos patricias nos entregaron grandeza, honrosa herencia, laureles; en sus manos, lector; en nuestras manos, en las manos de todos los argentinos está el mantenerlos en alto, perennes, radiantes de gloria”. Las manos son patricias y de buena sociedad, las otras manos son una sucesión bastante más plebeya, destinada a mantener incólume esa marca de origen. Esa patria remite a lo inmóvil, de algún modo es la patria de los milicos, una que se fundó hace más de dos siglos y cuyo espíritu hay que seguir manteniendo vivo sin que nadie precise explicar por qué. Los requisitos para lograrlo: subordinación y valor, más la honra a los próceres. La señora que dibujó Soldi parece estar al margen de esta misión, como indiferente. Simplemente, está perdida en un mundo aparte, sin preguntarse demasiadas cosas.
Luego viene un largo artículo histórico de Leónidas de Vedia –quien reúne en su biografía el doble papel de director del suplemento de cultura de La Nación y un par de incursiones en la función pública durante la Revolución Libertadora. Cierra su extenso relato con estas palabras, un tanto confusas: “Para que el país reconquiste su calidad histórica hace falta menos política y más preocupación.” Podría haberlo firmado Alejandro Rozitchner. Otra vez la patria como eso que no cambia, pase lo que pase, especialmente esa suma de episodios tan coyunturales que es la política.
Pero al llegar a la mitad de la revista, uno se topa con la “Oda escrita en 1966” escrita por Borges (fue la primera noticia que tuve de su existencia), del que hoy se cita tanto su estrofa final: “Nadie es la patria, pero todos lo somos”. Como en cualquiera de sus mejores textos, todo está indeterminado. Primero niega que la patria sean sus héroes y sus símbolos, ni los hechos ni las batallas y la define como un “acto perpetuo”. Entonces pasa a colocarnos en el lugar de ser el porvenir de aquellos caballeros, así los nombra, que no sabían aún que eran argentinos. En su enumeración, la idea de patria no sólo se esfuma sino que se muestra como algo indefinible, pese a tanto discurso pedagógico y militar que puebla las demás páginas de la revista y, hay que decirlo, la realidad adyacente al poema. Algo de lo que sólo se pueden tener aproximaciones. Claro, es un poema escrito por alguien que ha elegido no ser lo que se conoce como un patriota. Alguien que ha hecho del lenguaje y de los libros que ha leído la patria que siente verdaderamente suya. La patria privada frente a la patria colectiva que es la de las aulas y la de las armas.
Hubo también dos intentos que, más allá del exhibicionismo militar, buscaban una patria sin corsé, menos retórica. Ambos estuvieron a cargo de Lito Vitale, uno en 1998, el otro con motivo del Bicentenario de la Revolución de Mayo. En los dos casos, se repitió el esquema: se tomaban las canciones habituales del repertorio patrio –Mi bandera, Aurora, el Himno- , que eran interpretadas por cantantes populares (Baglietto, Lerner, Jairo) con arreglos aggiornados. Como si el mensaje esencial de esos temas sólo precisara una puesta al día sonora para que los chicos los hicieran propios. Como si lo que molestara fuera la fanfarria y no las palabras. Es más, se creía que las nuevas sonoridades podían hacer salir a las palabras del letargo. Los intentos terminaron en fracaso, más allá de la calidad de algunas pocas versiones. Para decirlo de otro modo, ¿se puede seguir imaginando la patria bajo la sombra de cómo fue pensada por los militares? ¿Hay otro camino posible?
En su tema “Lingua” (al fin y al cabo la pregunta por la patria parece venir de la mano de la independencia y en eso argentinos y brasileños nos parecemos), Caetano Veloso canta que su patria es la lengua, que no tiene patria, que tiene matria y quiere fratria. Puesta en el linaje de los padres fundadores de los que habla Borges –esos que no sabían que eran argentinos pero que nos legaron el destino de intentar serlo- parece no haber salida, nuestra pertenencia, nuestra identificación viene por línea paterna. Su esencia está fijada de antemano. Tal vez la fratria sea otra manera de pensar las cosas, porque abre espacio a la diferencia sin tener que romper lanzas con los que son nuestros hermanos, que es lo que hay que hacer si se quiere salir de la herencia del padre, de la patria que alguna vez los milicos quisieron encarnar en ellos. Una encarnación que nos puso a muchos a una distancia desconfiada de la idea de patria.
Ya no se puede volver a ser aquel chico que iba entusiasta a ver los desfiles hasta que la llegada de la tristeza le hizo dejar de hacerlo. Hoy la patria ya no aparece como una certeza, algo que no habla de globalizaciones sino de ciertas lejanías. Seguramente el 9 de julio sea una buena ocasión para poner entre paréntesis dudas y penas. Para poder decir, mientras lo creemos por un rato, “Viva La Patria”.
(Una primera versión de este texto fue publicada en Revista Haroldo el año pasado).