Una triple mirada sobre el modo –lánguido- en que la Federación Rusa revisa la Revolución del ’17, sobre su impacto en las luchas obreras argentinas y en el corazón del capitalismo mundial.

Hace cien años,  la noche del 25 de octubre (según el calendario juliano), la Revolución de Octubre cambió el curso de la historia de Rusia y del mundo. El golpe armado de los bolcheviques contra el gobierno provisional de Petrogrado (antiguo nombre de San Petersburgo) pasó a la historia como la Gran Revolución Socialista de Octubre. Al tomar el poder, lo bolcheviques proclamaron la ‘dictadura del proletariado’ y establecieron el Estado socialista más grande del mundo”.

El relato es de RT (ex Russia Today), uno de los canales de noticias más grandes del mundo, con sede en Moscú y propiedad de la República Federativa Rusa.  El texto presenta una de sus galerías de fotos  publicadas en los últimos días. Contiene 14 imágenes con marineros y soldados durante toma del Palacio de Invierno y con obreros armados montados sobre camiones con el telón de fondo de la Plaza Roja moscovita. Sin embargo no se ve a ninguno de sus dirigentes: ni Lenin, ni Trosky, ni Bujarin; ninguno.

En el portal de la agencia de noticias Sputnik, sucedánea de la soviética Novosti,  se destaca la declaración del portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov. Ha dicho que el gobierno  “no programa ninguna celebración”  en el marco del centenario. En otros links,  un analista alemán especializado en Rusia asegura que, a cien años de la  Revolución  Rusa del 7 de noviembre (calendario gregoriano)  “más de un 60% de los rusos todavía tienen dificultades para evaluar este evento”. El autor, Andre Ballin, es alemán y nació en 1977, cuando nada hacía prever aun la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, ocurrida hace 26 años. En su artículo para el prestigioso diario económico alemán Handelsblatt, sostiene que lo que más valoran los rusos de aquellos tiempos fue el acceso a la educación, que dejó de ser para los ricos.

Otro de los artículos publicados a propósito del tema consigna la visita que los descendientes de la dinastía Romanov, derrocada en febrero de 1917 y fusilada luego de Octubre, hicieron a Rusia en marzo, por primera vez en cien años. La duquesa María Vladímirovna y su hijo, el príncipe Georgui Mijáilovich, se entrevistaron en Moscú con el líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa, el patriarca Kiril. También estuvieron en  la antigua capital imperial, San Petersburgo, y en Kostromá, lugar de origen de la familia. Un “vocero de la Casa Imperial” dejó un mensaje pacificador: la duquesa “está en contra de la restitución, es decir, de volver a la situación prerrevolucionaria”. No sólo no  busca la restauración monárquica sino que reconoce que  “parte de la culpa de la Revolución la tiene la Casa Imperial, así como la Iglesia y la nobleza”. Pero al mismo tiempo, advirtió que “los herederos ideológicos de los revolucionarios bolcheviques tienen que entender que el terror, la negación de la propiedad privada y la propaganda antirreligiosa son unos medios de control inaceptables. Lo peor de la Revolución de Octubre es la instigación al odio”.

Nada que festejar

La Revolución Francesa de 1789 ejecutó a reyes y nobles y estableció el terror de la guillotina contra sus enemigos. Cinco años más tarde, la “reaccion termidoriana” cortó el ímpetu plebeyo y abrió las puertas a un militar advenedizo. Napoleón conquistó Europa y creó un imperio cuyos ejércitos decían difundir  ideas revolucionarias. Su derrota en 1815 abrió un período conocido como “la restauración”. Pero Francia celebró el primer siglo de la toma de la Bastilla convocando  a la Exposición Universal de Paris. Su legado  era definitivamente el fin del “derecho divino” y  la división de los poderes, y la engañosa pero deseable consigna de “Igualdad, fraternidad y libertad”.

En Rusia no. La idea es simple: no hay nada que festejar. Algunos creen que es porque transcurrió menos tiempo, pero otros afirman que es un legado olvidable.  Los comunistas rusos harán sus actos  nostálgicos y desfilarán con sus viejas condecoraciones e insignias, las mismas que aún perduran en el correaje militar. Pero no más. El actual jefe de Estado trabajó durante veinte años en el Comité de Seguridad del Estado soviético, el KGB, heredero de la ChK (Comisión de Emergencia o Cheka), el brazo armado del Partido. El propio Vladimir Putin ha dicho que entonces era un comunista convencido.

Su organismo tuvo un rol decisivo en implantar el Terror Rojo en 1918, cuyos métodos continuaron bajo la colectivización forzada del agro de 1928-1933, una ingeniería social que provocó una hambruna devastadora y nunca logró sacar al campo soviético del atraso productivo. También en las grandes purgas de 1937 y 1938,  cuando Stalin “liquidó al partido de Lenin”,  una calamidad que fue expuesta en un congreso partidario un año antes de que naciera. Los métodos del espionaje cotidiano, la persecución de la disidencia caracterizada como “enemigos del socialismo” y el favoritismo laboral fueron parte de su propia instrucción para la tarea. El último destino de Putin en la era soviética fue Dresde, Alemania Oriental, donde se inició el derrumbe.

El ahora hombre fuerte ruso tenía 39 cuando la URSS colapsó y dejó en la pobreza de la noche a la mañana a 150 millones de personas (remenber  Good by Lenin,  la película alemana de Wolfgang Becker). Fue para que emergiera una clase de supermillonarios criados  en las empresas estatales y la burocracia partidaria. Los hijos mimados del régimen, los que gozaban de los privilegios. Putin  llegó al poder por primera vez en el 2000  y puso orden apresando a varios de ellos. Ya se había ganado el respeto nacional liquidando sin piedad al terrorismo checheno. Se le adjudica una frase memorable: “Quien no extrañe la URSS no tiene  corazón;  quien la quiera de vuelta no tienen cerebro”.

El historiador argentino Hermán Camarero apunta una serie de observaciones sobre la política del “olvido” recogidas en un reciente viaje a Rusia para participar de un simposio. “La sala dedicada a la Revolución de Octubre en el Museo Estatal Ruso de San Petersburgo es pobre. Tiene escasas referencias a sus líderes. Contrasta con las dedicadas a la historia imperial”. Está convencido de que el mausoleo que guarda la momia de Lenin en la Plaza Roja no fue desmantelado porque conserva su atractivo turístico. La figura mejor recordada de la etapa soviética es Stalin y con un altísimo grado de aceptación. Nadie discute su liderazgo en el pueblo ruso y el Ejército Rojo para la derrota del nazismo. Es la peor calamidad histórica que recuerdan: 27 millones de muertos registrados y un país en ruinas. Su fecha de nacimiento, el 6 de mayo, es la mayor celebración nacional. Se homenajea en desfiles multitudinarios al “Batallón Inmortal”. Lo instituyó Putin hace algunos años cuando el reseteo del pasado se hizo insoportable. Este año, hasta en Buenos Aires desfilaron descendientes de aquellos muertos con las fotos de sus familiares.

La memoria de los rusos elige momentos de esplendor perdido. Yuri Gagarin, el primer hombre en volar al espacio, en 1961 y antes que los norteamericanos, goza de gran popularidad y tiene estatuas. Pero la gloria de la reconstrucción del país se la lleva nuevamente Stalin, aceptado por más del 60 por ciento como la figura histórica más importante del período soviético. Lenin está incorporado al relato educativo como el fundador de la moderna Federación Rusa. Un artículo de Sputnik lo describe como un dirigente que era casi ignoto en marzo de 1917, la fecha en que regresó disfrazado de su exilio ginebrino en un tren blindado, bajo protección alemana. Visitar la Estación Finlandia, donde se conserva el vagón donde fue fotografiado arengando a sus partidarios que lo esperaban, requiere hoy de un guía especializado de turismo moscotiva.

Tiempos Rojos

Camarero es autor de uno de los libros lanzados al mercado local por el centenario. Su originalidad es reconstruir el impacto de la Revolución Rusa en Argentina (Tiempos Rojos, Editorial Sudamericana), cuando la atracción por los ideales emancipatorios de Octubre y del socialismo eran irresistibles. Con la clase obrera más organizada de América Latina y  cien mil inmigrantes rusos pendientes de lo que ocurría en su país de origen, la ola de entusiasmo que recorrió el mundo, en nuestro país, fue intensa.

La revolución de febrero que derrocó al zarismo fue saludada por La Nación, La Prensa y el órgano socialista La Vanguardia. Coincidieron en una visión liberal de modernización. Pero la “grieta” se instaló con la insurrección de Octubre, que retiró a Rusia de la guerra, estableció el control obrero en las fábricas y entregó la tierra a los campesinos. “Derrocó el régimen burgués, dio derechos a la mujer y durante su período inicial puso todo patas para arriba en medio de una guerra civil y de una invasión extranjera. Era imposible permanecer indiferente”.

Hubo apoyos fervientes y surgieron furiosos enemigos. El entusiasmo excedió a los comunistas y a las corrientes ácratas. Un joven Jorge Luis Borges proclamó su apoyo  a la gesta maximalista y comenzó a escribir Salmos Rojos, un libro que finalmente nunca publicó. Pero el poder económico también tomó registro y comenzó a leer la realidad como la corporización  del “fantasma comunista”. Descargó ese temor en la formación de milicias blancas y en sucesivas masacres obreras, como  la Semana Trágica de 1919 y las matanzas de huelguistas en la Patagonia, en 1920-21. “Fueron tiempos rojos, de lucha de clases violenta”. El 1º de mayo  de 1909 decenas de obreros fueron fusilados o heridos por la policía que comandaba el coronel Ramón Falcón en la Plaza Lorea, en una cacería que se prolongó  en la Semana Roja. “Eso prueba que la violencia  fue previa a la influencia de Revolución Rusa”. El  catolicismo maceró en esos años la idea del “peligro judeo-comunista”.

El académico está anunciado en uno de los paneles del seminario “100 años: vigencia de la Revolución de Octubre” que se hará entre el 7 al 11 de noviembre en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Lo organiza el  Partido Obrero, troskista, una de las fuerzas más activas de la izquierda clasista argentina en la actualidad. Están agendados 60 expositores nacionales y extranjeros.

El Partido Comunista movilizará sus módicas fuerzas y a algunos aliados a un “festival” en el porteño teatro IFT el mismo martes 7 de noviembre. El partido proclamó durante siete décadas su “propiedad” sobre el legado revolucionario. Nacido en enero de 1918 como Socialismo Internacional, una escisión del Partido Socialista de Juan B. Justo, en respaldo a la Revolución de Octubre, integró la Internacional Comunista con sede en Moscú desde 1922. Su pertenencia al llamado “movimiento comunista internacional” le dio juego en un tablero global y hasta le permitió sortear errores gruesos de apreciación, como el advenimiento del peronismo y la última dictadura. Pero no quedó indemne al desmoronamiento soviético. Después de albergar en sus filas a intelectuales de peso, el PC se limita en esos días a publicar una colección de notas alusivas. En ella se destacan las firmas del politólogo Atilio Borón, ex secretario ejecutivo de la red CLACSO, y del vicepresidente boliviano Luis García Linera, considerado hoy uno de los exponentes más lúcidos de la teoría y práctica política de izquierda en esta región del mundo.

En el panel de las módicas recordaciones figura también una muestra de afiches históricos en la Biblioteca Nacional y  algunos seminarios en sedes universitarias.

Pasado y presente

El tema no es sólo la historia sino el presente y, sobre todo, el futuro.  Son contados los historiadores que hoy cuestionan que la Revolución de Octubre fue el acontecimiento más importante del Siglo XX, el hecho que formateó todas sus tensiones políticas, sociales, ideológicas y culturales.  Nada escapó a su desarrollo posterior y luego a su eclipse. La lucha por el ideal socialista, por la liberación de las cadenas de explotación, atravesó décadas. El “siglo “corto”, como lo caracterizó el historiador marxista británico Eric Hobsbawn. Un ciclo signado por guerras, crisis y revoluciones. Abierto precisamente por la primera gran guerra y la Revolución Rusa y cerrado con la implosión del llamado “socialismo real”.

Si las fechas redondas son propicias para los balances, sería injusto omitir los éxitos iniciales de la planificación centralizada de la economía soviética. Permitió a la recién constituida URSS, un país con industrias pero de base campesina, salir del atraso y convertirse rápidamente en una potencia industrial de primer orden. Fue el espejo en que se miraron los economistas del capitalismo occidental durante la crisis del ’30. La planificación con un alto grado de centralidad sigue siendo la gran ventaja del camino que tomó China luego de que su dirigencia encontrara una estrategia ordenada para salir del “socialismo” y se internara decididamente en un exitoso capitalismo de Estado.

Notablemente,  los sucesores de la segunda gran revolución socialista del siglo XX lograron su metamorfosis conservando la vieja iconografía maoísta –el Gran Timonel es la efigie del yuán—y la piedra angular de la “dictadura del proletariado”: el régimen de partido único. La resolución de sus conflictos cupulares nada tiene que envidiar a las peores prácticas stalinistas, ni son furtivas. Esa constatación podría poner en jaque la   tesis de que la autodestrucción del “socialismo real” soviético –caracterizado por muchos como un capitalismo de estado- fue resultado inevitable de la ausencia de democracia.

Mijail Govbachov ideó la glasnost y la perestroika (transparencia y liberalización), aceptando que la opresión del pensamiento creador había contenido el desarrollo de las fuerzas productivas. Trataba de reordenar un proceso que veía a punto de estallar roído por la burocracia y el autoritarismo. Pero quedó preso y sin fuerzas en una lucha tribal. “La URSS colapsó cuando no fue capaz de igualar los resultados del capitalismo”, acaba de repetir el ensayista británico Allan Woods, de visita al país para promover su libro Bolchevismo, el camino de la revolución. Expuso otra cara del mismo fenómeno. Como afirmó Goethe: “Grises son todas las teorías, sólo el árbol de la vida es verde”.

Si el modelo instaurado en Octubre no pudo imponerse en la competencia económica con el capitalismo, no es menos cierto que su ideario de igualdad obligó a los capitalistas durante décadas a idear estrategias para alejar el fantasma de la revolución. Muchas de las mejoras que obtuvieron los trabajadores durante el siglo corto, incluido el Estado de Bienestar instaurado en Europa Occidental luego de la guerra, son deudoras  de esa competencia entre los dos modelos de organización social. La desaparición de la esfera soviética ha sido correlativa con el aumento de las desigualdades en el mundo en los últimos treinta años. Ni hablar de la derrota del nazismo y del despertar anticolonial posterior a la guerra, que encontraron en ese mundo ahora perdido espaldas donde recostarse.

Álvaro García Linera asegura que la principal semilla que plantó la Revolución de Octubre fue “transformar los imaginarios sociales de los pueblos, devolviéndoles su papel de sujetos de la historia”. La creencia de que hay “otra opción (mundo) posible en el curso de la humanidad”.  Es decir, en la subjetividad colectiva.

Cinco años después de la Revolución de Octubre, Sigmund Freud escribió que detrás de todas las religiones existía una golden age, una edad de oro que les daba un trasfondo común. Era la búsqueda de un paraíso perdido en el que los hombres volvían a ser hermanos. Observó que el comunismo reunía todas las condiciones y estimó que nacía una nueva religión. Un credo que, en su fanatismo y su nobleza, es indispensable para entender lo que ocurrió en el siglo XX. El ensayo de un sueño eterno.