La violencia, por supuesto, daña los cuerpos, pero su primera víctima es la razón, al obligar a que se discuta de un modo maniqueo y solamente sobre lo fáctico.

En una parte de La Orestíada Esquilo escribió “la verdad es la primera víctima de la guerra”. Muchos de los escritos trágicos de sus sucesores, Sófocles y Eurípides, se centraron en esta idea.

Ifigenia en Áulide, de este último, es una obra maestra de la crítica al pasado, en particular un acto de rebelión contra el mito fundador, en cuanto justificaba la Guerra de Troya en la falacia del “rapto de Helena”. Clitemnestra, la madre de la niña que los guerreros deciden sacrificar para que los vientos se pongan a la popa de las naves varadas en el Pireo, llama a Helena “esa puta”.

Ese genuino revisionismo crítico a través del teatro fue una de las vías en que la cultura de la República desafió a la tradición.

Suelo decir que la versión contemporánea del constructo “rapto de Helena” fue “armas de destrucción masiva”:  se necesita alegar un “bien superior” para darle sentido a una guerra, especialmente a una de invasión y usurpación.

Ni el aparato psíquico ni el imaginario colectivo soportan la idea del asesinato como herramienta espuria de dominación y desestructuración; hay que ponerle una “causa” heroica.

Sin embargo, hay una visión que completa la anterior, al incluir la dimensión de la víctima de la violencia, entendiendo como tal la materialización brutal de un vínculo asimétrico en el que uno realiza sobre el otro su poder. Y es ésta: La primera víctima de la violencia no es el cuerpo si no la razón.

Porque la razón es, a su vez, expropiada, enajenada y resemantizada en violencia: Luis XIV hizo inscribir en sus cañones “Ultima Ratio Regum”, divisa que luego fue usada también por Federico de Prusia y otros, y que aún hoy es el lema de los artilleros: El último argumento de los reyes. En jerga militar, “ultima ratio” es el arma más poderosa. No puede haber ejemplo más claro de usurpación lingüística dirigida a convertir la razón en matanza.

La violencia se dirige a la cabeza, ya sea para paralizar la resistencia o para torcer la voluntad del otro a favor del violento.

La violencia “obliga” a que se discuta de un modo maniqueo y solamente sobre lo fáctico, más aún, sobre lo más actual de lo fáctico; concentrados en eso, perdemos los contextos – o, peor, los inventamos – porque la violencia tiene que ser realimentada.

El primer derecho que conculcan las dictaduras es el de reunión, porque la reunión, la conversación, generan la posibilidad de ponerse a resguardo de la violencia.

El ruido de los misiles ensordece las conversaciones.

Hay que aislarse un poco para poder conversar.

Mankind greatest achievements have come about by talking, and its greatest failures by not talking“, dijo Stephen Hawking, un tipo que para hablar necesita una máquina.

Metiendo los argumentos en una pieza de artillería no sale otra cosa que ruido.

O muerte.

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