El indignado, en la Argentina, es una persona que señala, desde una altura socioeconómica superior, los estragos a la dignidad a la que son sometidos quienes están por debajo de su línea de clase.

El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de Derechos Humanos. En su primer artículo, decía que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. El concepto “dignidad” hacía su entrada globalizada luego de un largo peregrinaje de interpretaciones en la historia del hombre.

Hoy, siete décadas después, esa misma palabra aparece bajo el influjo preponderante de otro término, notoriamente antagónico y de claras concepciones políticas: “indignidad”. Los indignados reclaman dignidad, pero una dignidad que aparece cercenada en el otro. Ese otro sartreano que tanta tela dio y sigue dando para cortar en el universo derecha/izquierda. El indignado, en la Argentina, es una persona que señala, desde una altura socioeconómica superior (con todas las prebendas que le otorga semejante status), los estragos a la dignidad a la que son sometidos quienes están por debajo de su línea de clase. Amparados en su poder (al que por supuesto no catalogan como tal, sino que esconden bajo el enorme manto del humanismo, lo que refuerza aún más la geografía de su poder), marcan los límites de la dignidad en cuanto a nivel económico, educativo y social, generando hechos que dan por ciertos a través de una red de representaciones con la cual construyen una realidad única, uniforme e inequívoca. Son “ellos” los que exigen que “alguien” deje de recortar la dignidad de ese “otro”. Y lo hacen recostándose en una decisión benévola, mostrando sin tapujos su función caritativa, como si la dignidad fuera un bien que se adquiriera o que se pudiera perder y recuperar en base a buenas intenciones.

Todo debate los tiene en ese lugar de dadores de sentido, de oficiadores de la verdad, y el de la muerte digna no podía ser menos. Para el andamiaje de su argumentación, tomaron todos y cada uno de los postulados de la filosofía, la religión, la sociología y hasta las buenas costumbres, sólo que partieron desde un preconcepto que tergiversa cada camino: el de la muerte (la del “otro”, no olvidar que siempre es la del “otro”) como una entidad ajena a la vida.

Ante sus discursos reguladores de la vida y la muerte (ese “y” es la clave de la dicotomía), no está de más recordar el poema “El bienaventurado”, que el mendocino Armando Tejada Gómez escribiera allá por los años ’60: “Aquel hombre de enfrente, / simple de corazón, / agonizó sus años / corriendo a tres empleos. // Un día, simplemente, / su simple corazón / le estalló en una esquina / y despertó en el cielo. //

Dios, bonachón y antiguo, / le dio la bienvenida, / palmeándolo y diciendo: / ¿Qué cuenta de la vida? // Y aquel hombre de enfrente, / simple de corazón, / se quedó boquiabierto / y preguntó: ¿qué vida?”.

De dónde venimos

A mediados del año 50 antes de Cristo, Cayo Julio César celebró el triunfo de su guerra contra la Galia. En el discurso victorioso ante al senado, no dudó en afirmar que la dignidad había sido lo primero, lo más caro de la vida. Lo decía poco después de repartir como esclavos entre su generalato a los sobrevivientes galos.

Claro, el origen de la palabra “dignidad” se ubica en el concepto romano de vida política. Una vida política que basaba su preponderancia en un entramado de cualidades, capacidades y esa predicada conducta moral que, supuestamente (no es ocioso recordar que la historia siempre la escribieron los vencedores), conllevaba el reconocimiento público: el honor.

No se quedaron atrás los griegos, para quienes la idea central de dignidad se basaba en el honor. Pero mientras ese honor, para Tucídides, sólo se relacionaba con el prestigio como derecho de los políticos, Platón lo refería a la ciudad y a la filosofía. En definitiva, a lo griego. Y lo griego, se sabe, era el ineludible lugar del hombre en un orden que no trepidaba en reconocer la esclavitud como natural modo de vida.

Es notorio descubrir que la rivalidad entre griegos y romanos como parámetros del poder sólo reforzó la misma idea del discurso dominante que heredó la civilización:

Cicerón creía que como los griegos no tenían grados distintos de dignidad, sus ciudades (recordar: su razón y lugar en el mundo) carecían de ornato. Algo muy similar a lo que nuevamente César refleja en el discurso de rechazo a la pena de muerte para Catilina: “La dignidad y el odio son irreconciliables. Por eso la dignidad obliga a prescindir de todo el rigor de la ley. La pena de muerte no me parece cruel sino ajena a nuestra República”.

No muy alejado del discurso hegemónico que trata de construir la actualidad, lo digno cotizaba en la Roma imperial como un modo de representación. Algunos fragmentos de los libros de historia de Tito Livio no dejan margen a la duda. Allí se plasmaba que la dignidad era verificable “en la presencia, en la distinción del rango, en los ademanes, actitudes, ropaje y forma de vida”. Por sus páginas, así como por la ciudad, las personas dignas caminan de manera distinta a la de los esclavos. Y también sus maneras de hablar eran diferentes, ya que no se duda en afirmar que “los discursos deben pronunciarse con la debida gravedad”. Para Livio, “gravitas” es sinónimo de “dignitas”, tanto que hace escuela con su particular rigor histórico al afirmar que no vio a “ninguna persona digna reírse fuerte” y refiere que cuando un emisario del Senado encontró a Cincinatus trabajando en la tierra, éste no dudó en mandar a su mujer a buscar su toga para poder recibirlo”.

Asimilar la dignidad, así como se pregonaba en aquellos orígenes, como valor inherente del ser humano siempre y cuando se lo mencionara como un ser racional dotado de libertad y poder creador (ese “ellos” omnipresente), parece dejar bien en claro qué era la vida y, también, aunque siempre como entidad ajena a aquella, qué era la muerte. Morían dignamente “ellos”; poco se sabe, y poco importaba, qué ocurría con los que no eran libres, con los que no creaban, con los que no eran considerados seres racionales, en definitiva, con los “otros”.

Patrones de dignidad

Es casi imposible escapar del sistema dualista que imponen los criterios religiosos. Y el concepto de dignidad, por supuesto, no lo hace. Sirva de ejemplo que para los cristianos, la dignidad del hombre se fundamenta en su semejanza a Dios. Así, es comprensible que uno de los pilares del pensamiento católico, San Agustín, refiera que Adán –el primer hombre y, por proyección, todos los hombres– la perdió con el pecado original mientras que Cristo –haciéndose hombre– la restituyó. Esa certeza de que la dignidad puede perderse y recuperarse se constituye en moneda corriente a lo largo del tiempo y llega, casi sin alteraciones, hasta nuestros días. Siempre y cuando, obviamente, el hombre (el “otro”) acepte las condiciones impuestas por la autoridad, sea cual fuere, pero siempre “ellos”.

No es extraño, entonces, que cuando el Estado comienza a tallar fuerte en la discusión sobre el entramado político de las sociedades, el concepto de dignidad pasara de largo. En efecto, uno de los padres fundadores del contrato social, Jean-Jacques Rousseau, sostenía admirablemente su lucha por la igualdad y la libertad, pero dejaba de lado la dignidad, a la que todavía catalogaba como de fuerte impronta aristocrática.

Las polémicas sobre el término “dignidad” y sus alcances no dejarían de aparecer, casi siempre dispuestas como un valor otorgable de uno (que la posee per se) a otro (que la espera como un obsequio). Mientras Inmanuel Kant la considera como “principio fundamental de la moral como sentimiento de la belleza y naturaleza humana”, para Friedrich Schiller “es el Estado quien tiene la potestad política de velar por la dignidad de los hombres”. Allí está la afirmación de Arthur Schopenhauer, “el concepto de dignidad, basado en un ser tan pecaminoso en voluntad, tan limitado en espíritu, tan caduco y vulnerable en el cuerpo como es el hombre, solo puede emplearse irónicamente”. Y la de Friedrich Nietzsche cuando sostiene que “sólo al genio puede concederse dignidad”.

No parece en nada llamativo, entonces, que la primera Constitución en la que se habla de la dignidad humana haya sido de 1937. Fue la de Irlanda, y aunque se la mencionaba sin ningún tipo de eufemismos, conviene aclarar que esa carta magna la trataba sólo en el sentido cristiano del término. Luego del fascismo italiano y el nazismo alemán, la defensa de la dignidad fue retomada por todos los pactos internacionales de derechos humanos. Tanto que fue necesario que la constitución alemana de 1949 estableciera en su primer artículo que la dignidad humana era intangible: “Los poderes públicos tienen el deber de respetarla y protegerla”. Los acuerdos buscaban oficiar como instrumentos de condenación a la tortura, la esclavitud, las condiciones inhumanas de trabajo y la discriminación de cualquier tipo, aunque en mayor o menor medida, esas prácticas abominables continuaron esparcidas por todo el planeta. Muchas veces, en nombre de la dignidad humana. Siempre condicionando la manera de vivir, y de paso morir, para que ese modo alienado de dignidad no se modificara.

Representación y realidad

El sentido de la dignidad como don otorgado sigue pisando fuerte en todas las sociedades. La certeza de esa construcción desoye, en un continuo que atraviesa la historia de la humanidad, la lógica que señala que todo ser humano (“ellos”, “alguien”, “otro” y sus infinitos matices) es digno sin necesidad de que nadie se lo recuerde. Y que mantiene ese atributo inextinguible a pesar de todas y cada una de las condiciones de inhumanidad a la que se lo someta.

No dejará de ser digno aún cuando se le expropie la libertad, aún cuando se le corte la capacidad de expresar su pensamiento y aún cuando su trabajo pierda el valor inherente a su fuerza en función de la mercancía que produce para beneficio de otros.

Más allá de un discurso hegemónico que lo sostenga como real e imposible de modificar, sigue siendo absurda la proyección del hombre a ese mundo de representaciones en el cual las reglas de dignidad e indignidad son instrumentadas como función social de sometimiento.

Más allá de las fuerzas que tratan de mantener el status quo, todo ser humano (la vida, la muerte) es un permanente proceso en construcción que llevan adelante, por partes iguales, su presencia en la naturaleza y su presencia en la sociedad, con todas sus desgarraduras y todas sus contradicciones, es decir, con toda su dignidad.

Más allá de que se le niegue su capacidad distintiva de producir o se objetive su trabajo apropiándose de su propia actividad, más allá de que se lo encasille en la mera contemplación o se lo induzca a interpretar la realidad desautorizándolo a cambiar las condiciones reales de su existencia, más allá de obligarlo a observar al Estado como un ente ajeno que concilia los intereses particulares, más allá de sojuzgarlo con el encantamiento de una sociedad armónica entre unos que siempre serán “ellos” y otros que siempre serán “otros”, todo ser humano seguirá teniendo dignidad como premisa constitutiva.

En esa dignidad está su vida, inalterable, del mismo modo que en la construcción de esa vida está su dignidad. Quizás al asumir que ambos son conceptos inalienables que marchan por carriles paralelos, sin separarse jamás uno del otro, perdiera sentido preguntar –ante el dios que sea, ante los poderosos que sean o ante quienes sean los que pretendan elaborar un discurso de hegemonía–, “¿qué vida?”. Y se entrara a la muerte con la misma dignidad con la que se vivió.