Una alegoría que busca en la noche de los tiempos algunas claves para pensar victorias y derrotas, conducciones y retornos, persistencias y reciclajes políticos.
Hay que soñar, pero a condición de creer firmemente
en nuestros sueños, de cotejar día a día la realidad con
las ideas que tenemos de ella; de realizar
meticulosamente nuestra fantasía.
V. I. Lenin
Hace llover la danza de la lluvia? De hecho, y también -por qué no- de derecho, se practica en diversos rincones del orbe desde hace milenios. La persistencia remite a cierta eficacia. Más allá de que agua o maná caigan de los cielos, la danza mantiene reunido al grupo en momentos de sequía, páramo, catástrofe. Se juntan y bailan; no encuentran nada mejor. Hasta que llueve.
Si en pleno desasosiego cada quien partiera sin rumbo en pos de la salvación individual, sucumbirían en el trayecto. Reuniendo la escasez mutua y las respectivas habilidades propias, renovadas estrategias tienen mayores posibilidades de surgir a fin de paliar el caos.
Hasta ese momento, pongámosle, el grupo de cazadores-recolectores habitaba su economía de subsistencia con lo que la pradera le proporcionaba. Una parte del grupo salía a ensartar sus presas, los rastreadores a la vanguardia, los arqueros a continuación, seguidos por quienes se encargaban de las plumas, de los cueros, más los otros que retornaban prontos a la aldea llevando las entrañas del animal para evadir la descomposición. Allí les aguardaban quienes convertían las tripas en confituras, las pieles en vestimentas, hasta las cáscaras en combustible y los huesos en instrumentos.
Por su parte, los marisqueadores requerían de experiencia, tino y precisión para detectar y distinguir frutos, hojas, raíces, comestibles de ponzoñosas, psicotrópicas de medicinales, saborizantes de inocuas. Los expertos detectaban, lo portadores distribuían en diversos cestos, en el camino los limpiadores separaban lo útil de lo otro. Y los mensajeros llevaban al poblado las nuevas y los encargos, las incógnitas y las respuestas.
Una pulida división del trabajo tornaba la subsistencia en abundancia, donde el excedente, lejos de estar en la producción material, se distribuía en las relaciones sociales que le daban cuerpo y, a la vez, cobijo. Efecto de ella resultaba una calificación diversificada que establecía dentro del grupo funciones por encima de rangos, especificaba tareas más allá de las prosapias.
En esta más ideal que hipotética comunidad la cosa funciona mientras no se alteren las condiciones elementales de producción. Una contingencia inesperada puede hacer tambalear el conjunto de la estructura. La seca, sin ir más lejos: los animales huyen hacia otros nichos ecológicos a mayor velocidad y eficacia que los seres humanos. Las plantas retienen su savia mucho antes de que sea percatable a los mortales. De pronto, nada queda para cazar, nada para recolectar. Entonces la danza de la lluvia se hace ruego para que vuelva el elemento vital que permita el retorno de las bestias y la flora. Que vuelva, volverá, vamos a volver, ronda la letra de la danza.
Mutatis mutandis -ya se habrán percatado- es lo que sucedió por estas pampas cada vez que un proyecto político que se ufanaba ganador, perdía. Los fieles de la parroquia se congregaban en parques y plazas, entonaban sus letanías, evocaban pretéritas conquistas, melancolizaban un presente azaroso, esquivo. A diferencia de la recién inventada y descripta comunidad de cazadores/recolectores, de escasa a nula alternativa se presentaba. Pues en ésta, el fornido arquero debía reciclarse como excavador de humedales, el sagaz rastreador habría de conformarse con improvisar odres, los mensajeros sedentarizarse a fin de ahorrar su energía y así sucesivamente hasta poner patas para arriba el conjunto de un sistema de producción, de cuyos retazos, rasgos y escombros surgiría otro, diferente, diverso, hasta allí impensable, con nuevas funciones y especificidades. Es eso o sucumbir.
Pues nada retorna a lo que era y vuelve a lo dejó de ser. Tanto la división del trabajo como la calificación singular que la organiza terminan siendo redefinidas en la práctica pues, si se intenta recuperar el anterior esquema no se encontrarán los medios para llevarlo a cabo. Aquello se extinguió y ahora impone una renovada socialización. Al ágil cazador de nada le vale su rudeza ante la paciente meticulosidad del hilandero en momentos en que mamíferos, aves, peces y reptiles han migrado y sólo son eficaces las tenues redes y livianos sedales, capaces de capturar microscópicos aunque nutritivos alimentos.
Poderíos y liderazgos se retuercen en si mismos porque hay saberes que caducan y habilidades que emergen ante la urgencia. De modo que ya de nada valen aquellos cacicazgos sostenidos a fuerza de una tradición alejada de esa articulación sensible con los tiempos, los espacios y las gentes. Una vez más es el trabajo quien dispone órdenes y prioridades pues cuando termina de llover y la danza concluye, el mundo es el otro y hay que volver al trajín.
En un principio fue la subsistencia y la abundancia su creencia. De repente llegó la sequía, lo más parecido a la muerte, sin serlo, pero así pensado. Hubo que recurrir al ritual, aún quien en el mismo no crea: entonar y bailar la danza de la lluvia para no desperdigarse y perecer. Hasta que llovió y retornaron otros animales, otras plantas. Hoy -como decía el anciano cacique- es tiempo de dejar de sobrevivir y comenzar a vivir.