La aparición con vida de Maia puede haber sido el cierre de un caso singular, pero las condiciones que hicieron posible el suceso siguen existiendo y están muy lejos de cambiar.
La épica policial y mediática de la búsqueda de una nena de 7 años terminó con aparente final feliz. En un país en el cual son asesinadas cada menos de 24 horas mujeres, adolescentes y niñas que haya aparecido con vida parece ser suficiente para hablar de felicidad. Con tan poco nos conformamos, con que no la haya asesinado su secuestrador, con que sólo esté viva, aunque muerta de frío y hambre, no menos de lo que le podía suceder antes de ser secuestrada, una suerte de mantenimiento de su propio statu quo…
La vimos atravesando el conurbano, paradita en un cajón plástico sobre una bicicleta, por acá y por allá, su pelito enredado al viento, con un sujeto sobre el que ni siquiera se tienen datos fidedignos de filiación. Vimos a su abuela declarando ante las ávidas cámaras amarillas que su propia hija es adicta, a su madre rodeada de policías balbuceando dolorida y desesperada, a sus vecinos, tan pobres como ella, reclamando por la aparición de la nena con vida. Sólo con vida.
El circo ha terminado, señoras y señores y llegó a su fin como debe ser: rodeado de un escándalo que desnuda las internas oficiales, con el revoleo de insultos y empujones entre funcionarios, todos listos para la cámara, con una conferencia de prensa donde se adularon entre ellos por su gran “esfuerzo” para encontrarla, por el encomiable despliegue policial de uniformados buenos que le ponen corazón a la vida, aunque sean los mismos que, en las ocultas paredes de los calabozos, en otro momento, hubieran apaleado a su madre de tenerla a tiro, a punta de puños cerrados estallando contra el cuerpo de esa mujer o a la que, si la hubieran encontrado en un asentamiento tomando tierras para clavar su carpa, no habrían dudado en llenarla de balas de goma para sacarla de la propiedad ajena que defienden a punta de pistola.
Hoy les tocó hacer de buenos a todos: funcionarios y policías. Muy buenos y amorosos, casi como para llevárselos a la mesita de luz de tan buenos. Sin embargo, ésta será sólo una foto. Nada más que un fotograma en una película inmensamente larga que comenzó vaya a saber en qué momento, cuando decenas de políticas oficiales empujaron a grandes masas de la sociedad a la pobreza y la marginalidad, a la desocupación y la miseria. Nadie querrá asumir el rol de director de esa película, no sólo porque son muchos, sino porque ese protagonismo es justamente el que más ocultan.
Maia y su madre vivían en una carpa. El cartonero, en la nada misma. Ni carpa. Su único bien era una bicicleta. Así, en ese olvido social, se cruzaron sus respectivos caminos. Indocumentado, un nadie del que se desconocía todo. Un nadie como tantos en las calles, de los cuales no importa ni siquiera que tengan un número de registro correcto, un documento, un algo que los identifique. Eso dijeron los propios funcionarios. Era un nadie juntacartón en bicicleta, la imagen de varios fotogramas de la misma película.
Muchos hablaron de la “vergüenza” que les da que haya gente en las calles, palabras vacías que sólo repetirán cual slogans de campaña para juntar votos, pero que no alcanzarán para movilizarlos para resolver los reales problemas sociales que han creado con sus políticas de hambre y ajuste de las que no se hicieron ni hacen cargo. Maia y su madre son el emergente que los desnuda, los deja tan a la intemperie como ellas: la intemperie de la hipocresía. A la hora en que los niños van a la escuela, Maia anda juntando cartón por las calles con su mamá. No llegaron a la carpa ni al trabajo callejero por casualidad, están ahí porque fueron empujadas, como miles y miles, a arreglárselas como puedan, a los ponchazos, a la buena de nadie. No hay políticas pensadas para darles techo, cobijo, trabajo, comida y escuela. No son las únicas, basta con salir a las calles de cualquier lugar para encontrar miles como ellas, familias enteras durmiendo en la calle, viviendo en la calle…
“A esta hora, exactamente, hay un niño en la calle”, decía Tejada Gómez en un poema escrito en 1958, hace nada menos que 63 años, “mi canción necesita saber si se han salvado”. Él lo sabía bien porque era uno de los pocos favorecidos a los que les sonrió la vida permitiéndole un rescate de su destino de “niños desnudos y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre, qué historia les concierne”. 63 años en los que no cambió nada para mejor, en los que se multiplicaron los niños en la calle, en los que todo fue empeorando hasta convertirlos en invisibles en los lugares en que duermen, viven o juegan. Sólo se hacen visibles cuando toman una tierra y arman un rancho precario. Ahí sí los ven. Y es cuando los van a buscar para echarlos como a animales, para expulsarlos nuevamente hacia la nada misma, los regresan a ese lugar del que vinieron, esa nada que son las calles o los puentes donde arman su ranchada de sobrevivientes cual fantasmas que nadie registra porque es intolerable su registro, pues les pone un espejo a su hipocresía.
Nadie dice nada sobre el futuro de las Maias del país, mucho menos de esta Maia. Escandalizados por un momento, un flash, un fotograma de la película, se clavan y clavarán puñales en nombre de los pobres, los mismos que expulsarán de las mesas de los bares cuando molesten a los clientes pidiendo una moneda.
Nadie salió como un Robin Hood a decir nosotros les daremos un techo seguro, un hogar, trabajo digno, una escuela para esa nena de los pelitos al viento. De ese susto no nos vamos a morir. Nadie señalará con un dedo acusador a sus candidatos votados por mantener la misma situación social que sus antecesores uno, dos, tres, diez… Ninguno puede hacerlo sin correr el riesgo de que el contrincante lo señale con cifras de muertos por desnutrición o frío en los inviernos o analfabetismo sin remedio. Todos son corresponsables, directores de la misma película, con sus matices más o menos presentables para calmar la ansiedad y las exigencias de los pocos que reclaman. La realidad nos pega en la cara como el viento le pegó a Maia sobre la bicicleta en la que recorrió el conurbano con su secuestrador indocumentado.
Maia apareció con vida y estamos felices de que así sea. Sin embargo, muchos nos preguntamos por su futuro y el de su madre, por el futuro de tantos como ellas tirados en las calles. El estado es responsable de ese futuro, los gobiernos son los que administran ese estado, ergo, los funcionarios de los gobiernos son los responsables de que ese futuro incierto se transforme en una vida merecedora de ser vivida. Son los únicos responsables de que haya un mañana de guardapolvo blanco en una escuela para Maia, un plato de comida materna sobre una mesa real de cuatro patas debajo de un techo digno en el que vivan con su madre. Ésa es la única manera de proteger a las Maias del país. No hay ninguna otra.
¿Y cuál es nuestro papel, el de los ciudadanos de a pie? Exigir, exigir y exigir. Apretar la soga hasta que sientan que los estamos ahogando en reclamos, que no les damos respiro para que se hagan los buenos por un ratito, para que no se confundan y crean que nos cubren las expectativas con discursos y promesas, para que sepan que no los dejaremos conciliar el sueño mientras haya una Maia en la calle.
Esta larga, larguísima película tiene un final abierto. Será feliz si dejamos de relajarnos o resignarnos como si el único final posible fuera el destino inmundo y vergonzoso de la intemperie como salida.
Maia es un espejo para los que gobiernan, ese cristal penoso en que se proyecta la imagen de los que ellos olvidan y desamparan.
Maia y todas las Maias, señoras y señores, tienen el derecho de que la película de sus vidas tenga un final feliz y que sus pelos vuelen al viento cuando pedalean su propia bicicleta y no a la grupa de un secuestrador.
“Importan dos maneras de concebir el mundo:
una, salvarse solo, arrojar ciegamente a los demás de la balsa
y la otra, un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.”
Poema: “Hay un niño en la calle” de Armando Tejada Gómez.
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