Novela incompleta para su autor, Franz Kafka, “El castillo” es sin dudas un preludio de la incipiente burocratización del estado moderno, donde lo absurdo se esconde detrás de una supuesta noción de orden.

El escritor checo Franz Kafka nació en 1883 y falleció en 1924. En su corta existencia, casi todo lo que escribió, nunca fue publicado, salvo algunos textos cortos. Mientras que a este eximio narrador se lo conoce más por los avatares de Gregorio Samsa en La metamorfosis, o sus conflictos personales evidenciados en sus célebres Cartas al padre, está esa otra veta que desarrolló en El castillo o en El proceso, en donde llevó adelante una bastante peculiar interpretación de la sociedad de su tiempo, no privándose de invocar a lo absurdo, dentro de una maraña en la que la burocracia se torna casi una metástasis.

El Castillo es una de esas novelas inconclusas que dejó este autor y que por lo que se sabe, él no quería que fuese publicada. Tanto El Proceso como América fueron otras de esas obras no terminadas. Kafka le había pedido a su amigo Max Brod; que si él falleciese, todos sus escritos fueran destruidos. Brod no acató esa orden y colaboró con los editores para que la obra póstuma fuera llevada a la imprenta.

Cuando se lee El Castillo se genera la idea acerca de que esa construcción edilicia en verdad no existe. Llegando al final de la obra inconclusa en ningún lugar aparece esa edificación que le da nombre al libro. Quien escribe llegó hasta el final de la novela, diciéndose a sí mismo: “Viste, no estaba el castillo…”

En el primer párrafo del primer capítulo, se puede leer: “Había ya anochecido cuando K. llegó. Una espesa nieve cubría la aldea. La colina estaba oculta por la neblina y la oscuridad; ningún rayo de luz indicaba la situación del gran Castillo. K. permaneció largo tiempo sobre el puente de madera que conducía del camino principal a la aldea, con los ojos elevados a las alturas, que parecían vacías”. Se puede pensar en una hermosa metáfora, aunque con el correr del texto se comience a dudar sobre la existencia real del edificio.

Algunas páginas más adelante, el agrimensor K. dejó la aldea para acercarse al Castillo. “En suma, tal como se veía de lejos, el Castillo respondía a lo imaginado por K. No era un viejo castillo feudal ni un palacio de fecha reciente, sino una construcción amplia, compuesta de unos cuantos edificios de dos pisos y un gran número de casitas apretadas unas contra las otras; si no se hubiera sabido que era un castillo se habría podido creer que se trataba de un pueblecito. K. sólo vio una torre y no pudo discernir si formaba parte de una vivienda o de una iglesia. Nubes de cuervos describían círculos en torno a ella”. Aunque en el párrafo citado Kafka pone mucho más en evidencia la inexistencia del palacio, el lector aún no cejará de buscarlo.

Salvo el escenario descrito, todas las escenas transcurren en la aldea. En la supuesta antesala del palacio. Los funcionarios y sus secretarios bajan al poblado para atender los reclamos. Si se entiende a la burocracia como la excesiva delegación del poder en la que cualquier ciudadano se ve aprisionado, en esta obra kafkiana esto se torna demasiado evidente. El poder no tiene centro y se ejerce desde innumerables puntos como alguna vez dijo Michel Foucault. Si en El Castillo se muestran todos esos vericuetos, estos los vamos a encontrar en sus ramificaciones terminales. Tal vez por eso que si ese palacio existe o no, ya no tendría tanta importancia en tanto que el reglamento, -supuestamente impuesto desde  ese lugar- se lleva adelante sin ambigüedades. El poder funciona. Los funcionarios y sus secretarios bajan a la aldea en nombre del Conde.

Habiendo llegado a la aldea por la noche, el agrimensor K. deberá esperar hasta la mañana para llegarse al Castillo en el cual supuestamente deberá cumplir algunas funciones para lo que fue contratado. Los que bajan a la hostería no sabrán nunca decirle demasiado acerca de las tareas que deberá cumplir y a pesar de todo le enviarán a dos ayudantes. Resultarán una carga de la cual K. intentará desprenderse. En otra hostería en la cual se hospedan los que bajan del castillo, nuestro personaje conocerá a Frieda, una mujer que en ese lugar debe atender a esos hombres, y en primer lugar a un tal Klamm que supuestamente es el más alto funcionario del Conde. Klamm nunca aparecerá en escena, aunque Frieda se lo había mostrado a K. por el agujero de la cerradura. Esta mujer abandona la hostería para acompañar al agrimensor. Todo hace sospechar que tanto ella como los dos ayudantes, no hacen otra cosa que hacerle inteligencia a K.

Pasan los días y nuestro personaje no sabe para que lo contrataron. Puede haber sido un error. El alcalde que vive enfermo y postrado en una casa de la aldea,  le dice al respecto que es posible que un funcionario del castillo haya pedido un agrimensor, aunque mientras tanto le ofrecen trabajar como portero de una escuela. Uno se pregunta por qué K. en lugar de volver al lugar de dónde había llegado se quedó en ese lugar, y ahí pareciera que Kafka evocara a alguien que necesariamente debe exiliarse.

Buscará en vano conectarse con Klamm, pero este lo evitará siempre, incluso cuando nuestro personaje se puso a esperarlo a la intemperie al lado del carruaje en el cual el alto funcionario debía viajar. Todo transcurre entre prohibiciones, sugerencias y principalmente delegaciones en las cuales nadie decide por sí mismo, haciendo así una madeja indescifrable.

Posiblemente si en ese tiempo hubieran existido las cosas que tienen lugar hoy, se podría haber hecho una escena en la cual K, telefonea al castillo, y una voz le dijera: “Si es por una consulta marque 1, si es por otra razón marque 2” y cuando K marcó 1, aparecerán varias opciones más pero nunca lo atenderá más que una voz grabada.

El castillo es sin dudas un preludio de la incipiente burocratización del estado moderno. Al igual que en El proceso el personaje llevará como nombre una sola letra: K. La primera del apellido de quien las escribió.

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